1
									
									Desde 
									que aprendí a leer me convertí en un 
									entusiasta de las llamadas bellas letras. 
									Antes de concluir mis estudios secundarios 
									había recorrido, para mi corta edad, una 
									cantidad no desdeñable de libros.
									
									Tenía, 
									sí, la conciencia de carecer de una mínima 
									base teórica, por lo que, en la elección de 
									las lecturas, me dejaba guiar por el mero 
									gusto personal.
									
									Debido 
									a esta convicción, y sobre todo por la 
									esperanza de convertirme en escritor de 
									ficciones, decidí estudiar Literatura en la 
									Facultad de Filosofía y Letras. No había 
									transcurrido un trimestre cuando comprobé 
									que tal carrera no forma escritores, sino 
									lectores (y, las más de las veces, lectores 
									desdeñosos, poco lúcidos, enloquecidos por 
									la retórica, por el esnobismo o por el 
									análisis de los procedimientos de cualquier 
									extravagante aventurero de las letras). 
									
									
									
									  Sin embargo, y a pesar de estas tempranas revelaciones, no 
									desistí: en poco más de cinco años obtuve mi 
									Licenciatura.
									
									
									  Por fortuna me había granjeado la amistad, o por lo menos el 
									trato cordial, del doctor Manuel Ramírez 
									Ansaldi, un hombre al que no dudo en 
									calificar de genial. En él convivían varias 
									formas de ser que, si a simple vista 
									resultaban frondosas o dispersas, en su 
									persona se intersectaban en un certero 
									proceso de síntesis. 
									
									Conocía 
									lenguas antiguas a la perfección, y, en 
									consecuencia, podía traducir del griego, del 
									hebreo o del latín con soltura, exactitud y 
									envidiable fluidez poética. De hecho, en la 
									Facultad desempeñaba, por ser una eminencia 
									del campo de la antigüedad clásica, una 
									suerte de cargo honorífico y funcionaba como 
									supervisor o tribunal de última instancia 
									para las cátedras de griego y de latín. Esta 
									labor se llevaba a cabo sólo durante el 
									último cuatrimestre, pues era fama que, a 
									partir de enero, empleaba su tiempo en 
									viajes por Europa (especialmente por los 
									países de la cuenca del Mediterráneo). 
									
									
									Pero su 
									universo literario se abría, como dije, a 
									muy distintos campos, y con similar eficacia 
									en todos. Lograba, por ejemplo, explicar los 
									más intrincados pasajes gongorinos con una 
									sencillez que convertía un texto de 
									apariencia laberíntica en expresión 
									cristalina. Su versación filológica no se 
									limitaba al mundo grecolatino ni a los 
									españoles siglos de oro; despreciando las 
									opiniones de quienes, en el
									Martín 
									Fierro, ven sobre todo un alegato 
									sociopolítico, lo consideraba la mejor 
									novela argentina del siglo XIX, y había 
									hallado en él curiosas reminiscencias 
									clásicas. Gracias a su pericia y simpatía, 
									textos arduos llegaban al alumnado con 
									amable claridad, de manera que personas sin 
									mayores dotes, o inclusive muy legas en 
									cuestiones de letras, podían acceder a 
									mundos que parecían exclusivos de los 
									especialistas. Era, en suma, un humanista y, 
									¿por qué no decirlo?, lo más parecido a un 
									sabio.
									
									Sin 
									vanidad alguna, puedo ufanarme de que yo, 
									por mis propios medios y sin haber sufrido 
									ninguna influencia de Ramírez Ansaldi, había 
									llegado, con respecto a la obra maestra de 
									Hernández, a conclusiones muy parecidas a 
									las suyas, y, en consecuencia, no eran 
									infrecuentes nuestros diálogos informales en 
									torno de diversos aspectos del poema.
									
									En 
									cierta ocasión Ramírez me dijo que el gaucho 
									de Hernández, al irse urbanizando a fines 
									del siglo XIX y principios del XX, concluyó 
									su metamorfosis en el compadrito porteño que 
									tanto interesó a la pluma de Borges.
									
									—Es 
									verdad —asentí, procurando demostrar que 
									también yo poseía información sobre el 
									tema—. Creo que esa misma es la opinión de 
									José Gobello. Y, según recuerdo, Borges 
									escribió que, siendo niño, le pareció que el 
									lenguaje del
									Martín Fierro era más de compadre criollo que de paisano; su modelo 
									de habla gauchesca era el
									Fausto 
									de del Campo.
									
									—El 
									paso del gaucho al compadrito habrá sido 
									casi imperceptible. Usted se acordará de 
									que, en
									La 
									morocha, que es del año 1905 (y que, la 
									verdad sea dicha, es de poética muy cursi), 
									Ángel Villoldo escribe “Soy la gentil 
									compañera / del noble gaucho porteño”. La 
									síntesis perfecta:
									gaucho 
									más porteño.
									
									—Tal 
									cual. Y hasta muy entrado el siglo XX se 
									siguieron produciendo algunos tangos de 
									temas no ciudadanos sino gauchescos.
									
									—Pero, 
									como ocurre con todas las cosas, también se 
									modificaron la actitud, los énfasis, la 
									manera de cantar, el fraseo… Por ejemplo, 
									tenemos el tango
									Contramarca. Data de 1930 y es obra de dos “gauchescos gringos” 
									—aquí sonrió levemente—: música de Rafael 
									Rossi y letra de Francisco Brancatti. Gardel 
									lo grabó en 1930, Julio Sosa supongo que 
									alrededor de 1960 y Roberto Goyeneche un 
									poco más tarde, creo que por 1966 o 67.
									
									“Dios 
									mío”, pensé, “¿qué clase de hombre es este, 
									que puede leer de corrido a Sófocles en 
									griego y a Virgilio en latín, y ahora 
									resulta también un erudito en tangos…?”.
									
									—Julio 
									Sosa —continuó— no es santo de mi devoción, 
									pero, en cambio, recuerdo muy bien cómo 
									cantaron
									
									Contramarca Gardel y Goyeneche.
									
									Y a 
									continuación me dejó perplejo cuando, para 
									explicarme las diferencias de fraseo entre 
									ambos cantores, cantó, por supuesto
									a 
									cappella, el tango
									
									Contramarca, primero con la voz de 
									Carlos Gardel y en seguida con la de Roberto 
									Goyeneche. Cerré los ojos y, en efecto,
									eran 
									la voz y el estilo de Gardel y
									eran 
									la voz y el estilo de Goyeneche: Ramírez
									era 
									Gardel y
									era 
									Goyeneche.
									
