|
|
CARLOS BARBARITO
Tres anotaciones
|
|
|
Escritor argentino
(Pergamino, 1955). Su obra literaria comprende quince libros de
poesía y dos de crítica de artes plásticas. Ganador del Premio
Fundación Alejandro González Gattone, Premio
Fondo Nacional de las Artes,
Premio Dodero de la
Fundación Argentina para la Poesía, Premio Bienal de Crítica de
Arte Jorge Feinsilber, Premio César Tiempo, Premio Raúl Gustavo
Aguirre de Sade, Mención de Honor Leopoldo Marechal, Mención de
Honor Carlos Alberto Débole, Gran Premio Libertad, Premio Francisco
López Merino, Premio Hespérides, Premio Iparragirre Saria, Mención
Plural de México y mención honorífica en el Concurso de Literatura
de la Ciudad de Buenos Aires. Figura en el
Breve diccionario de
autores argentinos desde 1940, en el
Inventario Relacional de
la Poesía en Lengua Española 1951-2000, de Juan Ruiz de Torres y
José Javier Márquez Sánchez, en el
ABC de las artes visuales en
la Argentina y el
Diccionario de autores argentinos. Sus
textos sobre arte y literatura y su obra poética están traducidos,
en parte, al inglés, al francés, al portugués, al catalán y al
holandés. |
|
|
I |
Mis padres me obsequiaron –yo tendría siete u
ocho años- un diccionario enciclopédico. Lo que
me atrajo desde la primera vez, fue una sección
dedicada a lo que los editores consideraban las
mayores pinturas de la historia. Recuerdo dos,
una de la otra separadas por siglos:
El rapto
de las hijas de Leucipo, de Rubens, y
Pescando en Antibes, de Picasso. Me pregunto ahora por el motivo de
esa fascinación por obras tan diversas, tan
alejadas entre sí en el tiempo, rasgo que
aparece desde el principio en mis poemas: lo
antiguo y lo nuevo en un mismo espacio, no
enfrentados sino vinculados, incluso celebrando
matrimonio. Me pregunto ahora si no será un modo
de conjurar eso que, desde siempre, me inquieta:
el tiempo. Mejor, el Tiempo. Eso que por un lado
trae madurez y, por el otro, siega seres y
cosas. Acaso el Tiempo sea el único asunto de mi
poesía, al que trato desde el comienzo desde
diversos ángulos en infinidad de poemas que son,
en realidad, eso creo, un único Poema que cada
vez afino en procura de una perfección que no se
cumple. Hablando alquímicamente, mis labores son
una sucesión sin fin a la vista de destilaciones
que me conducen a aparentes victorias que, casi
de inmediato, se convierten en fracasos. Cocteau
habla, en alguna de sus páginas, del fracaso
como la
única estética posible. No me olvido, claro,
de otro asunto: las palabras. En otra
oportunidad dije que, siendo yo un niño, pasaba
horas buscando, en ese diccionario y, antes, en
otro, pequeño y ajado, las palabras más
extrañas; sentía que si una palabra era
desusada, extravagante, insólita debía contener
alguna propiedad mágica. En aquel mínimo
diccionario, tal vez el primer libro que llegó a
mis manos, alguien, su dueño original, había
subrayado las
malas
palabras, con lápiz negro, pero a mí me
interesaban otras palabras, las que nadie usaba
en casa ni en el barrio, tal vez nadie en el
mundo. Es más, sentía yo una profunda emoción al
creer que sólo yo conocía tal o cual palabra, no
importaba su significado sino su sonido y
resonancia. Entonces, yo era el mago, el
hechicero. De esto al poeta, un solo paso…en
apariencia, sencillo de dar y, en realidad,
arduo, difícil. Casi diez años más tarde escribí
mi primer remedo de poema. Y luego de veinte
logré
algo, alguna cosa. Quiero decir, algo a lo
que yo podía llamar
auténtico,
en el sentido de capaz de sostenerse por sí
mismo, sin necesidad de elemento ortopédico, de
erguirse sobre sus propias piernas. Pero, claro,
eso fue el primer paso, sólo el primer paso;
hoy, luego de tantos años, siento que voy por el
segundo, sólo por el segundo. ¿A dónde hay que
llegar? ¿Hay un lugar al qué llegar? No. Siempre
en viaje, siempre de viaje.
