El 12 de octubre se cumplieron ciento veinte
años del nacimiento de un gran poeta europeo:
Eugenio Montale (1896-1981). Aunque resulte hoy
difícil concebirlo, a comienzos del siglo XX el
lirismo italiano vivió un periodo fundacional.
De tal calibre que fue conocido como “la grande stagione poetica”, donde
sólo
parecían erguirse las dos cumbres aisladas del
(mal llamado) “hermetismo”: nada menos que
Giuseppe Ungaretti (1888-1970) y el único que
merece aproximársele: Eugenio Montale.
El nivel de exigencia que esta poesía se hizo a
sí misma, en lo estético y ético
indisolublemente unidos, se intentó devaluar
aludiéndola como impenetrable o sellada. Pero
esa experiencia lírica fue casi de inmediato
valorada y comprendida, tuvo amplísimo eco, se
incorporó a la cultura viva no sólo de su país
sino también de Europa o más allá.
En esa línea intensa y evidente, densa y
enriquecedora, está Eugenio Montale, una voz
absolutamente original: “Felicidad lograda, se
camina / por ti en filo de espada. / Al ojo eres
vislumbre que vacila, / para el pie, tenso hielo
que se raja; / y no te toque entonces quien más
te ama.” Hombre de pocas y fecundas palabras,
que sin apuro se despliegan en sus tres primeros
y hondos libros (“Huesos de jibia”, “Las
ocasiones”, “La
tormenta y demás”), el Premio Nobel de
Literatura en 1975 vino a coronar, al menos esta
vez, una obra y una vida absolutamente
despojadas de vanagloria y exhibicionismo.
Cuidadosamente atento a su materia y a su canto,
en una demostración de infinito pudor y de casi
inefable artesanía, el lirismo de Montale dejó
anidado en la cultura occidental, con esos tres
primeros libros indelebles, un fermento no por
silencioso menos eficaz, una auténtica lección
de moral. Que no se aquieta y que no cesa.
El adjetivo “hermético” no deja de arrastrar
diferentes y hasta contrapuestas perspectivas.
Una de las cuales podría ser (aunque
superficialmente, claro) el supuesto desinterés
cuando no la indiferencia por su sociedad y sus
semejantes. Pero ese matiz injusto mal podría
caber a Montale. No sólo estampó su firma en
aquel legendario manifiesto antifascista de
1925, encabezado por Benedetto Croce. Sino que,
habiendo sido
designado
en 1929 director de una célebre y respetada
institución científico-literaria, el
Gabinetto
Vieusseux, diez años después el régimen fascista
lo dejó cesante al no aceptar ser afiliado.
Contemporáneo ilustre de Ungaretti, aunque algo más joven Montale no
vaciló en afirmar: “Él solo, en su tiempo, logró
aprovechar la libertad que ya estaba en el aire,
los otros no supieron qué hacer con ella, y
cambiaron de oficio o gimieron
incomprendidos...”.
No es casual, entonces, que Eugenio Montale
haya sido de los primeros en advertir las otras
dos altas cumbres, decididamente individuales,
de aquel gran momento lírico: “la naturaleza más
personal y más oscura del mensaje bárbaro
de Dino Campana” (1885-1932), un auténtico
“poeta maldito”, y la escondida intensidad
melancólica y cotidiana de Umberto Saba
(1883-1957).
El mismo Saba, de madre judía, que sólo abandonó su Trieste natal
durante aquel período, siniestro, en que se vio
obligado a
refugiarse
en Florencia, donde cambió hasta once veces de
domicilio, escapando de las inicuas leyes
antisemitas del fascismo (y donde la figura de
Ungaretti se ilumina por haberlo ocultado en su
casa), siempre bajo el temor de ser deportado a
la Alemania nazi. A pesar del peligro, Montale
lo visitaba casi a diario. Y no sólo eso:
lo albergó en su hogar de Roma, así como a otro
gran escritor perseguido por el racismo, Carlo
Levi.
Como lo hacían por entonces otras dos figuras significativas:
el
piamontés Cesare Pavese (1908-1950) y el
siciliano Elio Vittorini (1908-1966), en
implícita oposición al régimen, que prohibió la
antología “Americana”
del segundo, Montale traduce entonces no sólo a
Cervantes o Marlowe, sino también a grandes
escritores norteamericanos como Herman Melville,
Mark Twain, William Faulkner.
En las Notas con que cierra su tercer libro, “La
tormenta y demás”, Montale dice textualmente
sobre uno de sus poemas para mí más tocantes
pero cuya potencia, no obstante, suele ser
desapercibida: “La
primavera hitleriana. Hitler y Mussolini en
Florencia. Velada de gala en el teatro Comunal.
Sobre el Arno, una nevada de mariposas blancas.”
En cuyo largo texto, acaso nada herméticamente,
dice: “Hace poco surcó la avenida volando un
enviado infernal / entre un ulular de sicarios,
un golfo místico encendido / y empavesado de
cruces gamadas lo unció y
lo tragó, / se cerraron vidrieras, pobres
/ e inofensivas aunque también armadas / de
cañones y juguetes de guerra…”
Fue durante la segunda de las tres visitas que
Hitler hizo a Mussolini, del 3 al 10 de mayo de
1938. Quizás recién ahora alcanzo a comprender
cabalmente por qué, hace muchos años, en una
revista belga, desde el título de un sutil
ensayo ya entonces lo aludían así: “Una moral de
la poesía italiana, Eugenio Montale”.
|