									Se rió 
									de mi asombro, y no le dio mayor importancia 
									a su habilidad:
									
									—Desde 
									chico me he divertido componiendo 
									imitaciones. En el colegio me hacían 
									parodiar a los profesores. Me gusta el 
									teatro y, en fin, todos poseemos nuestra 
									cuota de necesario histrionismo. Tengo unos 
									cuantos personajes…
									
									Y, en 
									efecto, a lo largo del tiempo verifiqué que 
									el doctor Manuel Ramírez Ansaldi podía 
									reproducir irreprochablemente las voces, la 
									manera de modular, las pausas, los tics 
									verbales de, por ejemplo, Luis Sandrini, 
									Carlos Menem, Raúl Alfonsín, José Marrone…
									
									Dos 
									veces me atreví a mostrarle mis intentos de 
									incursionar, como creador, en la literatura 
									narrativa. Con justicia, pero también sin 
									dramatismo, su parecer fue negativo: yo 
									tenía buena prosa, sintaxis correcta y hasta 
									cierta expresividad loable, pero a mis 
									escritos les faltaban ciertos condimentos: 
									cambio de ritmo, “explosión” y, sobre todo, 
									las “vivencias” que sólo otorgan los 
									pormenores: sin el aporte de detalles 
									funcionales, un relato se vuelve 
									evanescente, inverosímil y muere mientras el 
									lector lo va leyendo. Lo entendí muy bien: 
									no insistí, en cuanto narrador, una tercera 
									vez, y me resigné, en mi presente y futura 
									relación con la literatura, a desempeñar el 
									papel de profesor, crítico o filólogo. 
									
									
									Ramírez 
									Ansaldi gozaba también de su costado 
									mundano. 
									
									No 
									despreciaba la parte “popular” de la 
									existencia, y se hallaba, por ejemplo, muy 
									informado de las peripecias del campeonato 
									argentino de fútbol. Nunca quiso revelarnos 
									cuál era el club de sus amores, aunque yo 
									tengo mi teoría en tal sentido. Su bienestar 
									económico parecía superar el nivel medio de 
									sus colegas de la universidad: vivía solo 
									—alguna vez lo visité— en un amplio piso de 
									la calle Maure, unas cuadras antes de 
									descender a la abadía de San Benito, y 
									manejaba un automóvil BMW de modelo 
									relativamente reciente.
									
									Alto y 
									delgado, se movía y caminaba con elegancia 
									juvenil, a pesar de que estaría acercándose 
									a las seis décadas de su edad. El paso del 
									tiempo ni siquiera insinuó un amague de 
									calvicie; peinado sin mayor rigidez su 
									abundante cabello castaño claro, las canas 
									de las sienes no le agregaban años sino que 
									le otorgaban un atractivo adicional. Un 
									rostro armónico, ojos celestes, dientes 
									blancos y de sonrisa fácil… 
									
									
									Soy 
									varón y no me intereso en la belleza 
									masculina, pero sin duda el doctor Manuel 
									Ramírez Ansaldi era un hombre muy buen mozo. 
									En la Facultad se conocían algunas 
									historias, y no sólo con profesoras: también 
									más de cuatro chicas estudiantes habían 
									sucumbido a los encantos del afortunado 
									docente. Era, en suma, lo que los 
									adolescentes llaman
									un 
									winner.
									
									
									Innecesario consignar que yo lo admiraba y, 
									dentro de lo posible, me habría agradado 
									parecerme al doctor Manuel Ramírez Ansaldi, 
									y ser, al igual que él,
									un winner. 
									
									 
									
									2
									
									Una 
									tarde de diciembre (la Facultad estaba casi 
									desierta) lo encontré en el pasillo del 
									segundo piso con su cartapacio de cuero 
									negro.
									
									
									  —Joven Loiácono —me saludó, con esa conjunción, un poco molesta 
									para mí, de llamarme
									joven 
									y tratarme de
									usted, 
									como para mantener cierta distancia—, tengo 
									entendido que ahora somos colegas.
									
									
									  Esas palabras, por excesivas (me sentía bastante por debajo de 
									su nivel intelectual), me avergonzaron un 
									poco pero, simultáneamente, confirieron 
									osadía a mis veinticuatro años: aproveché la 
									oportunidad para exponerle mi propósito de 
									ganar una beca en el doctorado. 
									
									
									
									  —Eso es excelente; lo invito a que tomemos algo para hablar con 
									más tranquilidad. Si tiene tiempo, claro.
									
									
									  La situación me pareció extrañamente inversa: era el maestro 
									quien invitaba, mostrando interés por el 
									proyecto de un discípulo.
									
									
									  Evitamos el ruidoso bar que está en la esquina de Pedro Goyena 
									y Puán, y nos alejamos unas pocas cuadras 
									hasta encontrar un café más tranquilo. La 
									penumbra de su interior contrastaba con la 
									claridad hiriente de fin de año.
									
									
									  Manuel Ramírez Ansaldi pidió un whisky con hielo y lo saboreó 
									con los ojos cerrados; yo, que rara vez 
									pruebo el alcohol, una gaseosa.
									
									
									  —¿Ya tiene pensado algo? Usted sabe que el primer escollo es el 
									tema —dijo. 
									
									
									  —Pensaba trabajar en la obra de un escritor al que la 
									denominada “academia” no tiene en su haber: 
									Mario Spinelli.
									
									
									—¿Spinelli? —preguntó o exclamó a la vez, 
									por lo que temí alguna clase de desprecio 
									por su parte. 
									
									No 
									recuerdo qué logré balbucear. Sé que no me 
									atreví a exteriorizar
									
									plenamente mi opinión: para mí, Mario 
									Spinelli era tal vez, e incluso sin
									tal 
									vez, el mejor narrador policial de 
									lengua española. Los cuatro libros de 
									cuentos y las catorce novelas fueron mis 
									lecturas preferidas en la adolescencia y —de 
									algún modo— determinaron mi destino. 
									
									
									
									  —Abrigo mis dudas —dijo—. Spinelli es ingenioso, sabe urdir 
									tramas precisas y atrayentes, pero…
									
									Meneó 
									un poco la cabeza, como buscando el término 
									exacto:
									
									
									 —Pero, 
									al fin y al cabo, no deja de ser un autor 
									comercial, un mero fabricante de
									
									best-sellers, el ejecutor de un género 
									menor.
									
									Me 
									sorprendió, en un hombre tan docto como 
									Manuel Ramírez Ansaldi, ese prejuicio. Con 
									cierta impensada agresividad repliqué:
									
									—Con 
									todo respeto, doctor, no estoy de acuerdo 
									con usted. No existen, me parece, géneros 
									mayores y géneros menores; sólo existen 
									obras literarias excelentes, muy buenas, 
									buenas, mediocres, malas y pésimas. 
									
