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Marco Antonio Francisco Campos Álvarez
Tostado (Ciudad de México, 23 de febrero
de 1949) es un cronista, ensayista,
narrador, poeta y traductor.[ Estudió
leyes en la Facultad de Derecho de la
Universidad Nacional Autónoma de México. |
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MARCO
ANTÓNIO CAMPOS
El
viajero en el andén:
la poesía de José
Emílio Pacheco
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POESÍA Y POÉTICA
José Emilio Pacheco repetía a
menudo la sentencia de Ezra Pound: “La poesía
debe estar escrita tan bien como la prosa”. Esto
se articularía con lo dicho en su magnífico
poema a Flaubert: “Todo escritor debe honrar el
idioma”. Podemos decir que ambas sentencias él
las cumplió cabalmente en su poesía y en su
literatura.
Como lo llevaban a cabo de manera magistral
Jaime Sabines y el español Claudio Rodríguez -ya
tomándolos como asunto del poema, ya dándoles un
giro, ya haciendo un nuevo juego verbal-,
Pacheco buscó darles una nueva vida al lugar
común y a las frases hechas, como: “tener los
pies en la tierra”, “morir como un perro”, “con
la cola entre las patas”, “andarse por las
ramas”, “Pasársela como ostra”… Una de las
causas por las que José Emilio corregía tanto,
aun después de publicado, tanto en poesía como
en prosa, era porque sabía que, ante lo que uno
escribe, debe dudar. No pocas veces, en
momentos de escepticismo, pudo preguntarse por
qué y para qué pulir un lenguaje ya seco o
desgastado, si la poesía estaba agotada. Aun en
algún momento de hartazgo, Pacheco recriminó
agriamente: “Ya no hay nada capaz de
alimentarme, poesía./ Muérete de ti misma/ o por
favor ya cállate.”
En sus poemas, al menos desde No me preguntes
cómo pasa el tiempo (1970), luego de sus dos
primeros libros (Los elementos de la noche,
1963, y El reposo del fuego, 1966), hay
una idea base, o si se quiere, más de una idea.
Pacheco siempre cuenta algo. Contra las
pirotecnias y los fuegos fatuos de las
vanguardias, contra el hermetismo donde
encontramos muy pocas veces el corazón del
poeta, contra un barroquismo que separa con su
fioritura al autor del lector, Pacheco
apostó por una poesía legible pero con secreto,
o como decía el checo Jaroslav Seiffert, que
algo quedase oscuro, aun para el autor.
Lo que era visto antes del siglo XX más como
terreno de la prosa -el tono conversacional, la
detallada cotidianería o la descripción de la
ciudad-, se volvió una parte esencial de la
poesía hasta nuestros días. Pacheco, como
Fernando Pessoa y el propio Jaime Sabines, los
llevó al exceso, pero como ellos a menudo
ocultaba dentro del poema consideraciones
metafísicas: el problema de Dios, la reflexión
sobre la muerte, el despiadado paso del tiempo,
el ser y el no-ser… Inclusive algunos títulos
son expresiones coloquiales: No me preguntes
cómo pasa el tiempo, Irás y no volverás,
Desde entonces, Tarde o temprano…
Como Borges, de otra manera que Borges, JEP
buscó la sencillez en la forma y la complejidad
en los contenidos. Sencillos, directos, secos,
algunos poemas son, sin embargo, de una honda
complejidad psicológica. Dentro de los
incontables poetas que José Emilio leyó, tengo
la impresión de que sus dos poetas
paradigmáticos del siglo XX fueron, en lengua
española, Ramón López Velarde, y en otro idioma,
T. S. Eliot. Y sin embargo, no se parece nada a
ellos. O por eso. En cambio, hallo una
profunda afinidad en los temas y el tratamiento
del poema con un poeta casi gemelo, que él
tradujo, o si ustedes quieren, trasladó o vertió
a nuestra lengua: el polaco Zbigniew Herbert.
Hay en ambos un lenguaje donde parece no
contarse gran cosa, pero de pronto percibimos
cosas y hechos terribles. En una reseña
lejanísima de 1970 de No me preguntes cómo
pasa el tiempo, yo notaba sobre todo un
autor que estaba detrás de su obra sin verse:
Jorge Luis Borges. Yo diría que ahora, aun sin
verse, la gran sombra en la obra poética y de
prosa de Pacheco fue Jorge Luis Borges: todo lo
aprendía de él para huir inmediatamente de él.
