Revista TriploV de Artes, Letras & Ciências .
ns . nº 53 . agosto-setembro 2015 . índice



PEDRO SEVYLLA DE JUANA

Picasso íntimo
 
Dedicado a Catherine Berenguer Joly,
pintora y poeta de nervio y esencia
 

Está Pablo Ruiz Picasso, párvulo, Plaza de la Merced, en Málaga, robando jirones de luz a la ciudad, como quien escamotea a la vista de la vendedora una manzana y la come a mordiscos. La frutera en su relativa abundancia es generosa con la necesidad, y aquel párvulo, alimentado de luz y de líneas secantes, ha sido destinado a alumbrar el llamado Arte Moderno; corte, escisión, tajo de alfanje, a manera de salto brutal en una evolución que no deja títere con cabeza, y convierte el pan del presente en puras migajas.

Asiste a clase lo imprescindible para saber el origen de las cosas, los principios del hombre y la extensión aproximada del Universo; recogiendo, en el ínterin, algunos de los materiales con los que, siendo adulto, jugará a reproducir lo visto, lo intuido, lo soñado, lo imposible. Colores, formas, superficies, volúmenes, energía, inspiración, equilibrio y armonía poética que caben en un pozo profundo mediado de aguas finas. Pergeña para el Arte un Nuevo Orden, dispone una Vanguardia, avienta una Estética de última cosecha; depura, doma, renueva, agita, revoluciona la Vieja Realidad.

Los juguetes del niño Picasso –un caballo de cartón regalo de su abuela materna, un parchís testigo involuntario de alguna historia desgraciada, un rompecabezas formado por exaedros depositarios de seis posibilidades– entretienen y desarrollan las capacidades innatas. Mas las piezas lúdicas en sus manos se hacen herramientas, materia prima de futuras creaciones, origen de mundos en mutación constante, verdad personal destinada a ser compartida; parcial, es cierto, pero asumida más tarde como propia por los coetáneos y herederos.

Picasso, infante aún, es ya un arroyo impetuoso, un torrente que se debe encauzar para que no rebose energía desperdiciándola en arideces. Corre, brinca con su perro, descubre el mar inmenso y la arena incontable, saluda a su tío, jefe de los médicos del puerto, partero de su madre cuando Pablo tuvo el antojo de nacer, once y cuarto de la noche; y se encuentra a gusto si logra salirse con la suya y llevar adelante sus empeños. Resplandece en los dibujos la originalidad del diseño, trazos capaces de engullir la inercia de un mundo que viene de antiguo; arrasando los imperios individuales en que se sustenta, los credos más desarrollados que lo explican. Por fortuna, vigilante de todo acontecer, camina a su lado la dorada barba del padre, única imagen respetada, por cuyo solo influjo se somete a las coordenadas más estrictas.

Allí comienza una musa a seguirlo, en esas tempranas horas del primer trabajo acabado, para que se habitúe poco a poco a su compañía, a su valimiento. Procede de innúmeros artistas fenecidos, desde el original dibujante rupestre, hasta Jean-Auguste-Dominique Ingres, al que dejó apenada el día de su muerte, ocurrida en París. Vagó casi cuatro lustros hasta convencerse del ingenio y el empuje del nuevo protegido. Habiendo decidido, de manera categórica, servir al muchacho inquieto de penetrante mirada; escolta a Picasso esa especie de sombra, que tiene mucho humano porque en cierto modo representa la conciencia del padre, transmisora de un credo que el día de mañana formará parte esencial de su pensamiento independizado. La musa posee la clarividencia de un maestro, eterna educanda en investigaciones progresivas; la lucidez de un poeta de la expresión artística, la tenacidad de un soldado sobrepuesto a cien derrotas. Será un álter ego desarrollado en el fondo de la intimidad, dotado de criterio propio que el protegido tendrá muchas veces en cuenta. Cuando lo crea necesario se convertirá en censuradora, pues posee alguna habilidad para el trazado de límites, está especializada en armonizar dimensiones y ayuda a introducir tierra y mar en el lienzo, al hombre abstracto y al concreto. Pero no insufla ideas en las mentes cerradas, ni dicta el modo de ponerlas en práctica a los indolentes. Ha sido dotada de un talento fuera de lo común y de una pasión enorme; y los pone al servicio de cada uno de los intentos que suceden al vigésimo.

