Si vibrara, si girase alrededor…
A Iola Benton
Si vibrara, si girase alrededor
de un eje más o menos cierto,
si el viento le trajese un paño suave, o áspero,
no importa cuál,
desde donde ahora reposa
a la espera de ser tormenta;
si moviese su antena
en dirección, no del todo precisa,
al sólido astro, al verbo solar y concentrado;
si no le doliera, al menos por un momento,
el golpe de la maza en la espalda,
si viviese aunque fuese un milímetro
más allá de la regla, de la plomada,
de la orden del padre,
de la resignación de la madre.
Si contuviera, si no el fruto,
al menos el deseo de ser fruto,
del mercurio una porción escasa
de su influjo sobre el abrazo,
la siempre imperfecta unión de los amantes.
Oscurece, para el pez…
Oscurece, para el pez,
las piedras, el moho en los muros, nosotros;
cae la luz como cae la manzana
bajo el peso de la tormenta,
el telón con el final de la obra,
el deseo que se sacia o se frustra.
Deviene la oscuridad,
la cíclica escena de lo oscuro:
el hijo regresa al muslo del padre
y el padre al hueco de un árbol sin ramas.
Se presenta del fuego la ceniza,
del amor la cueva, el eco,
de cada rostro una nube
que no lo configura ni anticipa.
El aire se vuelve follaje
y el follaje, denso, tal vez impenetrable;
de un lado, los que se preguntan por el día
sin conseguir respuesta,
y, del otro, los que, hartos de preguntas,
hienden a tientas el tallo
y nada más obtienen el acíbar.
Es inútil trabar la puerta, cerrar…
Es inútil trabar la puerta, cerrar
la ventana, detener el reloj,
cambiar la voz por el ladrido,
enmascararse, endiosar
a hombres con cabezas de perros,
a perros con cabezas de hombres,
tratar de evitar que el pájaro muerto
se pudra sobre la tierra;
es en vano encender un fósforo
atrás de otro en plena noche
para que parezca que es de día,
dormir con los ojos abiertos,
dormir con un ojo abierto,
prefijar la vida, de los otros
y de uno mismo, hacer
comercio con el olvido
para salvar al menos
de su rostro, ahora remoto,
un mínimo brillo,
un mínimo gesto.
El agua, de arriba y de abajo, se reúne…
El agua, de arriba y de abajo, se reúne,
entre alas y ramajes, dispuesta a ser bebida;
el barro, que acabará siendo fruto,
todavía dormita indiferente al borde del camino.
¿Qué vibra en la hierba, qué se ciñe
al grosor de la antigua profecía en tubo,
fino conducto abierto en la trama
de tierra y cielo, suma de fronda y bandada?
¿A qué llamar hermoso, a qué erróneo,
dónde sopla el Este, con qué retardo o premura
si el viento parece venir de todas direcciones
y, en su espesor y altura, algo parecido al sueño
que no es sueño, nudo que se corre
hacia una perfección pura y en pleno camino,
sin una razón aparente, se desata?
Ocre, luego púrpura, rojo violáceo, tinta del molusco
hervida entre futuros paños que ya se agitan
como ya se tumba, entre destellos, tu rostro,
a la vez desnudo y críptico,
súbita caída celeste, escombro de estrella.
Qué eficacia tienen el perdón, la piedad…
Qué eficacia tienen el perdón, la piedad.
El andén desde donde supe partir
es barrido ahora por el viento -arrastra
papeles, colillas, no mucho más que eso-.
Qué contiene bajo su ala cada hora del día
y de la noche, no consigue
alzarse del suelo hacia éste u otros soles;
una vez nos fue concedido un nombre
y por ese único nombre nos llamaron,
luego vino el olvido, después del enésimo plato
en la cena de las cenizas
cuando lo vasto se volvió breve
y lo breve se convirtió en infinito.
Qué perdón para la casa y quien la habita,
qué piedad para el que anda ciego
bajo las lluvias de estrellas;
como animales nos guiamos por el olor
y cuanto huele, a leche o a sangre,
en vez de orientarnos nos extravía.
Qué revelación esperar, qué chispa en el cobre.
La palabra metida en una ampolleta
guardada bajo cien llaves:
en qué momento hablar,
en cuál hacer silencio
para oír, antiguo e inmenso, el mar.