Baste recordar que Pacheco escribió un libro
sobre el argentino y denominó el siglo XX como
El Siglo de Borges.
En
cuanto a la música de sus versos, me parece que
casi siempre hay una música ligera, suave,
cambiante, como la música de Debussy, de Erik
Satie o mucha de la de Mozart, ese Mozart cuya
música admiró más que a ninguna, es decir, un
verso sin estridencias, sin gritos, lo cual da
más fuerza y hace más terrible lo que a menudo
cuenta.
Para
Pacheco todo era poetizable. Baste recordar
piezas líricas con un tema mínimo: al pulgar de
una mano, a la pulpa del fruto de la granada, a
los tres días de la camelia, a un tenedor, a una
S que da la imagen de un personaje sinuoso, a la
letra O,
que no llama a la luna en español como en el
inglés donde se vuelve doble…
Pacheco
fue un maestro del poema breve y brevísimo. Yo
diría que en los casos de poemas extensos de
Pacheco, son, o al menos me parecen, una
sucesión de fragmentos o piezas cortos. Véase,
por ejemplo, su libro-poema “El reposo del
fuego” o la “Elegía del retorno”, su larga
composición sobre el aciago terremoto en la
Ciudad de México en septiembre de 1985. Aún más:
hay un poema, “A quien pueda interesar”, que la
investigadora andaluza Francisca Noguerol
reproduce en un notable y documentado prólogo,
el cual explica lo que pensó José Emilio que
terminaría siendo su obra: “Otros hagan aún el
gran poema,/ los libros unitarios, las rotundas/
obras que sean espejo de armonía./ A mí sólo me
importa el testimonio/ del momento inasible, las
palabras/ que dicta su fluir el tiempo en
vuelo./ La poesía anhelada es como un diario/ en
donde no hay proyecto ni medida:”
Eso:
un Diario poético. Lo pequeño y diseminado para
hacer lo grande. Una vasta obra hecha a lo largo
de casi sesenta años, y que si se separara poema
por página, quizá darían las 2,500 páginas.
Un
amplio número de los poemas de Pacheco tienen
dos bases, como en buena parte de la poesía
europea del siglo XX: conocimiento e ironía.
Conocimiento, porque a menudo parte del hecho
cultural, artístico o histórico; en cuanto a lo
otro, es una ironía amarga, negra, contra los
otros pero también contra sí mismo. Esa ironía a
veces traza lo ridículo y lo irrisorio hasta
volverlo caricaturesco, como hallamos en cuadros
de grandes pintores flamencos como el Bosco,
Brueghel y mi muy admirado James Ensor, o entre
los mexicanos, el genial grabador José Guadalupe
Posada y José Clemente Orozco, quizá el mejor
pintor latinoamericano del siglo XX.
Pacheco
entendía que la poesía era siempre un borrador y
que cada poema formaba parte de un infinito
poema colectivo. Muchos poemas de él, en su
versión final, fueron antes poemas publicados
que corrigió, los cuales a su vez tuvieron otros
borradores. A su vez Pacheco creyó, como Borges,
que su poesía formaba parte del infinito poema
colectivo que han escrito todos los poetas desde
siempre, poema que sigue haciéndose y
deshaciéndose y seguirá haciéndose y
deshaciéndose en el futuro. Es decir, para José
Emilio no hubo
noción de autor:
todos los poetas en la historia son uno solo y
escriben un solo poema y podrían llamarse
Anónimo o Todos.
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José
Emílio Pacheco |
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FORMAS POÉTICAS
José Emilio trabajó
en poesía diversas formas, géneros y metros:
verso libre, verso blanco, el epigrama, el poema
en prosa, el soneto, la lira, la casida, la
fábula, el haikú… Él sabía que no importaba lo
que se escribiera, sino el objetivo era de hacer
una buena tarea, porque a fin de cuentas, como
escribía su admirado T. S. Eliot, sólo hay
versos buenos, malos y el caos.
Los
epigramas de José Emilio parecen –se sienten-
como una puñalada en corto en el estómago, una
tasajeada en el rostro, un golpe seco en el
rostro que se recibe sin esperarse. Buen número
de finales son como un martillazo inesperado.
