| Desde su primer 
						libro, Esta rosa negra (1961), reconocemos en 
						Oscar Hahn a un poeta “de gran intensidad y 
						originalidad”, como dijera de él Pablo Neruda. Instalado 
						de manera definitiva en el panorama de la poesía 
						hispanoamericana, su maestría radica en fusionar las 
						formas clásicas con los nuevos lenguajes y 
						metalenguajes, y llevarlos a su propio radio de acción. 
						Se vale de todo un sistema de significados 
						(derivaciones, palimpsestos, intertextualidades), que 
						adquieren en su imaginario una fuerza centrífuga que 
						arrastra al lector por aguas profundas e inesperadas. 
						Nada le es ajeno. Todo le resulta funcional a la hora de 
						abordar la página en blanco. Sus fuentes son variadas y 
						abarcan desde el cine y las bellas artes hasta la 
						cultura pop. Hahn entiende la importancia de cada 
						palabra, la labor que exige el proceso creativo, la 
						síntesis contenida allí.  Las presentes 
						conversaciones tuvieron lugar en el transcurso del 2015 
						y parte del 2016, y registran los 
						pormenores de una vida y obra singulares, que 
						permanecerán en la historia literaria como un 
						testimonio vivo de su tiempo. 
						(M.M.)  Sería 
						interesante conocer tu impresión sobre algunos grandes 
						autores que conociste: Sorescu, Carver, Borges y algún 
						otro que quisieras mencionar.  A Marin Sorescu, 
						gran poeta rumano, lo conocí el año 1971 en el Taller 
						Internacional de Escritores de la Universidad de Iowa. 
						Nos hicimos muy amigos. Andábamos juntos para arriba y 
						para abajo conversando de todo, hasta de fútbol. Con los 
						demás él era muy tímido y retraído. Nos tradujimos 
						mutuamente. Un día me invitó a comer a su departamento. 
						Me dijo que venía a visitarlo por un par de días un 
						amigo suyo que vivía en Chicago. Yo no tenía muy claro 
						quién era ese amigo porque no capté bien el nombre. De 
						repente, casi al final de la comida, caí en la cuenta de 
						que era nada menos que Mircea Eliade y casi me dio un 
						patatús. Un señor muy sencillo, corriente, de 
						conversación agradable. Nada en su actitud te hacía 
						pensar que era uno de los grandes pensadores del siglo 
						XX. Después, cuando ya sabía quién era, hablé bastante 
						con él sobre su libro Lo sagrado y lo profano. 
						Con Raymond Carver me ocurrió algo curioso también. El 
						primer semestre de 1978 estuvimos viéndonos casi todos 
						los días con otra gente, en un café. Pero para mí era 
						simplemente Ray, un escritor más de los que pululan en 
						Iowa City. Desde luego todavía no era ni remotamente la 
						figura legendaria que es hoy día. Un tipo muy callado, 
						que siempre estaba como en la luna, pero que escuchaba 
						con mucha atención. Recuerdo que tuvimos una discusión 
						algo álgida sobre el realismo mágico. A Borges lo conocí 
						en la Universidad de Maine, durante un simposio sobre su 
						obra. La noche anterior hubo una recepción en su honor. 
						Me tocó sentarme al lado suyo y conversamos su buen 
						rato. Recuerdo que me preguntó si conocía su poema 
						“Milonga de Albornoz”. Después dijo que le habían puesto 
						música y se puso a cantar, ante el estupor general. 