|
|
II |
No recuerdo cuando leí por primera vez la
palabra surrealismo. Quizás fue en el quiosco de diarios y revistas junto a
mi casa de infancia, en Pergamino. Allí iba yo a
leer, todos los días por la mañana –iba de tarde
a la escuela-; allí conocí la obra de Roberto
Aizenberg –cuando vi uno de sus
humeantes
me dije
esto es, esto es y de ese modo di inicio un
proceso que me llevó a su casa, recién en los
noventa, y a la elaboración de un libro con
conversaciones con él, once años más tarde-;
allí supe de una grabadora llamada Aída
Carballo; allí viajé por mundos exóticos; allí
leí desde historietas hasta artículos sobre la
vida en el fondo del mar, la actividad de los
volcanes, la fisiología de los astronautas, los
eclipses, los minerales… Eran tiempos en los que
el mundo era nuevo, lleno de sorpresas y
novedades (nunca olvidaré el momento en que
encendí el televisor en casa de mis abuelos y,
en la pantalla, los Beatles). En medio de esas
lecturas, apasionadas, anárquicas, en alguna
página, tal vez en esa nota dedicada a
Aizenberg, o en el diccionario que me regalaron
mis padres, esa palabra:
surrealismo. Descubrimiento simultáneo con
otros: el cine, las novelas de ciencia-ficción,
la música
beat, las imágenes de los
happenings, un aluvión prodigioso que me
llegaba desde mil lugares a la vez, a mí, un
chico nacido y criado en una pequeña ciudad de
provincia. Borges dijo alguna vez que desde
siempre supo que tendría un
destino
literario. Yo no. Debió pasar mucho tiempo
para que yo adquiriera conciencia de que iba a
ser escritor. Me pregunto si lo soy, si
realmente soy un escritor. Intenté ser músico,
pintor, profesor de literatura. Fracasé. Intenté
aprender algún idioma. Fracasé. Apenas si logro
balbucear alguna cosa en inglés. Incluso, alguna
vez pensé en que moriría joven sin haber podido
encontrar un modo de expresión. Como leedor del
futuro, también, un fracaso. Al comienzo, en mis
primeros versos, no tomé en cuenta
–inexplicablemente- todo esa maravilla
descubierta en mis lecturas. Mis versos eran
ceñidos, despojados, acaso grises. No conservo
ninguno de ellos. Los extravié o destruí.
Manuscritos, todos. Ahora pienso que debiera
haber conservado alguno, al menos para rememorar
mi letra, el color de la tinta en que escribía.
Pero no. Hace poco encontré alguno de mis
poemas, de los años setenta, pero ya escritos a
máquina. Con otra carga, con más vuelo, a esos
poemas, extensos, decidí conservarlos. En ellos,
el influjo de lo surreal se manifiesta, aunque
de modo larvado, indeciso, pero se manifiesta.
Ahora, ¿soy yo un poeta surrealista? No me
atrevo a responder a la pregunta. Lo que sí
puedo decir es que en ocasiones me acerco al
surrealismo –en el sentido de no tener ideas
previas, de eludir en lo posible todo control
racional- para, en otras, alejarme –recurriendo
a lo preconcebido y a la razón- para, luego, en
el camino, volver a encontrarme con él.
Encuentro y desencuentro que me llevan a un
reencuentro, mecanismo complejo, contradictorio,
del que apenas puedo dar cuenta. De lo único que
estoy seguro es de la
inseguridad humana ante el cosmos. Los Evangelios, desde el fondo de
los tiempos, lo dicen mejor que yo:
vemos en
espejo.
|
|
III |
¿Por qué insisto en hablar de mi niñez, sobre
todo de mis primeras lecturas? Porque allí, en
aquellos años y páginas, comenzó a formarse esto
que soy –o creo ser-. Yo sentía
con todo
el cuerpo; el simple ruido de la lluvia me
conmovía, me erizaba la piel. A ese
Paraíso
lo extravié hace mucho y, quizás, escribo en
un intento desesperado por recuperarlo. Pero no
sólo las lecturas me formaron. No sólo lo
libresco me formó. No tuve, hasta mucho después,
una biblioteca. No hubo posibilidad alguna de
repetir la infancia de Borges que, dijo más de
una vez, tal vez nunca abandonó la biblioteca de
su casa de infancia. Fue el patio de tierra de
aquella casa que parecía venirse abajo con cada
tormenta, fue aquel cometa –soñado o no- que mis
ojos de niño vieron desde ese patio, fue mi
madre con sus relatos nacidos de su gran
imaginación, fue aquel eclipse total de sol, fue
un poema mecanografiado escrito por un poeta
menor chileno,
exageradamente romántico, que me obsequió mi
abuelo, fue el cine del barrio al que iba con
mis amigos cada domingo luego del almuerzo…
tantas otras cosas…
Carlos Barbarito
|
|
|
|