Pongo dos ejemplos: “Levantas una piedra y los
encuentras/ ahítos de humedad, pululando”
(“Envidiosos”), y: “Ya somos todo aquello/
contra lo que luchamos/ a los veinte años”
(“Antiguos compañeros se reúnen”).
Animales, aves, fauna marina e insectos aparecen
en las fábulas de Pacheco. Quizá el primer
acercamiento lo tuvo con Juan José Arreola,
quien, como es sabido, le dictó en una semana, a
fines de los años cincuenta, su inolvidable
Bestiario.
En México hay poetas que insisten tanto sobre un
ave, un animal, una fiera que uno los acaba
relacionando, de una u otra forma, con ellos:
González Martínez con el búho, Rafael López con
el gato, Carlos Illescas con el simio, Ramón
López Velarde y Eduardo Lizalde con el tigre… En
Pacheco es difícil definirlo, porque ha hecho en
sus fábulas lo que se ha dado en llamar un álbum
de zoología o una
animalia.
En estos textos es donde se ve muy bien al
moralista despiadado. Los hábitos y lenguajes de
las aves, los animales, las especies marinas e
insectos son los de los hombres, un espejo
delator de nuestros defectos y de nuestras
miserias, pero también en estos textos puede
encontrarse que el reino animal es víctima de la
ferocidad del hombre y los animales llegan a
increparlo para demostrarle su fútil arrogancia
y su condición inferior a la de ellos.
En el poema en prosa José Emilio halló una vena
que le era del todo natural. Urdió en ellos una
malla de temas, de subtemas y microtemas.
Ninguno de sus poemas en prosa –escribí en otra
parte- “me impresiona más que ‘La conspiración’,
breve obra maestra, donde un acto ajeno –el
suicidio de una muchacha- llena de culpabilidad
para siempre a un grupo de amigos”.
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EL POETA Y LA POESÍA
El poeta
ha sido visto de múltiples maneras: estando del
lado del demonio (William Blake), o como
pararrayos celeste (Darío), o como un pequeño
dios (Huidobro), o como un gran fingidor
(Pessoa). Para Pacheco, según le contesta en un
poema a George Moore, lo que es y ha sido su
vida está en su propia poesía, y para mí tiene
razón, porque la obra de un poeta es la historia
del alma, es decir, lo más profundo e íntimo que
hay en nosotros, y eso está en nuestra poesía.
Muy
joven, en una de sus reprensiones a la poesía,
José Emilio escribió: “La perra infecta, la
sarnosa poesía,/ risible variedad de la
neurosis,/ precio que algunos pagan/ por no
saber vivir”. Los primeros son versos muy duros,
tal vez escritos en un momento de rabia, pero
con el último verso es difícil, en alguna
medida, que no se identifiquen muchísimos
poetas.
También
muy joven José Emilio destacó que la poesía,
como se observaba desde el Romanticismo, por un
lado, atestigua el sufrimiento, y por otro, es
un arte que pocos leen y muchos detestan. En una
sociedad donde desde hace dos siglos el dios
tutelar es el dinero, el poeta, el verdadero
poeta, es a la vez el iluminado y el marginal.
No es otra una tesis central del ensayo de
Baudelaire sobre Edgar Allan Poe. ¿Cuántas veces
no hemos oído: “Es poeta”, para decir
despreciativamente que ese hombre o esa mujer
son unos parásitos sociales que no trabajan ni
producen dinero o viven en la luna de Valencia o
simplemente en la luna? En una sociedad
consumista es algo incomprensible y reprensible
comprar
versos. Es una
contradictio in
adjecto.
Pero el
que me parece uno de sus poemas más amargos y
crueles se llama, precisamente, “Vidas de los
poetas”. Permítanme transcribirlo: “En la poesía
no hay final feliz./ Los poetas acaban/ viviendo
su locura./ Y son descuartizados como reses/
(sucedió con Darío)./ O bien los apedrean y
terminan/ arrojándose al mar o con cristales/ de
cianuro en la boca./ O muertos de alcoholismo,
drogadicción, miseria./ O lo que es peor: poetas
oficiales,/ amargos pobladores de un sarcófago/
llamado Obras completas”. Cita a Darío, pero al
que apedrean los niños podría ser Verlaine y el
que se arroja al mar es Auden y los que viven su
locura son, entre muchos, Hölderlin, Gérard de
Nerval y Emile Nelligan, y el que se traga la
pastilla de cianuro es el mexicano Manuel Acuña
y los muertos de alcoholismo, drogadicción y
miseria sencillamente no podrían contarse.