						Aproveché de preguntarle por qué había excluido algunos 
						poemas en la segunda edición de Fervor de Buenos 
						Aires. También conversamos sobre el cuento “Las 
						ruinas circulares”. Aunque me habían dicho que era 
						arrogante, conmigo fue muy cordial y hasta modesto en 
						sus respuestas. Al día siguiente se le rindió un 
						homenaje en el que distintos poetas leían poemas 
						dedicados a Borges. Yo leí “Noche oscura del ojo”. Él 
						estaba sentado en la primera fila. Cuando terminé mi 
						lectura, escuché clarito que dijo: “Che, qué poema tan 
						raro”.  Jorge Luis
						Borges sin duda ha sido 
						uno de tus grandes referentes. Diversos ensayos tuyos 
						sobre el autor de El aleph 
						dan cuenta de aquello, así como el hecho de compartir un 
						creciente interés por el tema de lo fantástico. Pero al 
						hablar de su poesía, ¿por qué crees que en Latinoamérica 
						o por lo menos en Chile no parece ser tan apreciada como 
						sus cuentos y ensayos?  El caso Borges 
						pone en evidencia algo que está muy acendrado en la 
						crítica y en el periodismo cultural chileno. Me refiero 
						a esa especie de sectarismo que hay por estas tierras 
						cuando se trata de la poesía. No hablo de los años en 
						los que surgieron Neruda y Parra, sino de los años 
						posteriores, cuando estos nombres ya estaban 
						consolidados y cada uno había construido un canon. A 
						partir de ahí, todo es medido con estos dos raseros. Y 
						si alguien quiere ofrecer una propuesta distinta, la 
						tiran al patio trasero y ni siquiera hacen un esfuerzo 
						por entenderla. En esta actitud hay una especie de 
						dogmatismo inconsciente que se resiste a pensar que la 
						poesía es un fenómeno mucho más complejo de lo que ellos 
						creen. Es por eso que una obra poética como la de Borges 
						no es bienvenida en el medio local. Borges, como lector 
						inteligente y bibliotecario de vocación, es 
						fundamentalmente un poeta del intelecto y de inusuales 
						lecturas. De esos materiales se nutren sus poemas. A 
						este tipo de escritor Neruda lo llama “el frenético 
						libresco”, y Parra “el Poeta Ratón de Biblioteca”. A 
						ciertos críticos les cuesta entender que más allá de 
						Chile hay otros cánones y otras tradiciones poéticas. En 
						el mundo anglosajón la poesía de Borges es muy bien 
						recibida, porque ahí existe desde hace un par de siglos 
						o más, una poesía de la cultura, que remite a la 
						Filosofía, a las Letras y a otras manifestaciones del 
						pensamiento humano. Poemas tipo “Oda a una urna griega” 
						de Keats o “Himno a la belleza intelectual” de Shelley 
						aquí serían vistos como anomalías.
						  La obra 
						poética de Borges es bastante amplia. Se extiende 
						por varias décadas entre 
						Fervor de Buenos Aires (1923) y Los conjurados 
						(1985). ¿Cuál de todos esos libros te interesa más? 
						   Yo me quedaría 
						con El otro, el mismo, un libro muy singular que 
						incluye una serie de textos “culturales” muy bien 
						logrados, como por ejemplo, un poema basado en la 
						filosofía de Pitágoras, un soneto dedicado a un poeta 
						del siglo XIII, un texto basado en la leyenda del Golem, 
						otro en la Odisea, un homenaje a John Milton, otro a 
						Emanuel Swedenborg y varios más de temática parecida. 