									
									Manuel 
									Ramírez Ansaldi esbozó una sonrisa 
									ligeramente sobradora. Sin embargo, no me 
									sentí ofendido y la vi con simpatía.
									
									—Sabía 
									—dijo— que usted iba a contestarme 
									exactamente lo que me contestó: coincide con 
									su personalidad un poco apasionada. Se lo 
									dije a modo de provocación. En realidad, 
									tiene razón, y yo estoy de acuerdo con 
									usted.
									
									
									Envalentonado, quise añadir un ejemplo 
									contundente:
									
									
									—Juzguemos resultados y no intenciones: yo 
									creo que el sainete
									El 
									conventillo de la Paloma, de Alberto 
									Vacarezza, es muy superior a la tragedia
									Dido, 
									de Juan Cruz Varela. Y, según dicen los que 
									creen que saben, el sainete es un género 
									menor, y la tragedia, un género mayor…
									
									—Sí, 
									pero ¿usted leyó
									Dido?
									
									Tuve 
									que admitir que no había leído esa tragedia.
									
									—Lo 
									felicito —dijo—. Su intuición fue certera. 
									Yo sí leí
									Dido, 
									y no me pareció una obra meritoria.
									
									Sentí 
									que, a pesar de estos vericuetos irónicos de 
									Ramírez Ansaldi, había ganado el primer 
									tanto. Comprendí también que el doctor, un 
									poco desganado, estaba de vuelta de tantas 
									cosas, de tanta polémica inaprehensible, de 
									tanta discusión hueca…
									
									
									  —Entiendo —añadió— que los burócratas de la facultad consideran 
									los libros de Spinelli como simples 
									pasatiempos, laberintos o adivinanzas de 
									trescientas páginas. ¿Qué más da? Pero sus 
									argumentos son bastante rigurosos; no abusa 
									de la psicología y hace que lo aparentemente 
									fantástico tenga, al final, una explicación 
									racional. Sin embargo, se permite a menudo 
									algunos facilismos y ciertas demagogias que 
									no me gustan… Claro, en este caso lo que 
									menos importa es mi opinión… En cuanto 
									propuesta, me parece excelente, pero usted 
									sabe cómo es esto: deberá presentar el 
									proyecto y ser aprobado por el comité 
									evaluador. No le prometo nada, pero créame 
									que estaré de su lado. Usted es ambicioso y, 
									en estos casos, la ambición es un buen 
									motor.
									
									Por la 
									manera en que articuló el adjetivo
									
									ambicioso, me pareció que, dentro de su 
									cerebro, lo acompañaba el adverbio
									
									demasiado.
									
									El 
									resto de la conversación representó para mí 
									una suma de estímulos. Aunque con cierta 
									displicencia, Ramírez Ansaldi mostró que 
									recordaba bastante bien algunos argumentos y 
									ciertos recursos narrativos que el novelista 
									solía repetir. Con su prodigiosa memoria, 
									aunque con un halo de desdén, citaba 
									detalles y personajes secundarios que yo 
									mismo, que había leído tantas veces las 
									obras, había olvidado. 
									
									
									
									“Claro”, me dije, “hay algo indiscutible: yo 
									soy el inexperto Federico Loiácono, el 
									entusiasta que hace y hará lo que pueda, y 
									él es el maravilloso doctor Manuel Ramírez 
									Ansaldi, el que abarca, procesa y elabora 
									cualquier información externa, convirtiendo 
									en funcional lo que merece serlo y 
									desechando lo que entorpece o molesta”.
									
									No 
									exagero si afirmo que me despedí de él en un 
									estado de emoción quizá difícil de explicar, 
									pero auténtico. La avenida Pedro Goyena es 
									de muy agradable aspecto, y esa tarde de 
									diciembre me pareció doblemente embellecida. 
									
									
									 
									
									3
									
									Pasó el 
									tiempo estipulado y, por fin, obtuve la 
									beca.
									
									Sé que 
									el apoyo de Manuel Ramírez Ansaldi resultó 
									decisivo para que mi tema fuera aprobado, 
									aunque los prejuicios no dejaron de 
									sentirse: Spinelli no estaba comprometido 
									con causa política o humanitaria alguna, no 
									abundaba la bibliografía sobre él, 
									pertenecía a la literatura de escape, tenía 
									éxito de ventas, sus libros solían encabezar 
									la lista de
									
									best-sellers, ganaba mucho dinero… En 
									suma: toda una serie de lugares comunes 
									propios de cualquier casa de altos estudios 
									que se precie de tal.
									
									Dado 
									que la beca que se me concedía era de 
									dedicación semiexclusiva, podía dedicarme a 
									otra actividad para completar mis ingresos. 
									De no ser así, hubiera necesitado, a fin de 
									profundizar los estudios, la disciplina de 
									un faquir si pretendía mantenerme con el 
									poco dinero que se me asignaba.
									
									Por 
									esos días una vez más Ramírez Ansaldi me 
									honró pidiéndome un favor que, en realidad, 
									me beneficiaba a mí:
									
									
									  —Usted conoce cómo funciona el mecanismo universitario; a 
									medida que nos tornamos viejos, la Facultad 
									nos va quitando de encima mediante 
									seminarios. Luego viene la inexorable 
									jubilación y el olvido:
									lex 
									vitae. De modo que, como habrá notado, 
									yo empiezo el camino de la disgregación. Me 
									ofrecieron que brindara un curso sobre 
									Cervantes. Tal vez usted quiera ayudarme. A 
									mi edad, el
									
									Quijote ya es una empresa inabarcable. 
									¿No querría darme una mano con los relatos 
									enmarcados? ¿Le gustaría trabajar la “Novela 
									del curioso impertinente”? Una vez que 
									termine el seminario, algunas de las 
									ponencias internas se publicarán en
									Anales 
									de Filología Romance. Cosa es sabida que 
									los papeles académicos serán más que 
									necesarios en su futuro.
									
									
									  Es cierto que yo estaba ocupado no sólo con el trabajo sobre 
									Spinelli, sino con unas cuantas correcciones 
									de estilo que le debía a una editorial de 
									obras científicas y una traducción, del 
									inglés, de un espeluznante texto 
									psicoanalítico del cual —como Cervantes— no 
									quiero acordarme, pero acepté sin dudarlo. 
									¿Acaso Manuel Ramírez Ansaldi no me había 
									ayudado para que pudiera trabajar sobre mi 
									informe doctoral? ¿Acaso Manuel Ramírez 
									Ansaldi no me había formado a lo largo de 
									cinco años?
									
									
									  Sin embargo, me previne:
									
									
									  —Difícilmente pueda encontrar algo nuevo para decir sobre 
									Cervantes.
									