Pero
preferible eso a ser el Poeta Oficial, es decir,
vivir reconocido y exaltado por el
establishment,
eso, que disfrazada o abiertamente, buscan o
quisieran algunos.
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TEMAS ESENCIALES
No hay
la obra o el libro unitarios, pero José Emilio
ha aspirado a la unidad en el tono y en los
temas que trata. De los principales temas, el
primero, me parece, es la fugacidad irremisible:
lo que se fue, lo que no fue, lo que ya no está,
lo que cambió para mal y ya no podemos
modificarlo, lo que pudo ser y nos entristece su
vacío, lo que ya no veremos o si lo vimos se
olvidará.
Un
segundo tema, me parece, es que los seres
humanos somos los “dueños del vacío”, somos
nadie
y acaso sólo
alguien cuando
conocemos un instante de amor, de amistad, de
solidaridad o de alegría. Pero eso casi nunca
pasa. No en balde una de las palabras favoritas
de José Emilio es “nunca”, y a veces aun llega a
decir, “nunca, nunca”, “nunca más”. Nunca más
habrá la experiencia que vivimos y al lugar que
llegaremos la inmensa mayoría de las veces es
ninguna parte. ¿Qué nos queda?, diría José
Emilio. Hacer nuestro trabajo, una y otra vez,
innumerablemente, aunque sea inútil. Por eso, ya
mencionado o aludido, un personaje de la
mitología griega aparece varias veces en sus
poemas y encarna muy bien lo anterior: Sísifo.
Ese personaje del que partió Albert Camus para
escribir a los 28 años su libro (El
mito de Sísifo),
libro que nos marcó tanto en su momento, y que
más que con ningún otro personaje de la
mitología el hombre se identifica. El hombre
debe subir con la roca, y cuando va a llegar a
la cima de la montaña, la roca cae, y el hombre
baja y vuelve a subirla, y así una y otra vez,
pero en uno y otro y otro ascenso, cuando va a
llegar a la cima y la roca cae, comprende en ese
momento que es feliz y la lucha ha valido la
pena.
Un tercer tema de José Emilio es el horror del
mundo o el horror al mundo que nosotros mismos
creamos. No en balde el fratricida Caín es
nuestro verdadero padre. Nuestra raza es la de
los cainitas. No en balde también podemos llegar
a parecernos a ese niño de siete años que no
quiere ver la muerte del cerdo pero que acabará
tragándoselo como un cerdo. Como en Franz Kafka
hay la culpa y la Culpa, y a veces, como en
El Proceso, en los poemas del mexicano no
sabemos cuál fue la culpa que cometimos para que
se nos castigue funestamente.
Un
cuarto tema de José Emilio es el Poder, o más
específicamente, contra el Poder. Recuerdo que
en los años sesenta y setenta no había casi
lectura o conferencia en que alguien del público
al final no se levantara y preguntara al
expositor o lector si la poesía no debería estar
al servicio de las mayorías desposeídas y si no
creía en la literatura comprometida. Al oírlos,
yo recordaba dos frases. Una de García Márquez:
“El deber de todo escritor revolucionario es
escribir bien”; la otra, de Borges, quien
ironizaba contestando que aquello de literatura
comprometida le sonaba como a “equitación
protestante”. Al principio José Emilio escribió
poemas sobre Vietnam o el Che, pero muy pronto
advirtió que lo mejor era hacer de lo particular
algo general. Que un tirano fuera todos los
tiranos y una víctima todas las víctimas, y que
aun la víctima, si las circunstancias lo
deparaban, podía ser el peor de los victimarios.
En su poesía el tirano, cuya persona es algo
aterradoramente invisible, se nos vuelve por sus
actos terriblemente concreto, aquí y en
cualquier parte. Basta leer los epigramas
excepcionales del primer capítulo de su libro
El silencio de
la luna
(1996). Al cortesano no le importa serlo con tal
de que el tirano lo premie, y si el cortesano
llega al poder será igual de tirano que a quien
sirvió, o simplemente el cortesano doblará tanto
la cerviz que su nariz topará con su pie y un
día lo tirarán de un puntapié para abajo…
¿La
historia nunca es la misma? Para José Emilio la
historia, con todas las variaciones que se
quieran, se repite: el hombre es el lobo del
hombre y en la república de los lobos, todos,
bien o mal, aullamos, y desde siempre el pez
grande se ha comido al chico y las leyes existen
y en su nombre se cometen toda suerte de
crímenes e injusticias.
