| 
								
								
								El lector: 
								Aunque José Emilio Pacheco ha abarcado de hecho 
								todos los géneros literarios, me gustaría que 
								nos abocásemos al de la narrativa. 
								
								
								El crítico: 
								Qué bueno. Me parece que él ha labrado una 
								hermosa pulsera de cuentos y dos novelas breves 
								perfectas. (Morirás 
								lejos,
								
								Las batallas en el 
								desierto).
								  
								
								Por demás creo que el 
								epígrafe central de Henry James en 
								
								El viento distante 
								(1963) podría servir para presentar su obra: “I 
								have the imagination of disaster ―and see life 
								as ferocius and sinister”. Desastre, feroz, 
								siniestro: son palabras que se nos vienen a 
								menudo a los ojos y a la mente al leer las 
								desconsoladoras ficciones de José Emilio 
								Pacheco. Trátese de lo que sea: creaciones 
								realistas, fantásticas, históricas o 
								periodísticas, el mundo está visto desde el 
								fondo de un pozo cegado. Como si Espejo Humeante 
								estuviera condenado siempre a vencer a 
								Quetzalcóatl para que la noche se haga sobre los 
								hombres. 
								
								
								El lector: 
								¿Es el verdadero fondo, ése, de su obra? 
								
								
								El crítico: 
								Es una pregunta con intención oblicua. Como 
								solución última puede serlo; en cuanto a sus 
								personajes, creo que hay tres regalos crueles 
								que la vida les proporciona: pequeñas y grandes 
								humillaciones, vivir en permanente 
								incomunicación y poseer manojos de sueños que no 
								se concretizan porque no podían de ningún modo 
								concretizarse. Es la ley del fuerte que aplasta 
								al débil pero que tarde o temprano será también 
								aplastado. Luego de recibir el golpe en la 
								mejilla, no se tiene tiempo ni de poner la otra 
								ni de devolver el golpe. Se está así, sin amparo 
								ni defensa, o como refería Heidegger, arrojado 
								en la tierra. 
								
								
								El lector: 
								La crítica ha apuntado la curiosidad innumerable 
								de Pacheco. 
								
								
								El crítico: 
								Su curiosidad apenas conoce límites. Aun en su 
								narrativa ha ensayado diversos géneros: el 
								fantástico (en varios cuentos de 
								El principio del placer, 
								en la geometría múltiple de 
								
								Morirás lejos, 
								en el final de 
								
								Las batallas en el 
								desierto); 
								la fábula (“Parque de diversiones”); la parodia 
								del cuento rural con tema religioso (“Virgen de 
								los veranos”), que prolonga a “Anacleto 
								Morones”, de Juan Rulfo, y a “Una vieja 
								moralidad”, de Carlos Fuentes: el cuento con 
								tema de la Revolución Mexicana (“La luna 
								decapitada”); la ciencia ficción política 
								(“Civilización y barbarie”); el cuento policiaco 
								(“La fiesta brava”); el de horror, que sigue las 
								direcciones que señalaron ―dividieron― los 
								narradores góticos y Edgar Allan Poe. (“Algo en 
								la oscuridad”). 
								
								
								El lector: 
								¿Y por qué esta búsqueda múltiple? 
								
								
								El crítico: 
								Para probarse. Una vez le pregunté a Arreola por 
								qué trabajaba tantos géneros; por afán de 
								conocimiento, repuso. Debió haber añadido: y por 
								afán de reconocimiento. Conocernos nosotros 
								mismos y reconocer nuestros límites. Hasta
								
								dónde 
								podemos hacer bien las cosas. Sólo que Arreola 
								se circunscribió ―como Julio Torri y Augusto 
								Monterroso― a lo breve: fábula, cuento, poema, 
								aforismo, ensayo corto… Aun 
								La feria 
								es ―me valgo de su propia y preciosa definición― 
								una exposición de bocetos. Una admirable 
								exposición de bocetos que nos dibujan una 
								historia con figuras y formas de un pueblo: 
								Zapotlán de Arreola. 
								