									
									  —¿Y quién quiere oír cosas nuevas en un seminario? Usted es 
									cultor de lo nuevo, como todo joven. A mi 
									edad (sepa disculpar el reiterado tópico 
									sobre 
									tempus victor) nos conformamos con la 
									decencia de la claridad y lo necesario. 
									Enseñemos, pues, del modo más honesto 
									posible lo que es esencial sobre el
									
									Quijote: hagamos acopio de lo que otros 
									han dicho y busquemos aquello que nos 
									parezca más atinado. La bibliografía abunda; 
									el buen criterio escasea.
									
									
									  Y así fue como, durante un tiempo, me dediqué a exponer los 
									pormenores de la novelita italianizante en 
									que Cervantes rinde a su manera un homenaje 
									a Boccaccio. Muchos críticos coinciden en 
									que ese relato bien podría ser suprimido de 
									la trama general del
									
									Quijote. Sin embargo, expuse esta idea 
									central: la historia en que Anselmo le 
									solicita a su amigo Lotario que ponga a 
									prueba la resistencia amorosa de su mujer 
									con fingidos trabajos de seducción 
									constituye un reflejo barroco de la locura 
									de don Quijote. Es decir, para reforzar la 
									idea: veo la necedad de Anselmo, al exponer 
									a su esposa a caer en la infidelidad, como 
									una forma críptica de aludir a don Alonso 
									Quijano, expuesto a la sinrazón de los 
									libros de caballería.
									
									Sin 
									vehemencia y sin resignación, Manuel Ramírez 
									Ansaldi convalidó mi hipótesis, aprobación 
									que —diré la verdad— me hizo sentir muy 
									bien.
									
									
									 
									
									4
									
									La beca 
									constituía un buen pretexto, o mejor dicho 
									un buen motivo, para entrevistarme con 
									Spinelli. Sólo conocía de él una foto, 
									siempre la misma, que se reproducía en la 
									contratapa o en la solapa de todos sus 
									libros. Su aspecto me inspiraba, no diré 
									rechazo (pues lo admiraba demasiado), pero 
									sí una suerte de, ¿cómo diré?, de desagrado 
									visual. Contra lo que expresaban la alegría 
									de narrar y la gratuidad de sus libros 
									“escapistas”, Spinelli mostraba un aspecto 
									lúgubre y desaseado, que recordaba un poco 
									las imágenes de los existencialistas 
									franceses. Estaba completamente calvo en la 
									parte superior de la cabeza, pero, sobre las 
									orejas, tenía abundante y muy largo pelo 
									blanco, que se prolongaba en una extensa 
									barba cenicienta. El retrato reproducía un 
									rostro muy serio, con un rictus de amargura 
									o de tristeza en la boca, de labios un poco 
									fruncidos, en los que asomaba una pipa. 
									Gruesos anteojos oscuros completaban una 
									efigie pesimista que siempre se me antojó 
									fingida para trasmitir una imagen de 
									“intelectual comprometido”, imagen que, 
									paradójicamente, no tenía ninguna relación 
									con la clase de literatura que redactaba 
									Spinelli. 
									
									Bajo la 
									foto, los datos biográficos eran escuetos. 
									Nacido en Piaggine, pequeña localidad 
									situada a unos cien kilómetros al sur de 
									Nápoles, Spinelli había emigrado a la 
									Argentina cuando contaba un poco más de 
									veinte años y, habiéndose aclimatado a 
									nuestras costumbres, redactó en excelente 
									español toda su obra, de la que la 
									contratapa citaba cinco o seis títulos.
									
									Como 
									dije, la beca me proporcionaba un motivo 
									válido para intentar conocerlo 
									personalmente. Se sabía que Spinelli era un 
									hombre más bien huraño, que vivía en Santa 
									Stella Maris, ese pueblo diminuto que se 
									asoma al Atlántico bastante antes de llegar 
									a Mar del Plata.
									
									En 
									octubre busqué su número de teléfono en la 
									guía de Internet. No lo hallé: no había 
									ningún Spinelli en el pueblo de Santa Stella 
									Maris. Luego se me ocurrió llamar a 
									Fabulator, su editorial habitual, y ahí me 
									brindaron su número. Volví a la búsqueda en 
									el TeleXplorer y verifiqué que ese número 
									correspondía a una tal Carolina Frei.
									
									Procuré 
									comunicarme varias veces con Spinelli, pero 
									me resultó imposible. Siempre me atendía una 
									voz joven y femenina —posiblemente su 
									secretaria, pensé, que sería la misma 
									Carolina Frei—: indefectiblemente, me 
									informaba que el señor Spinelli estaba de 
									viaje o que por el momento no concedía 
									entrevistas. Con el mismo resultado 
									infructuoso, insistí en noviembre y en 
									diciembre. Más tarde me cansé de llamar y 
									dejé transcurrir todo el verano.
									
									
									  Si bien no es regla estricta, la perseverancia puede premiarnos 
									con el éxito: en marzo volví a intentar la 
									comunicación. Del otro lado de la línea, una 
									voz quebradiza contestó
									Pronto. 
									Spinelli me respondía en su lengua natal. 
									Cuando le dije quién era yo y cuáles eran 
									mis propósitos, pasó de inmediato a hablar 
									en español, con algunos resabios de acento 
									italiano.
									
									Yo 
									estaba muy nervioso y emocionado, y creo que 
									dije unas cuantas sandeces. Spinelli, con 
									absoluta llaneza, me dijo que, cuando me 
									viniera bien, yo podía visitarlo en su casa 
									de Santa Stella Maris para explicarle con 
									algún detalle mi proyecto. ¡No podía 
									creerlo! Sentí que estaba viviendo uno de 
									los momentos inolvidables de la existencia. 
									
									
									El 
									siguiente sábado tomé el ómnibus en Retiro y 
									a media mañana llegué al pequeño pueblo. 
									Dejé la mínima valija en Los Eucaliptos, el 
									único hotel del lugar, y, tomando mi 
									cuaderno de apuntes y notas, pregunté por la 
									casa de Spinelli. El conserje —jovenzuelo de 
									no más de dieciséis o diecisiete años—, 
									cuando cometí el acto innecesario de 
									revelarle cuál era mi propósito, al instante 
									se tomó la libertad de llamarme
									profe, 
									pero, en compensación, sabía exactamente 
									quién era Spinelli y dónde vivía, y me 
									indicó cómo trasladarme a lo largo de unas 
									ocho cuadras.
									