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LAS CIUDADES DEL POETA
1. Ciudades mexicanas:
José Emilio fue ante todo un poeta urbano y el
centro de su mundo fue la Ciudad de México. Sin
embargo, nuestra ciudad representó asimismo una
ciudad de horror, y si se quiere, en momentos,
una visión apocalíptica. La muy Noble y Leal
Ciudad de México, como se le exaltó por siglos,
se vuelve en una línea de JEP “la innoble y
letal Colonia Penitenciaria”. En esta ciudad
que, quizá hasta los años cincuenta, lo normal
era ver el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl con
sólo voltear hacia el oriente, o la serranía del
Ajusco al mirar hacia el sur, ahora sólo
encontramos un sinfín de edificios que nos han
robado aun la vista al cielo. Esa ciudad que
Pacheco, en 1985, luego del terremoto, dibujó en
toda la dimensión de su desastre: “México en el
páramo/ que fue bosque y laguna/ y hoy es terror
y quién sabe”.
La otra ciudad mexicana es Veracruz, el puerto
de la infancia, a la que Francisca Noguerol le
da una gran importancia como fondo e influencia
de su vida y tema recurrente en sus poemas y su
narrativa.
2.- Ciudades en el mundo:
José Emilio viajó numerosamente por Europa y
América. De las ciudades y los paisajes quedaron
muchos instantes en su poesía: el trazo del alba
en Montevideo; Ontario y el lago Eire perdiendo
sus especies; Montreal y el río San Lorenzo
congelado en el duro invierno; el océano visto
en California; el Mississipi en Nueva Orleans
que ha estado desde siempre y estará siempre;
Londres a través de los cuadros de Whistler con
una cita de T. S. Eliot vista como una ciudad
irreal (“unreal city”); la música de
una fuente -el agua es sólo música- en Valencia;
volver a vivir, en el Pont de la Tournelle
parisiense, la experiencia de Ungaretti que
miraba “l’illimitato silenzio di una ragazza
tenue”; la contemplación quevediana de una
Roma ruinosa; una macabra visita en Viena a la
cripta de los Habsburgo en la iglesia de los
Capuchinos para ver el mínimo sarcófago en que
quedó el Kaiser von Mexico (Maximiliano);
la niebla que hace contradictoriamente más real
a Bogotá como una ciudad fantasma, e imágenes de
Santiago y Lima y Río. Quizá para no olvidar la
ciudad en que estamos, como un homenaje a la
ciudad en que estamos y en la que él vivió,
valga recordar su breve pieza “Salamanca: un
ángulo de Tormes”, en la que dibuja un
crepúsculo viendo al río: “Diafanidad/ repentina
en la tarde opaca./ Último sol/ Minutos antes de
que lo humille la sombra./ ¿Qué será de estos
árboles/ Cuando no pueda verlos/ El día que se
ha marchado para siempre?”
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FINAL
Para
finalizar me gustaría citar algunos versos que
resumirían mucho la visión del mundo de JEP: “Y
los amigos se van. Son viajeros en los andenes”
(…) “Mañana/ dejaremos de nuevo la vida para
mañana” (…) “Los paraísos duran un instante” (…)
“No quiero nada para mí, sólo anhelo/ lo posible
imposible: un mundo sin víctimas” (…) “Bajo el
nombre del Bien/ el Mal se impuso”.
Dos
palabras compendian para mí la lectura total de
su poesía: desasosiego y descorazonamiento.
En un
artículo que escribí hace unos años, repasaba
las lecciones que había recibido de José Emilio
Pacheco desde cuando lo conocí, por mayo o junio
de 1970, hasta el año que le dieron el Premio
Cervantes. Como en ese artículo le volvería a
decir, aun si ahora, lo sé, ya es demasiado
tarde: Gracias, muchas gracias, José Emilio,
cronista mayor de nuestra época, poeta mayor.
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