								
								El lector: 
								Borges dijo que le enorgullecía más lo que había 
								leído que lo que escribió. La amplitud de 
								lecturas de Pacheco tocan los espacios de varias 
								literaturas. ¿Cómo, entre tantas lecturas, 
								hablar de influencias concretas? 
								
								
								El crítico: 
								No deja usted de tener razón: literatura y 
								Pacheco, en buen sentido, son sinónimos. Por 
								demás las influencias son engañosas; hay tantas 
								maneras de influir: en la atmósfera, en el 
								estilo, en una frase que se abre numerosamente, 
								en el alma de un personaje… Sin embargo, me 
								atrevería a destacar en sus cuentos las 
								variaciones de ambiente de Henry James, la 
								fábula política de Orwell, las imaginaciones 
								únicas de Borges y Cortázar, adaptaciones de 
								color mexicano que hacía muy bien el primer 
								Fuentes, el detalle compulsivamente comprobado 
								(especialmente en 
								
								Las batallas en el 
								desierto) 
								que volvía oro Gustave Flaubert.  
								 
								
								  
								
								
								Lejos de ese énfasis nacionalista de gente menor 
								que de tan mexicano era pueblerino y que 
								penosamente pobló nuestro ambiente cultural en 
								los decenios treinta, cuarenta y cincuenta (por 
								suerte la generación a la que pertenezco no la 
								padeció tanto), Pacheco ha aplicado la 
								recomendación goethiana ―la cual siguió y 
								recomendó también Alfonso Reyes― de no vivir en 
								los años sino en los siglos. Ulises nació para 
								reconocer los mares y no para navegar alrededor 
								de Itaca. | 
							
								| 
								
								
								El lector: 
								Sólo quisiera hacer dos observaciones menores o 
								laterales sobre dos espléndidos cuentos: “Parque 
								de diversiones” y “La luna decapitada”… 
								 
								
								
								El crítico: 
								Sí, ya sé hacia dónde va. Seguramente quiere 
								recordarnos que Arreola le dictó 
								
								Bestiario 
								a JEP. En esta fábula en ocho imágenes hay 
								frases de corte arreoliano. Acaso el texto ―no 
								podría asegurarlo y tendría apenas importancia― 
								haya nacido de esta experiencia o haya dejado 
								alguna huella. Por demás el resultado es otro y 
								los separa una diferencia honda: en el de 
								Pacheco hay una visión y aun una conciencia 
								históricas. En ese sentido está más cerca de 
								Orwell que de Arreola. Agreguemos aun que 
								Pacheco mismo juega a criticarse o a jugar en 
								sus propios textos. En “La fiesta brava”, al 
								hablar de cuentos con tema prehispánico 
								(“Chac-Mool”, “La noche bocarriba”) explica el 
								aparente fondo; en 
								
								Morirás lejos 
								hay las páginas hamletianas del teatro dentro 
								del teatro para justificar la difícil solución 
								de un libreto de un sefardí perseguido. 
								
								  
								
								
								En cuanto a “La luna decapitada” no es desde 
								luego el último cuento de la Revolución 
								Mexicana. Uno de los últimos. Si no yerro ―quizá 
								haya más― lo es “Los pálpitos del coronel”, de 
								Eraclio Zepeda, parodia de la lucha 
								revolucionaria. Al realismo descarnado de 
								Azuela, de Guzmán o Rulfo, donde la despiadada 
								valentía conduce a acciones sangrientas, el 
								coronel del cuento parece un valentón de cantina 
								que desde antes de los primeros disparos ya 
								siente los pálpitos físicos del miedo. 
								
								
								El lector: 
								¿Y cuáles son los textos narrativos de Pacheco 
								que prefiere? 
								