La musa vislumbra la necesidad del padre que Pablo Ruiz Picasso encubre; silueta alargada, áurea barba, modales exquisitos. A los cinco años concluye el novicio su primer retrato, y con ser de gran ayuda, determinante acaso, necesita otros gestos el gesto de don José Ruiz, empujando la mano que sujeta el carboncillo o desliza el difumino, exigiendo insistencia hasta la extenuación. Pero el arte lo es, si exhibido sin pudor recibe las miradas ajenas. Y ahí su madre juega un papel esencial al ceder una pared estratégica. Conviene al adecuado progreso del aprendiz contar con una sala de exposiciones: el recoleto recibidor de las visitas; algunas versadas en cuestiones pictóricas. La necesidad del padre, sobrepasados los naturales afectos, en Picasso llega hasta la brumosa mañana coruñesa, momento solemne en que recibe los viejos útiles y el maletín de colores de su progenitor. “Te entrego mis pinceles”, dice la musa que dijo don José “ya puedes pintar, ahora dominas el dibujo. Pero recuerda, los pinceles son instrumentos de la ideas, de la técnica, de la intuición; ellos, de por sí, no dan cuerpo a los cuadros. Obedecen a la mano, pero la mano se somete a la cabeza y al corazón; piensa y siente, pues, y practica, practica, practica”.

Tras la ceremonia iniciática ya es derechohabiente; ha ingresado, por así decirlo, en el amplio círculo de artistas donde su padre milita, espacio defendido con númerus clausus de intrusos faltos de legitimidad. Anillo integrador de aros menores que albergan otros cada vez más reducidos. Conformado el sistema por circunferencias concéntricas, el conjunto escuda el nimbo de los que ya conocen la gloria, última corona protectora de siete preeminentes. Forma parte Picasso, en la orilla aún, de la reserva cultural que crece en los momentos de libertad y civilización, disminuyendo en los períodos tristes de tiranías, preguerras, guerras y posguerras. Aprender es su mira inmediata y así lo expresa. Aunque su interior alberga la ambición desmedida de irrumpir, devoción y esfuerzo, al final de su evolución en el recinto exiguo que incluye a El Greco, que contiene a Cézanne.

La musa del pintor –hasta ahora circunscrita al cumplimiento de misiones de tutela– pretende tomar la iniciativa encaminando los pasos de Picasso adolescente. Metida de lleno en la nueva tarea, propicia que, sirviéndose de tiza sustraída de las clases, dibuje el muchacho en las paredes del Instituto Da Guarda suaves paisajes del añorado mediodía, y palomas portadoras de ramitas de olivo. El trazo enérgico de las líneas que conforman las alas y el pecho, habituado a resistir las embestidas del aire, facilita la fuerza necesaria para emprender el vuelo y elevarse sobre las cosas, al lado de las ideas. Pinta Picasso, imberbe, muchachas púberes de formas caprichosas, que se enamoran de él y le rinden el tributo del candor y los sueños sensuales. Porque hay en el pozo de sus ojos un magnetismo que atrae, hay en sus brazos un ademán decidido que da seguridad, y su testuz de toro bravo posee tal fuerza en reposo, que parece estar en disposición de defender todas las causas justas del mundo unidas.

La musa sospecha que Pablo Ruiz no será Picasso –dueño de sí, expandido– hasta mil ochocientos noventa y siete, cuando la rebelión conquiste el último reducto sagrado, sobrepasando su estética al elegante y desenvuelto estilo del padre; cuando lo que desea ser dé un golpe de mano a lo que es, tomando las riendas. Con paso de tan enorme consecuencia, zancada debida a la madurez y a la disposición, tratará de ampliar el reducido ámbito que representan en sus raíces lo castellano, lo vasco, lo español; sin desdeñarlo, trascendiéndolo. Tomará, con ese gesto simbólico, la ciudadanía del mundo, que en él evoca, por lejano, por europeo, lo italiano de su origen.  A pesar de ello, se percatará muy pronto de que el primitivo Ruiz y el evolucionado Picasso coinciden en la visión de un último horizonte de líneas y colores, que no es sino la expresión de la Obra, resultante de todas las tentativas pictóricas, de todos los estilos y tendencias. Obra o Cuadro con mayúscula, producto de su trabajosa investigación y de media eternidad antecesora: Jan Van Eyck y su revolución oleaginosa, lo germano sobre lo latino, lo extraño por encima de lo propio, hasta las cuevas decoradas en el neolítico. “Intrínsecamente, de El Quinto Sello, de Doménikos Theotokópoulos, a las Demoiselles, hay más distancia que entre el primer cuadro de Picasso y cualquiera de los últimos, de mil novecientos setenta y dos, pongamos por caso”. Así de tajante es la musa al respecto.