									
									 En el 
									trayecto advertí que la topografía de Santa 
									Stella Maris era bastante curiosa. Sólo vi 
									dos escasas playas de arena. En su mayor 
									parte, el pueblo se eleva no menos de 
									cincuenta metros sobre el nivel del mar; las 
									olas baten contra un acantilado casi 
									vertical que, en su parte superior, deviene 
									en una planicie prolongada en la rambla de 
									la avenida de circunvalación.
									
									La 
									vivienda parecía vieja y algo descuidada, 
									con gruesas rejas en puertas y ventanas que 
									le daban cierto aire colonial. En el breve 
									jardín el césped estaba alto y mezclado con 
									arena y hojas secas. Junto al cordón de la 
									acera se hallaban, a modo de contraste, dos 
									autos de origen francés: un impecable 
									Peugeot 207 blanco que parecía recién salido 
									de fábrica, y un Renault Gordini, una 
									especie de reliquia, fabricado en la década 
									de 1960 y ahora con deterioros y abolladuras 
									en la chapa bordó: un coche que siempre me 
									había parecido feo y deforme, y que había 
									visto muy rara vez. Pensé que las personas 
									de cierta edad —como era el caso de 
									Spinelli— suelen encariñarse con los objetos 
									antiguos. 
									
									Abrió 
									la puerta una hermosa mujer, alta y morena, 
									de unos treinta años, que, al rozarme con su 
									mejilla y darme un beso en el aire, dijo:
									
									—Mucho 
									gusto en conocerte. Soy Carolina, la 
									secretaria de Mario.
									
									Por fin 
									me encontré frente a Spinelli. Si bien su 
									fecha de nacimiento indicaba que aún no 
									había cumplido los sesenta años, lo cierto 
									es que su aspecto era el de un anciano de no 
									menos de setenta y cinco y aun de ochenta. 
									Extremadamente flaco y cargado de espaldas, 
									caminaba, en su elevada estatura, agobiado y 
									vacilante, y se apoyaba en un bastón 
									metálico que terminaba en trípode. Vestía 
									una bata amarronada que algo tenía de rata o 
									de laucha y que acentuaba aún más su imagen 
									de hombre enfermo y enclenque, y, según me 
									pareció, desinteresado ya de la vida.
									
									Su voz, 
									más que grave, era apagada y, a pesar de sus 
									cuarenta años de estadía en la Argentina, 
									conservaba un indisimulable acento italiano. 
									
									
									Ley de 
									compensación: el brillante escritor de 
									policiales resultó ser un hombre grisáceo, 
									de respuestas titubeantes y escasas. 
									Evidentemente, los reportajes le parecían 
									una serie de convencionalismos sin sentido 
									alguno. Se lo veía cortés, pero desganado. 
									Era muy miope: al leer, se acercaba al 
									escrito hasta casi tocarlo con sus lentes de 
									muchas dioptrías y cristales ahumados (lo 
									que me hizo inferir que Spinelli sufría 
									también de fotofobia, y que no podía 
									soportar el esplendor del sol). 
									
									
									Sobre 
									el escritorio no había computadora sino una 
									Olivetti Lexicon, y asocié esta predilección 
									por lo antiguo con la presencia del Renault 
									Gordini.
									
									Le 
									expliqué someramente cuál era mi propósito: 
									escribir una extensa monografía sobre el 
									conjunto de su obra. Me agradeció, pero no 
									pareció ni siquiera mínimamente halagado por 
									mi interés en su literatura.
									
									—Le soy 
									sincero… —dijo, cuando el diálogo 
									languidecía—. Hace unos cuantos meses que 
									cada día que pasa estoy más cansado y la 
									verdad es que no tengo ganas de prestarme a 
									entrevistas ni de responder preguntas. Creo 
									que un escritor habla por sus escritos, y no 
									por sus respuestas orales. Por lo que me 
									dice, usted conoce bien mis libros…
									
									
									  Me apresuré a asentir, con el temor de que Spinelli no quisiera 
									colaborar en absoluto conmigo.
									
									—Usted 
									conoce bien mis libros —repitió—. Yo puedo 
									brindarle el conocimiento de mi “cocina” de 
									escritor. Aquí están mi mesa de trabajo, mi 
									biblioteca, mis originales… Verá apuntes 
									viejos, esbozos. Cuentos empezados y 
									abandonados… No soy de tirarlos porque a 
									veces en los papeles viejos encuentro ideas 
									nuevas. Todo queda a su disposición, joven. 
									Trabaje nomás. Lo único que le recomiendo es 
									que no cambie nada de lugar: este aparente 
									desorden es
									mi 
									orden, y en él hallo en seguida todo lo que 
									necesito.
									
									Este 
									fue el trato, y a él me ceñí.
									
									
									
									
									
									
									 
									
									5
									
									Mis 
									compromisos laborales me ocupaban por 
									completo de lunes a viernes. Pero ya me 
									había acostumbrado al método de llegar a su 
									casa algunos sábados por la mañana; me 
									hospedaba siempre en Los Eucaliptos, y el 
									conserje, el adolescente llamado Kevin, hijo 
									del dueño, ya sabía que yo era “el
									profe 
									que iba a la casa del escritor Spinelli”.
									
									A 
									veces, el novelista se hallaba en la casa. 
									Yo me quedaba trabajando en su biblioteca; 
									Carolina solía traerme café y unas 
									galletitas, y se retiraba. Spinelli nunca 
									escribía en días feriados y me dejaba 
									investigar en paz, mientras él deambulaba, 
									fumando su pipa, por otras habitaciones de 
									esa casa rectangular y enorme. Lo cierto es 
									que, sin que pueda explicar la causa, el 
									golpeteo contra el piso de su bastón con 
									trípode me infundía cierta angustia difusa. 
									
									
									Sin 
									embargo, la mayor parte de los sábados 
									Spinelli estaba ausente. Entonces me atendía 
									Carolina, que no era su secretaria, como 
									supuse al comienzo, sino la mujer con la que 
									convivía. 
									
									Era 
									llamativo que una muchacha de treinta años, 
									bella, con curvas y de insinuantes 
									movimientos, viviera con un hombre que la 
									doblaba en edad. Un hombre que poseería 
									muchas virtudes intelectuales, es cierto, 
									pero ningún atractivo físico. Débil, quizá 
									enfermo, claudicante, acaso cerca de su 
									muerte… (Una repisa de su estudio tenía 
									cierta semejanza con el estante de una 
									farmacia: medicamentos contra la artrosis, 
									contra la artritis, contra el reumatismo, 
									contra el insomnio: leí Dormitol,
									
									
									Dendron Toxicus, Rhus Toxicodendron, Rendo 
									Rhodo, Rhus Algiol, Somnibonus, etcétera.)
									