								
								El crítico: 
								En un principio las narraciones sobre niños y 
								adolescentes. Por dos motivos: uno, que veo a un 
								autor más humano y próximo, y otro, porque 
								refleja con lealtad una niñez y una adolescencia 
								de aquellos que vivieron esas épocas de la vida 
								en los decenios de los ’40, ’50 y mediados de 
								los ’60, y que el crecimiento demográfico y las 
								espantosas transformaciones de la ciudad han 
								cambiado. Recobra un mundo que fue nuestro, que 
								tristemente fue nuestro, y que no se dará de 
								nuevo, afortunada o tristemente. Pero la pieza 
								más firme es 
								Morirás lejos: 
								cómo, en tan pocas páginas, puede asumir y 
								resumir una visión de la historia de modo 
								admirable. Es una pieza hecha con el material de 
								la roca y su forma geométrica es el círculo: 
								durará y se repetirá infinitamente. 
								
								
								El lector: 
								Usted ha escrito antes que lo más apreciable de 
								Pacheco en su narrativa es 
								Las batallas en el desierto. 
								
								
								El crítico: 
								Es difícil explicarme. Las dos son novelas 
								breves perfectas, pero creo advertir ahora en
								
								Morirás lejos 
								una ambición de totalidad que Pacheco resolvió 
								muy bien. En ella se resume históricamente todo 
								genocidio que acaezca en cualquier tiempo o 
								espacio. Es un libro caleidoscopio con infinitas 
								imágenes. 
								
								  
								
								
								Pese a haber sido 
								publicado en 1981, después de las dos versiones 
								de 
								Morirás lejos,
								
								Las batallas en el 
								desierto 
								parece más bien una prolongación, o una 
								culminación si se quiere, de su primer libro de 
								cuentos. En él hallo ahora dos historias: un 
								amor imposible del niño por una mujer madura de 
								28 años y el ambiente de nuestra ciudad en los 
								finales de la década de los ’40. Si no le 
								molesta, me puedo corregir de inmediato, y decir 
								que ésta sirve de acorde y fondo de aquélla. Sea 
								lo que fuere, lo que más me interesa es el 
								dibujo artístico de Pacheco del mundo de los 
								niños de entonces, del in-mundo político, del 
								mundito de nuestra clase media, del mundo en 
								pequeño de la colonia Roma, de usos y costumbres 
								que seguía habiendo y que comenzaba a haber, de 
								canciones y gritos de moda. No hay nostalgia 
								¿cómo iba a haberla? El pasado es tan falto de 
								misericordia, de dulzura, de tolerancia como el 
								presente. Ningún tiempo pasado fue mejor. 
								
								  
								
								
								Narrada con exceso de 
								detalle, el detalle se goza en 
								
								Las batallas 
								al volverse parte viva de la narración por la 
								precisión y el ritmo dados. Me interesa y admiro 
								el trazo de caracteres donde todo personaje está 
								pensado para ser desecho. Nadie se salva en el 
								sálvese el que pueda: ni padres, ni hermanos, ni 
								amigos, ni políticos, ni comerciantes, ni el 
								sacerdote, ni el psicólogo imbécil, ni siquiera 
								―analizándola en un segundo plano― la mujer de 
								la que el niño se enamora. 
								
								
								El lector: 
								Pero ¿por qué el título? 
								
								
								El crítico: 
								Pacheco suele combinar en sus ficciones lo real 
								y lo fantástico. Después del sueño y del 
								entresueño su literatura se hunde 
								irremediablemente en la pesadilla. Figuras y 
								formas que se vuelven fantasmas. Imagen y 
								metáfora 
								
								Las batallas en el 
								desierto, 
								según leemos, es el espacio de una escuela (“un 
								patio de tierra colorada, polvo de tezontle o 
								ladrillo, sin árboles ni plantas, sólo una caja 
								de cemento al fondo”), pero también es la lucha 
								de niños árabes y judíos (era la hora de la 
								creación del estado de Israel), y también, por 
								extensión, cada penosa lucha en el centro de una 
								vida y de la vida del mundo. 
								
								
								El lector: 
								En suma, la niñez y la adolescencia son una 
								obsesión en Pacheco. Pero ¿cuál es la causa? 
								