						Borges no tiene ningún problema en pasar del verso libre 
						al metro rimado. Varios de esos poemas son muy 
						originales y sin complejos para desplegar la forma que 
						requieren. Ahora, si uno examina esta poesía sin 
						prejuicios, tiene que llegar a la conclusión de que 
						representa una forma distinta de audacia. Por la fecha 
						de su publicación, 1964, a ese libro le habría 
						correspondido adscribirse al canon conversacional y de 
						compromiso político de los sesenta. Pero nada, Borges se 
						atreve a nadar contra la corriente y corre el riesgo de 
						que lo acusen de ser algo así como un reaccionario de la 
						poesía, lo que por supuesto hicieron. Tú comprendes que 
						personas para quienes el mundo entero está compuesto de 
						un par de cánones nacionales y punto, el hecho de que un 
						señor escriba poemas sobre los temas que acabo de 
						mencionar les produce urticaria, y de inmediato le 
						cuelgan, además, el sambenito de cerebral y 
						europeizante. Y eso que Borges, en ese mismo libro, 
						incorpora poemas de tema argentino. Nadie está pidiendo 
						que toda la poesía tenga que ser como la que practica 
						Borges en su vertiente intelectualista, pero tampoco 
						toda la poesía puedes ser como la que preconizan algunos 
						americanistas profesionales, cuya conocimiento de las 
						raíces americanas es tan libresco como el conocimiento 
						que tiene Borges de las literaturas germánicas. ¿O me 
						vas a decir tú que mucha de la información que maneja 
						Neruda acerca de América en el Canto General no 
						la obtuvo leyendo libros, repito, libros, de historia y 
						geografía? ¿O todo lo que dice ahí es fruto de su 
						experiencia personal? Claro que no, y él lo reconocía, 
						porque muchos de esos libros, que él había coleccionado, 
						eran primeras ediciones o documentos de gran valor 
						histórico. Es por eso que uno siempre tiene que valorar 
						el pluralismo estético. Que haya las más diversas 
						propuestas y que cada cual proponga o elija la que le 
						apetezca, sin exclusiones a priori. Neruda y Parra sí, 
						Borges y Octavio Paz también, y también Sor Juana, 
						autora de ese complejo poema del intelecto que se llama 
						“Primer sueño”, y por supuesto toda la variedad de 
						proyectos que sólo pueden enriquecer a la poesía. 
						
						  Sin duda, hay 
						pocos poetas tan esenciales como Vallejo, pocos tan 
						conscientes del oficio, de las posibilidades del 
						lenguaje, pero a la vez tan profundamente humanos ¿Qué 
						nos puedes decir al respecto?  Si tú examinas la 
						evolución de César Vallejo puedes observar que nunca se 
						quedó estancado o marcando el paso en una determinada 
						forma de expresión poética. Los heraldos negros 
						es un libro posmodernista, con algunos resabios del 
						modernismo; Trilce es un libro vanguardista, y 
						Poemas humanos es posvanguardista avant la lettre. 
						Lo mismo España, aparta de mí este cáliz. Es 
						decir, en su trayectoria va evolucionando al mismo ritmo 
						que evoluciona la poesía hispanoamericana, y muchas 
						veces hasta se adelanta. Vallejo nunca deja de tener una 
						voz propia, inconfundible, y su originalidad jamás suena 
						buscada o rebuscada. También es notable la impresión de 
						autenticidad que dejan sus poemas. El lector siempre los 
						percibe como expresión de experiencias intensamente 
						vividas y sufridas. Con Trilce, publicado en 
						1922, es decir, el mismo año que el Ulises de 
						Joyce y la Tierra baldía de Eliot, entra de plano 
						en la vanguardia y hasta en el hermetismo y sin embargo 
						no tiene ningún problema en incluir un par de sonetos. 
						¡Sonetos!, una estructura tabú para los vanguardistas. 
						Lo subrayo para mostrar que Vallejo no era prejuicioso 
						para nada. Una actitud de verdadera libertad, muy 
						distinta a la de aquellos que se pasan la vida 
						dictaminando lo que los demás deben o no deben hacer. La 
						poesía de César Vallejo nunca deja de conmoverme 
						profundamente. No sólo uno, sino que todos sus libros 
						merecen el calificativo de “poemas humanos”.
						  Me gustaría 
						que habláramos ahora de algunos poetas nacionales 
						importantes. Excepto Gabriela Mistral y Vicente 
						Huidobro, a todos ellos los conociste en persona. 
						Empecemos con Gabriela. En tu valoración, ¿cuál de sus 
						libros es el más significativo?   