									Chocaba 
									con la austeridad de Spinelli cierta 
									ostentación —diría— en el vestuario de 
									Carolina. Aunque nada entiendo de modas ni 
									de indumentaria femenina, me pareció que la 
									muchacha —al igual que ciertas estrellitas 
									de la televisión— siempre se hallaba 
									estrenando ropas nuevas. Sin duda las 
									pingües regalías de los
									best-sellers del novelista le proporcionaban un excelente vivir y 
									muchos gustos: por ejemplo, supe que el 
									Peugeot blanco era de su propiedad, un 
									regalo que, “porque sí”, le había hecho 
									Spinelli, quien sólo utilizaba el viejo 
									Gordini.
									
									
									Empezaron a hostigarme ciertos pensamientos 
									peligrosos… Un sábado se me ocurrió 
									preguntarle a Carolina por qué tan pocas 
									veces Spinelli se encontraba en la casa.
									
									—En 
									casi toda la mitad del año pasado —me dijo— 
									anduvo de viaje por Italia; allá tiene 
									muchos parientes. Ahora suele estar en casa 
									de lunes a viernes, que son los únicos días 
									en que escribe. Pero prácticamente todos los 
									viernes a la noche se sube al Gordini y se 
									va hasta Mar del Tuyú a visitar a una 
									hermana enferma que ya no puede caminar. 
									Pasa la noche ahí y se queda también el 
									sábado; suele regresar el domingo al 
									mediodía.
									
									Pensé: 
									“Quiere decir, bombonazo, que vos estás sola 
									durante todo el sábado”. 
									
									
									No 
									quiero entrar en vergonzosos detalles 
									eróticos ni tampoco afirmo que Carolina me 
									buscó a mí ni que yo la busqué a ella. El 
									hecho es que uno de esos sábados no regresé, 
									como había sido mi costumbre, a Los 
									Eucaliptos para almorzar y dormir una 
									siestecita: comí en el antecomedor con 
									Carolina y con Carolina terminamos en la 
									cama matrimonial de Mario Spinelli. Yo sentí 
									un poco de remordimiento, no lo niego, pero 
									también me dije que mis veintiséis años me 
									autorizaban a disfrutar de esa Carolina a 
									quien posiblemente su marido (o lo que 
									fuera) ya no lograba satisfacer.
									
									La 
									muchacha y yo ingresamos en una suerte de 
									rutina. Mediante el teléfono ella me 
									avisaba, los viernes, si era factible o 
									conveniente mi viaje hasta Santa Stella 
									Maris: en general predominaron los avisos 
									positivos. La casa de Spinelli se convirtió 
									en mi casa de los sábados y Carolina en mi 
									mujer de los sábados.
									
									 
									
									6
									
									Un 
									miércoles, muy, muy temprano (serían las 
									cinco de la mañana), me despertó el 
									teléfono. Era Carolina. Al principio no 
									lograba comprender qué me decía, pues ella 
									mezclaba aparentes incoherencias con risas 
									nerviosas y con llantos.
									
									Por 
									último pude entender la sorprendente 
									noticia: Spinelli había muerto en un 
									accidente de tránsito producido en Santa 
									Stella Maris. Me pregunté cómo podría uno 
									accidentarse en un pueblo casi sin autos y 
									casi sin habitantes.
									
									—Voy 
									para allá —le dije.
									
									Unas 
									horas más tarde llegué a Los Eucaliptos. 
									Apenas me vio entrar, Kevin me dijo:
									
									—¿Sabe, 
									profe, que falleció el escritor…?
									
									—Sí, 
									gracias, Kevin. Por eso vine.
									
									Dejé mi 
									valija en el hotel y corrí a casa de 
									Carolina.
									
									Me dijo 
									que, sin que ella pudiera explicárselo, 
									Spinelli se había enterado de “lo nuestro”. 
									La noche anterior se lo había reprochado de 
									mil maneras y habían sostenido una terrible 
									discusión. Cosa rara en él, y llevado por su 
									angustia, Spinelli, durante la disputa, 
									había bebido varios vasos de whisky. Por 
									último, y por completo borracho, abandonó la 
									casa, pegó un colérico portazo, subió al 
									desvencijado Gordini y partió. A la mañana 
									siguiente el auto apareció semisumergido en 
									el mar, al pie de los acantilados, con tres 
									puertas abiertas, la trasera derecha por 
									completo desprendida y la carrocería hecha 
									toda un gran bollo.
									
									La 
									policía concluyó en que “el sujeto, en 
									evidente estado de ebriedad, según 
									manifestaciones de la cónyuge”, subió con su 
									auto a la rambla de la avenida de 
									circunvalación y se precipitó, como una roca 
									que rueda dando tumbos, hasta el pie de los 
									acantilados. Por los efectos de los golpes, 
									se abrieron (o se desprendieron) las puertas 
									del vehículo, y el cuerpo de Spinelli fue 
									despedido hacia el mar. El cadáver, 
									posiblemente alejado de la costa por el 
									oleaje, aún no había sido hallado. La 
									Prefectura Naval se encontraba realizando 
									las correspondientes tareas de búsqueda…, 
									etcétera.
									
									
									Quiérase o no, Carolina se hallaba contrita 
									y bajo los efectos de los remordimientos y 
									de la angustia. Me pareció que lo más 
									prudente era dejarla en soledad con sus 
									cuitas, para que elaborase sus pesares, y me 
									volví a Buenos Aires ese mismo atardecer.
									
									Al 
									retirarme del hotel, Kevin me dijo:
									
									—¿Este 
									sábado le toca volver, profe…?
									
									Tal vez 
									por tener íntimas aprensiones, me pareció 
									que por la pregunta transitaba cierta ironía 
									y que Kevin sabía más de lo que aparentaba 
									sobre mi relación con Carolina.
									
									—No sé 
									—fue toda mi respuesta.
									
									 
									
									7
									
									Pero, 
									después de un tiempo, reanudé mis visitas a 
									la casa de Carolina. Omitiendo el hospedaje 
									en Los Eucaliptos, llegaba el sábado 
									alrededor de las once de la mañana y me 
									retiraba el domingo a la noche. 
									
									
									Cuando 
									se cumplió un mes de la infructuosa 
									búsqueda, la Prefectura —tal como lo indica 
									la ley— declaró oficialmente muerto a Mario 
									Spinelli, y Carolina y yo pudimos, ahora 
									libres y felices, desembarazarnos de los 
									últimos temores.
									
									Aunque 
									mi interés literario por su obra no había 
									disminuido un ápice, agregué el torpe 
									aliciente comercial de que el pequeño 
									revuelo causado por la muerte de Spinelli 
									favorecería la difusión y la venta de mi 
									libro de ensayos cuando se publicase. De 
									manera que retomé la tarea con renovados 
									bríos; sin embargo, entre los papeles del 
									novelista no encontré mejores datos que los 
									que ya me habían brindado sus narraciones.
									