								
								El crítico: 
								¿Recuerda “El disco” de Borges? La niñez y la 
								adolescencia, para Pacheco, son su disco. ¿Qué 
								otra cosa nos explica como hombres sino ellas, 
								tengan menos o más forma el infierno o el cielo 
								en nuestra vida? Quizá para Pacheco sean una 
								explicación o una aclaración personales, más que 
								el recuerdo de un imposible jardín edénico. Su 
								literatura parece enseñarnos que un demonio de 
								la guardia nos vigila para que se cumpla en la 
								tierra nuestra desdicha. Porque somos culpables. 
								Porque hemos perdido el reino. Una sombra tras 
								otra en nuestra vida hasta hacer una junta de 
								sombras. 
								
								
								El lector: 
								Otra obsesión de Pacheco es la ciudad de México. 
								
								
								El crítico: 
								Pero no desde sus inicios literarios. Por 
								ejemplo, en 
								El vientos distante, 
								pese a reconocer espacios de nuestra ciudad 
								(Parque Hundido, Chapultepec) no existen nombres 
								propios. En 
								
								El principio del 
								placer los 
								hay, pero como marco mínimo; sólo en 
								
								Las batallas en el 
								desierto 
								vemos un haz de imágenes de la colonia Roma, 
								antes de que la criminalidad de los políticos 
								corruptos y de fraccionarios intolerablemente 
								ávidos la transformaran de la ciudad de los 
								palacios en la atarjea que deja caer el agua de 
								las pesadillas. No es el amplio mural que pintó 
								Fuentes en 
								
								La región más 
								transparente; 
								es un fresco en una pared, pero lleno de 
								detalles, elocuente, vívido, La otra ciudad 
								mexicana que aparece en sus ficciones es 
								Veracruz. 
								
								
								El lector: 
								¿Le parece que las narraciones de Pacheco son 
								políticas? 
								
								
								El crítico: 
								La política entra en sus cuentos en un plano 
								incidental o de detalle. Más que la política 
								hallo la historia. En la narrativa de Pacheco 
								hay una conciencia de la historia que es a su 
								vez una visión: la encarnación de la imaginación 
								del desastre. El modelo más claro es 
								
								Morirás lejos. 
								De una revisión crítica de la historia se pasa a 
								una crítica de la historia. Al buen salvaje le 
								opondría ―le impondría― el lobo sediento del 
								hombre. El jardín del paraíso en la tierra sólo 
								ha existido en los sueños geométricos de 
								Lebnitz, en la inocencia inventiva de Cándido, 
								en páginas de las utopías. La opinión final del 
								doctor Paglos ―alter ego de Voltaire― de 
								cultivar nuestro jardín, parece irónica, cuando 
								han ocurrido en el mundo las matanzas y los 
								calculados genocidios de Auschwitz y Dresde, de 
								Hiroshima y Nagasaki, del Bogotazo y Tlatelolco, 
								de Sabra y Chaatila, de la realidad del Gulag y 
								la guerra sucia de los militares chilenos y 
								argentinos, del terrorismo internacional con 
								víctimas inocentes y la guerrilla del Sendero 
								Luminoso. La ley de la selva es la verdadera 
								lectura de las Constituciones de los Estados. El 
								Derecho escrito es la apariencia para la 
								legitimación de la barbarie organizada desde 
								Roma hasta nuestros días. 
								
								  
								
								
								Como novela 
								histórica, 
								Morirás lejos 
								es una rareza en nuestra narrativa. 
								
								Terra Nostra 
								y 
								Noticias del imperio 
								lo son, y espléndidamente. La diferencia es de 
								interpretación: éstas son profundizaciones en 
								nuestro pasado; aquélla es, partiendo de tres 
								tiempos donde el pueblo judío ha sido 
								parcialmente aniquilado (Jerusalén, 72 d.c., 
								España, 1492, Segunda Guerra Mundial, 
								1939-1945), una síntesis simbólica de todos los 
								genocidios. 
								