						
						  La situación de 
						Gabriela Mistral en la poesía chilena ha sido bastante 
						ambigua y hasta injusta. Por ejemplo, en el muy citado 
						libro Antología de poesía chilena nueva (1935),
						de Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim, ni siquiera 
						aparece. Tengo la impresión de que la juzgaban 
						principalmente por Desolación, que es de 1922, y 
						justamente por ese libro la consideraban anticuada y más 
						“poetisa” que poeta, aunque en diarios y revistas ya 
						circulaban muchos de los poemas que después fueron 
						recogidos en Tala. Además, todas esas historias 
						relacionadas con el suicidio de Romelio Ureta, con sus 
						poemas para niños y con su imagen de maestra de escuela 
						y madre frustrada, jugaban más bien en su contra, ya que 
						los integrantes de la vanguardia y de la crítica 
						nacional eran bastante machistas. Con los años esa 
						imagen fue cambiando, hasta que surgió la verdadera 
						Gabriela, una poeta de vida y obra muchísimo más ricas. 
						En los años 30, considerados la década de oro de la 
						poesía chilena, vieron la luz tres obras maestras: 
						Altazor, Residencia en la tierra y Tala. 
						Para mí, este último es su libro fundamental. Los poemas 
						tienen una gran densidad verbal, una respiración y un 
						ritmo muy suyos, muy mistralianos. Deslumbra la 
						sacralización que hace de las materias: el pan, la sal, 
						el agua. Y también la originalidad de sus himnos 
						americanos. No están hechos desde afuera, sino desde el 
						interior de lo autóctono. Pienso que en esta vocación 
						americanista se adelanta al Neruda del Canto general. 
						Además en Tala están varios de los poemas 
						emblemáticos de Gabriela como “Dos ángeles”, “La flor 
						del aire”, “Beber”, “Todas íbamos a ser reinas” y 
						“Canción de las muchachas muertas”. A los que yo 
						agregaría el memorable poema “Vieja”, dedicado a una 
						mujer de 120 años.           Has escrito 
						varios ensayos sobre el padre del Creacionismo e incluso 
						un libro que lleva por título 
						Vicente Huidobro o el atentado 
						celeste. ¿Podríamos suponer que su obra ha ejercido 
						cierta influencia en tu imaginario o el acercamiento más 
						bien obedece a un interés de lector?  Uno o dos 
						críticos se han referido a una supuesta influencia de 
						Huidobro en mi poesía. Yo creo que esa idea proviene 
						fundamentalmente de lo que tú mencionas, es decir, de 
						que yo haya publicado un estudio sobre Vicente Huidobro 
						y varias antologías de sus versos. Sobre esta base dan 
						por sentado que compartimos la misma estética. Sin 
						embargo, yo creo que hay más divergencias que 
						coincidencias. La teoría creacionista de Huidobro 
						sostiene que la función de la poesía es apartarse lo más 
						posible de la realidad y, eventualmente, romper 
						totalmente con ella. El poema entonces debe ser una pura 
						creación verbal, una construcción del lenguaje, sin 
						nexos con el mundo real. Yo no comparto estos conceptos 
						para nada. En primer lugar, las palabras significan y 
						ese significado remite a referentes que están en el 
						mundo real. Huidobro habla de la “imagen creada” como el 
						elemento central de su poesía y da el siguiente ejemplo: 
						“Un pájaro anida en el arcoíris”. Dice que ese fenómeno 
						sólo puede existir en y por la palabra, 
						pero jamás en la realidad. Así es. Sin embargo, pájaros 
						existen y arcoíris también. Es decir, es imposible 
						escribir un poema en el que el cien por ciento de sus 
						componentes semánticos sean imágenes rigurosamente 
						“creacionistas”, porque ese poema quedaría vaciado de 
						contenidos reconocibles para el lector. La comunicación 
						se reduciría a cero. La teoría creacionista tiene mucho 
						que ver, claro está, con la poesía de Huidobro, pero 
						nada que ver con la mía, porque yo pienso exactamente lo 
						contrario. Aún más: me ubico en las antípodas. Mi poesía 
						siempre ha estado muy afincada en lo real, en mis 
						experiencias personales, incluso cuando entra en el 
						ámbito de lo fantástico. Lo fantástico es el medio para 
						acceder a otra dimensión, desde luego, pero es otra 
						dimensión de lo real y no la invención de una realidad 
						autónoma, ajena al mundo de los seres humanos.