									En 
									algún momento de la noche de un sábado y el 
									amanecer del domingo, me desperté inquieto y 
									permanecí en la oscuridad. Carolina, 
									profundamente dormida, no había oído nada. 
									Presté atención y me refregué los ojos.
									
									Desde 
									el estudio y la biblioteca de Spinelli 
									parecía venir el conocido golpeteo de su 
									trípode metálico sobre las baldosas. “No 
									puede ser”, me dije. “O estoy soñando o, 
									mucho peor, estoy alucinado o loco”.
									
									Los 
									pasos y los golpes del bastón se acercaban 
									al dormitorio. La sacudí a Carolina:
									
									
									—¡Despertate, Carolina, viene Mario!
									
									Se 
									despertó pero no entendió qué le decía yo.
									
									—¿Cómo, 
									cómo? —dijo varias veces.
									
									La 
									conocida voz itálica de Mario Spinelli 
									disipó todas las dudas:
									
									
									—Carolina y Federico: ¿estaban durmiendo…? 
									¿Durmiendo en mi cama…? Oh, discúlpenme si 
									los desperté de ese sueño dichoso y sin 
									culpa.
									
									
									Mecánicamente extendí el brazo y encendí el 
									velador.
									
									De pie, 
									erguido y elegante como siempre, sonriente e 
									irónico, nos miraba el doctor Manuel Ramírez 
									Ansaldi. Vestía equipo de gimnasia, y 
									cargaba un bolso deportivo. De modo por 
									completo incongruente, calzaba guantes 
									amarillos de goma, de esos que se usan para 
									lavar la vajilla. Hizo tintinear un manojo 
									de llaves y apoyó el trípode contra la 
									pared.
									
									Ignoro 
									qué movimiento de estupor habremos hecho 
									Carolina y yo, pues la voz de Mario Spinelli 
									añadió:
									
									—No, no 
									tengan miedo de este fantasma… No soy una 
									persona verdadera, sólo soy un inventor de 
									ficciones policiales que finge haber nacido 
									en Piaggine y que se oculta bajo un 
									seudónimo verosímil. Apenas soy una 
									creación, y no la única, de ese hombre que 
									el mundo llamado real conoce como Manuel 
									Ramírez Ansaldi.
									
									Y, tras 
									lo que consideré una aborrecible pausa de 
									efecto, una especie de golpe bajo de comedia 
									barata, continuó, ahora con la voz y las 
									inflexiones habituales de Ramírez Ansaldi: 
									
									
									—Tengo 
									mundo y sentido común, y puedo comprender 
									cuáles se presumen que son los derechos de 
									la juventud confrontados con los deméritos 
									de un anciano enclenque y acaso moribundo. 
									Les sugiero vestirse y asearse, y que pasen 
									luego al comedor, donde podremos conversar 
									de cuestiones varias.
									
									Bueno, 
									no sé… No tengo manera de entender y mucho 
									menos de describir los caóticos pensamientos 
									que bullían en mi cabeza. A pesar del 
									discurso tranquilo de Ramírez Ansaldi, 
									Carolina estaba aterrorizada. Creo que yo no 
									sufría miedo físico, pero percibía que un 
									arroyo falaz corría por debajo de las 
									palabras del profesor.
									
									Fuimos 
									al comedor. En efecto, nos esperaba, sentado 
									a la cabecera de la mesa. Con un ademán nos 
									indicó que nos sentáramos a ambos flancos. 
									Había dispuesto tres vasos, llenos casi 
									hasta el borde, de whisky con hielo. Señaló 
									la botella, recién empezada:
									
									
									—Lamento que sea el popular Criadores y no 
									el Caballito Blanco, pero es lo que, en el 
									apuro, alcancé a comprar en un chino 
									cualquiera. Para empezar, propongo un 
									brindis tripartito. 
									
									
									Extendió el brazo derecho y su vaso chocó 
									con el de Carolina y con el mío.
									
									—Ad multos annos —dijo, con una sonrisa.
									
									Bebió 
									un largo trago, con los ojos cerrados, en la 
									misma actitud que yo le había visto en el 
									bar de la avenida Pedro Goyena.
									
									—El 
									profesor Loiácono es dueño de muchos 
									talentos, es inteligente, posee relativa 
									percepción literaria, mediano sentido 
									crítico, discernimiento más o menos loable… 
									En resumen, es lo que podríamos llamar un 
									hombre razonablemente brillante. Además, es 
									alto, buen mozo, simpático, “entrador”, 
									“canchero”… Joven y ambicioso, suele lograr 
									lo que se propone. Es, en suma, un
									winner, 
									¿no es cierto? 
									
									Esta 
									pregunta se dirigió simultáneamente a 
									Carolina y a mí. Yo me limité a esbozar un 
									gesto vago, que tanto podía significar 
									afirmación, negación o duda.
									
									—En 
									cuanto a mí, confieso que tengo dotes 
									histriónicas; además, me encantan el juego 
									literario y las imposturas, las 
									personalidades trocadas… 
									
									
									Sin 
									duda, Ramírez disfrutaba de la pequeña obra 
									teatral que estaba improvisando ante dos 
									espectadores.
									
									—Un 
									individuo de mi bien ganado prestigio 
									académico de humanista clásico no podía 
									descender a escribir
									
									best-sellers, ese producto vil que yo 
									desprecio profundamente. Ser dos personas en 
									lo íntimo es más sencillo que ser dos 
									personas en lo exterior, pues, en este caso, 
									puede intervenir la incredulidad de quienes 
									contemplan nuestra representación. No es 
									fácil disfrazarse… Por ejemplo —me miró, 
									sonriente— usted, joven Federico, es, en 
									realidad un frívolo tenorio que, por quién 
									sabe qué equívoco, en algún momento se creyó 
									un crítico literario, ¿no es cierto?
									
									—No 
									—repliqué—, no es cierto. La realidad es la 
									inversa: en todo caso, soy un crítico 
									literario que sucumbió a la humana 
									tentación.
									
									—Muy 
									bien. Así será: no veo motivo de polémica. 
									Sin embargo, me sorprende que, a pesar del 
									acceso que ha tenido a las cumbres de las 
									letras, haya podido interesarse en la 
									bazofia que escribía Spinelli, ese 
									traficante de la infraliteratura, cuyas 
									regalías, es verdad, sostenían el bienestar, 
									el piso de la calle Maure, el Be Eme de 
									Ramírez… En este punto advierto cierto 
									fracaso mío en cuanto profesor… 
									
									
									Su 
									mirada se detuvo unos instantes en mis ojos: 
									y había tristeza en ella.
									
