La escritura es un espacio donde transita un
desfile de sombras, con paso fantasmal, las
palabras recorren su camino trazado por el
pensamiento; en ocasiones, ese pensamiento vaga
errando por galerías de una arquitectura esquiva
donde un pórtico se abre a la nada o a un
pasillo sin puertas y sin fin. Las palabras,
entonces, encienden sus propias luminarias y
deciden un sendero posible, toman algún camino,
deciden un recorrido y van dando tumbos hasta
que el andar es el propósito, ir y venir es la
respuesta a esa inmotivada marcha.
La escritura se vuelve un espacio innominado
donde el deseo de decir es menos un objetivo que
un hacer. La escritura es sólo un vehículo del
diálogo entre las sombras, en la escritura esas
palabras regresan al estado de pureza que las
puso en movimiento, son ya significación, dicen
algo. Pero regresa con ellas algo de esa
oscuridad, las palabras son portadoras de su
propia incomprensión, la luz negra de su
significado último se vuelve estigma, dicen más
de lo que enuncian, callan más que su natural
silencio, son palabras y son sombras de un
decir.
Escribir como si se tratara de un ejercicio
espiritual, una gimnasia de los fluidos de la
conciencia, un hacer que es un decir haciendo,
signos de una secreta realidad mental, palabra
sobre palabra el significado va construyendo el
espacio de una escritura que describe un hilo
del pensamiento múltiple. Ahora la palabra hunde
un tajo sobre el discurrir disperso, obliga a la
escritura a parir un pensamiento, acota, sublima
el hacer que cumple el propósito del diálogo, se
dice lo que algo dice; escritura, entonces, que
se ejercita sobre los significados de la palabra
dicha. Pero si una palabra dice un nombre de
cosa, la cosa vuelta palabra recupera un sentido
aún más alto que aquel que tuvo, cuando mera
cosa permanecía en el mundo sin hacer algo, sin
significar.
Escribir, por tanto, para ejercitar los músculos
de la conciencia apagada por los destellos de lo
real. Escribir nombrando las cosas del mundo.
Pero ¿no son las palabras cosas? ¿no son cosas
del mundo que pierden y adquieren significación
al ser enunciadas? Escritura: decir con palabras
las cosas del mundo significativo.
El hacer de la escritura nos vuelve operarios
del sistema del nombrar, decimos nombrando,
damos un sentido a ese decir, la palabra
intocada nos regresa al primigenio valor de la
cosa que se nombra. Si decimos noche, una
temible oscuridad se apodera de la página, si
decimos azul, el cielo resplandece en sus
pequeños signos.
Al nombrar el mundo y sus cosas echamos a andar
el sistema de significaciones, una misma palabra
recoge todos los sentidos posibles, por eso la
escritura nos permite edificar la creación, hay
en esos breves signos un mundo. Otras palabras
nos dirán mundos inexplorados, iremos de la mano
de esas palabras para atravesar el desierto de
la incomprensión hasta llegar al oasis que
ansiábamos conocer, beberemos las aguas de lo
real en palabras totalmente desconocidas en esta
nueva significación. Lo nombrado tendrá,
entonces, para nosotros, novedad, aparecerá a
nuestros ojos el verdadero nuevo significado que
la palabra nos ha permitido entrever, se
cumplirá el estado superior al que aspiramos, la
escritura será un espacio donde se encuentran
las cosas recién nombradas del mundo.
Si las palabras son por un momento el espacio
donde la escritura encuentra la plenitud de su
decir, si en las palabras reside el significado
superior ¿de qué materiales son hechas esas
palabras que pueden contener las formas más
puras del sentir y del pensar? Palabra:
mecanismo del pensar. Pensamiento: concreción
mental de una ilación de palabras. Sentido:
coherencia superior entre palabra y pensamiento.
Cuando escribimos nos encomendamos al espíritu
al que llamamos Musa o Diosa o Inspiración.
Entonces comprendemos que no somos nosotros, en
particular, quien habla en los textos, es algo,
alguien de más allá de nosotros quien toma la
palabra y dice el poema, eso nos da la ilusión
de que nosotros hablábamos pero es quizá el
propio lenguaje hablando en nuestra escritura.