						  ¿Hay algún 
						poema tuyo en el que reconocerías una cierta afinidad 
						con Huidobro?  Podría ser 
						“Hipótesis celeste”. Yo lo asociaría con el Canto II de
						Altazor, porque mi poema también se desarrolla en 
						el espacio interestelar y en los dos es el escenario de 
						una relación amorosa. La diferencia quizás es que la 
						mujer del poema de Huidobro adquiere dimensiones 
						religiosas, sobrenaturales, ya que está construida sobre 
						el modelo de la Virgen María, mientras que la mujer 
						cósmica de mi poema tiene rasgos humanos, incluso 
						eróticos, descritos en un lenguaje que oscila entre el 
						tono elevado y el tono coloquial. Más allá de lo que 
						acabo de explicar, no veo ningún otro poema mío que 
						pudiera ser descrito estrictamente como “huidobriano”. 
						Ecos sueltos, quizás puede haber, pero nada medular, 
						porque, como dije, nuestras estéticas son muy 
						diferentes.  Tengo la 
						impresión de que en esto de revelar las propias fuentes 
						tú compartes la posición de Borges, que menciona las 
						suyas hasta en sus prólogos, sin inmutarse.  Por supuesto. A 
						mí no me incomoda para nada hacerlo, así que si 
						realmente pensara que algún otro poema mío tiene una 
						relación indiscutible con el creacionismo, no tendría 
						ningún problema en decirlo. Para Huidobro, en cambio, 
						esto era impensable. Su culto a la originalidad absoluta 
						lo llevó algunas veces a ocultar sus fuentes. Para 
						probarlo, bastaría comparar el poema de Huidobro 
						“Pasión, pasión y muerte” con “Viernes Santo en Nueva 
						York” de Blaise Cendrars. A pesar de mi actitud crítica 
						sobre la teoría de Huidobro y de mis reparos a algunas 
						conductas suyas, sigo teniendo la misma admiración que 
						tuve por su poesía cuando la leí por primera vez a los 
						18 ó 19 años. Yo buscaba como lector, repito, como 
						lector y no como poeta en ciernes, una alternativa a la 
						presencia agobiante de Neruda, y la encontré en la 
						inventiva de Huidobro. Su aporte revolucionario como 
						iniciador de la Vanguardia en lengua castellana y la 
						escritura de Altazor, esa obra maestra en 
						cualquier idioma, convierten a Vicente Huidobro en uno 
						de los hitos del arte de la palabra. Fue por esa razón 
						que escribí el libro Vicente Huidobro o el atentado 
						celeste y publiqué varias antologías de sus poemas. 
						Siempre he dicho que yo soy perfectamente capaz de 
						admirar a poetas cuyo canon es distinto y hasta opuesto 
						a lo que yo hago. Eso, y no alguna afinidad con mi 
						proyecto personal fue lo que me movió a leer y a 
						estudiar la poesía de Huidobro.  Tu primer 
						contacto real con Pablo Neruda se produce en Arica. Para 
						tu sorpresa, ya conocía tu libro 
						Esta rosa negra (1961), publicado por 
						la Editorial Universitaria de Santiago en la colección 
						Alerce. También fue uno de los primeros en reparar en el 
						notable poema “Visión de Hiroshima”, que leyó en el 
						manuscrito inédito. Muchos años después, en 2014, 
						publicas el libro Encuentros con Pablo Neruda, 
						mezcla de recuerdos del pasado y de estudios sobre su 
						poesía y editado por la Fundación que lleva su nombre. A 
						ver si compartes con nosotros algunas de estas 
						experiencias.  La primera vez que 
						estuve con Neruda fue en 1963, después de una 
						concentración política que hubo en Arica. Neruda andaba 
						por el norte de Chile, proclamando a los candidatos 
						comunistas al Parlamento. Me lo presentó un dirigente 
						socialista amigo mío. Apenas escuchó mi nombre, Neruda 
						dijo: “Oscar Hahn, Esta rosa negra”. Sucede que 
						él era el fundador y promotor de la colección Alerce y 
						permanecía al tanto de los libros que se estaban 
						publicando con ese sello. Me dijo que quería ver los 
						poemas nuevos que yo había escrito y me invitó a 
						reunirme con él al día siguiente, en un departamento que 
						le habían prestado. Estuvimos más de tres horas hablando 
						los dos solos, oportunidad que muy poca gente debe haber 
						tenido, porque siempre andaba rodeado de una corte de 
						admiradores y dirigentes del partido que lo protegían. 