									
									—Disfraces físicos… Creo que pelucas o 
									barbas postizas sólo sirven para llamar la 
									atención sobre su portador. Yo preferí 
									inventar calvicie mediante el rasurado de la 
									testa, allí donde mis cabellos aún conservan 
									su color original; patillas y barba se dejan 
									crecer, naturalmente, blancas y luengas. 
									Caminar agobiado, ayudarme con bastón, usar 
									gafas de fotófobo, vestir bata de 
									geriátrico…: un juego de niños. Quien sabe 
									hacer lo más, sabe hacer lo menos: si puedo 
									apoderarme de las voces de Gardel o de 
									Sandrini, puedo también algo mucho más 
									fácil: inventar el habla itálica de Mario 
									Spinelli. En fin…, creo que las palabras 
									sobran. La muy cariñosa Carolina comprenderá 
									así por qué su esposo (iba a decir su
									amado 
									esposo; a la luz de los hechos prefiero 
									vetar el adjetivo) se alejaba en un 
									inexistente viaje a Italia en la última 
									mitad del año, momento en que aparecía en 
									Buenos Aires convertido en el doctor Ramírez 
									Ansaldi, en el segundo cuatrimestre 
									universitario. Y el joven Loiácono ya habrá 
									adivinado por qué proclamaba que en la 
									primera parte del año solía estar en Grecia 
									o en Israel. 
									
									
									
									—Discúlpeme, doctor, y se lo pregunto con 
									todo respeto: ¿por qué armó toda esta 
									comedia?
									
									—¿Por 
									qué…? Por
									
									razones estrictamente literarias. ¿Qué 
									fin puede y debe perseguir un narrador? El 
									único posible: un fin meramente hedónico: el 
									placer de fabular, de crear ficción, de 
									pergeñar realidades y mundos. La verdad es 
									que mi intención no iba, al principio, más 
									allá de practicar un poco el juego de 
									“apariencia y verdad”. Pero… Loiácono solía 
									contemplar con codicia y lubricidad el 
									trasero y los pechos de Carolina. Advertida 
									esta circunstancia por Spinelli, decidió, de 
									común acuerdo con Ramírez Ansaldi, aplicar 
									el método de “El curioso impertinente”. El 
									doctor obró como Anselmo, el joven ambicioso 
									como Lotario, la muchacha como Camila, y el 
									resultado (lamentable) fue similar al que 
									imaginó Cervantes en su relato. 
									
									
									En este 
									punto yo iba advirtiendo una especie de 
									alejamiento o de vaguedad en la visión del 
									comedor, de la mesa, de las sillas, de la 
									botella de Criadores, de Ramírez Ansaldi, de 
									Carolina… Una suerte de súbito aburrimiento, 
									o de sopor, empezaba a hacerme desinteresar 
									de las palabras de ese farsante.
									
									
									—Acostumbrado, como estoy, al whisky, los 
									dos vasos de la noche del accidente no 
									podían producirme el menor efecto etílico, 
									pero sirvieron para que Carolina me creyera 
									ebrio. También yo he pagado algún precio. Al 
									fin y al cabo, no dejo de ser un porteño 
									sentimental y tanguero: les confieso que se 
									me saltaron las lágrimas cuando me vi 
									obligado a estrellar en los acantilados a mi 
									Gordini 64, esa querida carrindanga.
									
									Intenté 
									responder algo (no sabía qué), pero la 
									lengua se me trababa y apenas logré 
									farfullar unas sílabas inconexas.
									
									—Claro 
									—dijo Ramírez, exhibiendo un frasquito en la 
									mano izquierda—, el Dormitol, medicamento de 
									venta libre, es una marca comercial; la 
									droga es la melatonina, que está 
									contraindicada cuando se bebe alcohol, pues 
									su efecto se potencia demasiado. La bella 
									Carolina y su atractivo galán la han bebido 
									con su whisky…
									
									
									Entonces vi, ahora en primerísimo primer 
									plano, su mano derecha, enguantada y 
									amarilla, y, en la mano, una pistola que se 
									prolongaba en el cilindro de un silenciador. 
									
									
									Apuntó 
									a la cabeza de Carolina y disparó… Disparó 
									¿cuatro, seis, tiros…? No lo sé. Carolina se 
									derrumbó en la silla, hecho su hermoso 
									rostro una masa sanguinolenta.
									
									En 
									seguida quitó el silenciador de la pistola y 
									dejó el arma sobre la mesa, junto a mi vaso 
									vacío.
									
									—Ahora 
									le pondré digno colofón a esta obra. Voy a 
									llevarme mi vaso, pues no debe haber ningún 
									motivo para pensar que una tercera persona 
									haya estado aquí de visita. Una vez en la 
									calle, haré un llamado anónimo a la policía: 
									diré que, al pasar por tal casa, de tal 
									dirección, de Santa Stella Maris, oí una 
									serie de disparos de arma de fuego. Ocultaré 
									las llaves de Caro en algún escondrijo, no 
									demasiado recóndito, de esta vivienda que 
									conozco tan bien; la policía, tal como es su 
									costumbre, revolverá todo y terminará por 
									encontrarlas. Los periodistas formularán, 
									con su sempiterna ligereza, conjeturas 
									erróneas: “¿Por qué razón el asesino se 
									encerró por dentro y ocultó las llaves? Los 
									peritos manejan diversas hipótesis”, 
									etcétera. La cuestión es que, durante las 
									próximas ocho o diez horas, el joven 
									Loiácono dormirá profundamente y no podrá ni 
									siquiera asomarse a la vereda. Según parece, 
									no le resultará fácil explicar por qué se 
									halla encerrado en una vivienda ajena con 
									una mujer, la dueña de casa, muerta a tiros 
									y con el arma homicida que tratará, 
									infructuosamente, de esconder. 
									
									
									Tomé la 
									pistola, apunté contra Ramírez y accioné 
									varias veces el gatillo.
									
									—El 
									cargador está vacío —explicó—. Ahora, y tal 
									como yo preveía, usted ha dejado en la 
									pistola huellas digitales y muestras de ADN.
									
									
									
									Guardó 
									el vaso en el bolso deportivo. Abrió la 
									puerta y se retiró. Oí el ruido de las dos 
									vueltas de llave.
									
									En ese 
									momento, un cansancio abrumador, una suerte 
									de masa viscosa, cayó sobre mí y apoyé la 
									frente sobre la mesa. El sol brillaba cuando 
									me despertaron los golpes de la policía al 
									tirar abajo la puerta de la casa.