Muchas veces hemos sentido esa impresión, la
sensación de que alguien más habla ahí en el
poema. Cuando el poema es verdaderamente bueno,
sentimos que hay ahí una respiración, un tono,
una timbre que nos rebasa, volvemos a leer la
página y sentimos que hay muchas cosas que no
podemos reconocer como propias, no sabemos cómo
ocurrió esa escritura y quizá nunca lo sabremos.
Escritura que reclama de sí un lector propicio,
un par de ojos que mitiguen el ardor de las
sonoridades, las explosiones constreñidas de sus
significaciones. Escritura que nombra al mundo
de un modo tan nuevo que las estructuras de la
realidad se conmueven por este otro nuevo
significado, así la luz se oculta en su propio
destello para regresar más plena, más luminosa
sobre los objetos que al ser nombrados adquieren
un nuevo lustre, un vigor hasta ahora
desconocido. Los objetos revelan esa luz
imprevista que los ha bañado un instante y los
ha vuelto vívidas reproducciones de su mismo
ser. La cosa intocada por la luz nunca es objeto
reconocible, es materia impura que sin contorno
se extiende en la masa difusa de su propia
oscuridad.
La luz es flujo, candela, energía medible por
otros instrumentos, por otras formas
mensurables, por otras medidas. Las palabras en
su promiscuidad toman otros sentidos de su
contexto, se asimilan a su entorno y luego es
muy difícil regresarlas a su estado primigenio,
son palabras más mundo, son significado y mundo,
están llenas de mundo, sólo de mundo es que
ahora están llenas.
Cuando volvemos los ojos de la memoria hacia
ciertas palabras llenas de significado que
escuchamos o dijimos alguna vez, percibimos que
acaso ese significado se correspondía con el
sentido que les dimos, pero que ahora, aunque
conservan su significado, su sentido se ha
perdido. Son palabras que necesitan repoblarse,
volverse mundo, decir otra vez lo que tan
puntualmente decían en aquel contexto, en esa
circunstancia remota, pero que hoy nos parecen
tan alejadas de aquellas valoraciones que
resultan impermanentes, frágiles, provisorias.
Para eso puede servir la poesía, para fijar en
algún modo las significaciones posibles de las
palabras y su sentido último.
Escribir sabiendo siempre que todo esfuerzo por
hacer realidad las palabras, volverlas cosas
acabadas, delimitadas por su propio valor, sin
asomo de voluntad humana, ellas mismas cosas del
mundo, sin mediación, sin rasgos de una
personalidad, cosas por ellas mismas, en sí
mismas, es, quizá, una posibilidad de renuncia,
de abdicación frente a la arbitrariedad del
signo, lenguaje nada más, sin historia, sin
vocación estética, sólo signos y sonidos.
Escritura que se vuelve referencia de sus
propios alcances, que ofrece una mirada oblicua
sobre los mismos márgenes de su expresión.
Escribir sobre lo escrito para comprender mejor
lo que ahí se dice, ahí donde ya no somos
nosotros lo que habla a través nuestro.
Escritura de la escritura, vuelta del cordel en
el trompo que gira y desenrolla para ovillar de
nuevo. Escritura que explica el explicarse, que
alumbra lo que va ocultando en un movimiento
inverso y correspondiente. Dicho del decir
diciéndose, del callar callándose.
Un inadecuado
análisis de la sustancia poética nos presenta el
maniqueo conflicto entre forma y fondo, esta
oposición que ya los griegos abatieron con un
tercer elemento: a la
melopea
(forma) y a la
logopea
(fondo) se le agregó un tercer elemento: la
fanopea
o el lenguaje figurado, es decir, el sentido.
Cuando una palabra dice más que su significado,
estamos ya en el terreno de la
fanopea,
cuando una palabra puede ser entendida fuera de
su significado normativo de diccionario y
trasciende esas valoraciones adquiriendo una
nueva densidad semántica, hemos alcanzado,
entonces, la iluminación de la palabra.
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