						Le llevé 6 poemas. Los leyó ahí mismo, delante mío. Fue 
						comentando cada poema, pero se detuvo en “Visión de 
						Hiroshima” y me pidió que se lo enviara en su nombre al 
						crítico Hernán Loyola del diario El siglo, cosa 
						que nunca hice. Curiosamente, un tiempo después, el 
						poema apareció en ese mismo diario, porque Hernán 
						Loyola, sin tener ni idea de mi conversación con Neruda, 
						lo había visto en una revista y lo quiso reproducir. 
						Después estuve con Neruda varias veces. Recuerdo una 
						conversación que tuvimos el año 69, en una casa que 
						estaba junto al mar, también en Arica. Yo le pregunté 
						sobre sus amigos García Lorca, Miguel Hernández, 
						Picasso, y hasta de la musa que inspiró los 20 poemas 
						de amor y una canción desesperada. Me confidenció 
						que eran varias mujeres y no una sola como se creía. Y 
						agregó: “Pero no le cuentes a nadie”. Este hecho no fue 
						conocido públicamente hasta después de su muerte. Neruda 
						era bastante generoso con los poetas, jóvenes o no tan 
						jóvenes. Incluso llegó a escribir prólogos para sus 
						libros, con el fin de darles un espaldarazo y facilitar 
						su publicación y difusión. Siempre se ha hablado del yo 
						descomunal que surge de la poesía de Neruda, pero una 
						cosa es el yo poético y otra el yo real. A mí me pareció 
						una persona relajada y afectuosa, y en ningún momento 
						sentí que fuera arrogante o egocéntrico. También 
						conversamos sobre las polémicas con Pablo de Rokha y 
						Vicente Huidobro. Me dijo que él nunca había tomado la 
						iniciativa de atacar a nadie. “Yo sólo respondí los 
						ataques que me hicieron a mí”, puntualizó.  Hablemos 
						ahora de  Nicanor Parra. Ya han 
						transcurrido más de sesenta años desde la aparición de
						Poemas y antipoemas en 
						1954.  ¿No crees que ya es hora 
						de  evaluar la antipoesía? 
						  Supongo que sí. 
						A ver, junto con Octavio Paz y Ernesto Cardenal, Nicanor 
						Parra fue uno de los renovadores de la poesía 
						hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX. 
						Cuando estaba dominada por el magisterio abrumador de 
						Neruda, se atrevió a proponer un proyecto que era el 
						exacto reverso del canon nerudiano. Frente a la imagen 
						del vate como ser superior, que se expresa en un tono 
						serio y elevado, Parra instala la figura del antipoeta, 
						un individuo común y corriente, que habla en el lenguaje 
						de todos los días. Y frente al orden establecido; frente 
						a la solemnidad y a la seriedad, replica con la 
						desacralización, la irreverencia y el humor, a través de 
						la antipoesía. Todo eso está muy bien, si lo tomamos 
						como una opción valiosa, dentro de las 
						varias propuestas que existen y han existido en la 
						historia de la poesía. Pero presentar la antipoesía como 
						la sepulturera de la poesía no me parece verosímil. “La 
						poesía terminó conmigo”, dice Parra por ahí. Cosa que ni 
						ocurrió ni ocurrirá, porque la antipoesía no es un 
						género literario aparte, independiente, como la novela o 
						el teatro, sino una línea o tendencia dentro del mismo 
						género llamado poesía. A lo que se opone la antipoesía 
						es a un cierto tipo de estética, llámese modernismo, 
						poesía pura, creacionismo, nerudismo o como se la quiera 
						llamar. A fin de cuentas, un antipoeta es un poeta, ¿no?
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