								  
								
								
								Hans Magnus 
								Enzensberger, en su excepcional ensayo “Fray 
								Bartolomé de las Casas, una retrospectiva al 
								futuro”, al interpretar la 
								
								Brevísima relación de 
								la destrucción de las Indias 
								(1552), hacía ver cómo el genocidio de los 
								colonizadores españoles contra los antiguos 
								mexicanos era un modelo tipo de todos los 
								genocidios que cometen y cometerán los imperios 
								en su ambición aciaga de poder, sean de la 
								ideología que fueren, y hayan ocurrido antes, u 
								ocurran ahora o después. Asombrosamente por el 
								tiempo que publica su ensayo (1967), Pacheco 
								novelaba la misma idea: el genocidio es 
								inherente a los imperios o a las pretensiones 
								imperiales. De ese modo la destrucción de 
								Jerusalén y la expulsión y persecución de judíos 
								por Tito Vespasiano, la expulsión de los judíos 
								sefardíes de España por decreto de los Reyes 
								Católicos y la destrucción del ghetto judío en 
								Varsovia pudieran reconocerse, como repetición 
								alucinante, en las matanzas en campos y aldeas 
								vietnamitas que denunciaba Enzensberger: “porque 
								el odio es igual, el desprecio es el mismo, la 
								ambición es idéntica, el sueño de conquista 
								plenaria sigue invariable”. Pero Pacheco, a 
								diferencia de Enzensberger, comprende que el 
								esfuerzo de escribir “una serie de palabritas 
								propias y ajenas alineadas en el papel” es “tan 
								lamentable como la voluntad de una hormiga que 
								pretendiera frenar a una división Panzer en su 
								avance sobre el Templo de Jerusalén, sobre 
								Toledo, sobre la calle Zamenhof, sobre Da Nang, 
								Quang Ngai y otros extraños nombres de este 
								mundo”. 
								
								
								El lector: 
								Pero 
								Morirás lejos 
								tiene también otras lecturas. 
								
								
								El crítico: 
								Desde luego, y otros, más pacientes, sabrán 
								verla y analizarla como una novela política, 
								psicológica, existencialista, de horror, 
								realista, literaria, como crónica múltiple. A mí 
								me interesa en su nudo histórico. Para jugar 
								borgeanamente, la torre de Babel supone o 
								presume todas las lenguas: 
								Morirás lejos 
								supone o presume todos los hombres y todos los 
								pueblos perseguidores y perseguidos, 
								perseguidores-perseguidos, víctimas y verdugos, 
								víctimas-verdugos. Eme, como uno y todos y 
								nadie, los representa de forma individual, y 
								Roma y España y Alemania (como victimarios) y el 
								pueblo judío (como perseguido) lo representan 
								colectivamente. 
								
								  
								
								
								Todos los juegos y las técnicas literarias que 
								hay en el libro y que llevan hacia conjeturas, 
								hipótesis y réplicas, no borran el mensaje 
								prístino: una historia siniestra en la que el 
								hombre es a la vez asesino y chacal. Al último 
								se dice que el libro quiere ―quiso― ser “un 
								pobre intento de contribuir a que el gran crimen 
								nunca se repita”. Dar una gota de agua al 
								sediento, un grano de arena para levantar el 
								castillo. Pero aun en esa esperanza, intuyo, no 
								cree Pacheco. Sabe que es tan lamentable como la 
								voluntad de una hormiga que pretendiera frenar a 
								una división Panzer.  
								
								
								El lector: 
								¿Quisiera concluir con algo? 
								
								
								El crítico: 
								Sí, con una virtud clara de Pacheco: lo animado 
								y ameno de su narrativa. Tome usted una tarde 
								uno de sus libros y esa tarde lo terminará, si 
								bien, ninguno leerá más de corrido que 
								
								Las batallas en el 
								desierto. 
								Recién publicada esta novela le vaticiné una 
								suerte similar a la de 
								
								Aura; 
								no creo haberme equivocado mucho; lo que no 
								esperé ni imaginé es que un buen número de sus 
								deslumbrados o maravillados lectores fueran 
								jóvenes extranjeros que se reconocen y emocionan 
								con una historia donde, en apariencia, edad, 
								país, años en que sucede y usos y costumbres, 
								parecen de principio tan distantes y ajenos.
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