Los protagonistas del cuadro Les Demoiselles D´Avignon, óleo sobre tela pintado por Pablo Ruiz Picasso entre junio y julio de mil novecientos siete, son, de izquierda a derecha: una mujer concebida como varón que llega del proscenio sosteniendo una cortina, personaje del que la musa explica su condición de médico en ciernes; una señorita desnuda o casi, brazo zurdo alzado, mano detrás de la cabeza; otra señorita situada al fondo de la escena, los brazos elevados, las manos ocultas y un lienzo realzando lo que no alcanza a cubrir y lo cubierto; un diestro marino que en un estudio previo –gouache sobre papel– lía un cigarrillo; y una mujer sentada que se muestra sin fingimientos. Personajes que hablan un lenguaje aún no formulado, sabiéndose banderas de la nueva expresión artística y verdugos de la precedente; símbolos de una proclama premeditada, meditada y lanzada como una jabalina sobre el buen gusto de un pasado que, herido de muerte, agoniza a sus pies. Conoce la musa que lo vivido por Picasso hasta entonces, tenía como meta velada, contribuir en algún momento impreciso a la concepción de este cuadro, y que el resto de su vasta producción pivota sobre él, incluso su obra magna bautizada Guernica.

El día concreto en que Picasso recibe de un incierto Géry Pieret el producto del provocador robo del Louvre: dos vasos ibéricos; la musa que examina el íntimo carácter del genio no está presente –raro hecho en alguien consustancial– y se pierde la íntima alegría reflejada en el espejo del rostro y el supuesto deseo de propiedad que deja entrever. Aprecia, y para el caso es lo mismo, el brillo de las pupilas codiciosas ante la máscara fang que Vlaminck dona a Derain; o un rictus complacido, brotado el día singular de principios del estío al visitar el Musée d´Etnographie del Trocadèro, cuando le es revelada toda la pureza del arte primitivo.

Los personajes del cuadro Les Demoiselles d´Avignon, poseen vida previa y disfrutan de una evolución que tiene mucho que ver con la marcha del hombre. Sucede a partir del verano de mil novecientos seis, cuando el artista inicia los trabajos preparatorios, encinta ya su mente de luces y oscuridades, de las formas mórbidas que las bañistas exhiben en las playas ardientes. Maneja Picasso los pinceles como vertederas que arrancan inestimables vestigios o tapan las semillas dejadas en el surco, próximas al arroyo que asegura el riego. Porta la herencia del pintor románico, del gótico, del hombre del renacimiento; camina avizor de todos los que le precedieron, bebe en sus fuentes hasta la complacencia o el ahogo; y avanza a la manera en que lo hace el progreso, rompiendo consigo mismo, pisando sobre los escombros de los modelos precursores.

La musa semeja a su debido tiempo un chiquillo, un adolescente, un hombre maduro o un anciano; y con la excepción conocida sigue a Picasso a todos los lugares. Observa, anota, valora y saca conclusiones, ayudada en cada momento por la clarividencia intrínseca. Rememora acaeceres remotos y va descubriendo afinidades hasta que los sucesivos cotejos se ponen de parte del presente. Mantiene la musa el cambiante ritmo seguido por el pintor, jinete Picasso hecho ya al desbocado caballo que monta, bien aprendidos los quiebros, asido a las abundantes crines. No obstante el sincronismo alcanzado, al colegial Pablo Ruiz le cohibió cien veces la inevitable presencia de la musa: generosa porque carece de objetivos propios, obstinada porque en la insistencia cifra el éxito.

Silueta recortada en los contraluces urbanos: personas obligadas a caminar en zigzag como serpientes y callejuelas definidas por las líneas curvas de las fachadas: de la mano del muchacho que va para pintor la musa descubre Barcelona, estudia Bellas Artes en Madrid, se da de bruces en el Museo del Prado con el Giotto, los Flamencos, Goya, Velázquez, Cranach, el Greco; cura la escarlatina en Horta de San Joan y recibe el impulso derrochado por Picasso en su continuo deambular entre artes distintas: pintura, grabado, escultura, cerámica; dominador de los cuatro elementos y de la creación pura. De Altamira a la Realidad Virtual rastrea la musa las Edades del Hombre, y conoce a fondo al animal civilizado por el roce constante del Pensamiento, capaz de suavizar sus hábitos, desde comer congéneres hasta alimentarse en exclusiva de yerbas a punto de ser engullidas por vacas, con cuyo cadáver se alimentarán otras yerbas.

Las barreras que a lo largo de su vida cerraron el paso al rebelde Pablo Ruiz, fueron desencadenante, al decir de la musa, de cientos de acres esbozos, cartas durísimas, manifiestos, relatos, obritas de teatro y pequeños poemas que el autor ocultaba junto a pedazos de intimidad y ensayos fallidos. En ocasiones el cerebro de Picasso se encuentra henchido de cólera divina, aquella que expulsó del Templo a los mercaderes, y haciendo suyo el Dogma del Medievo lo esgrime como espada flamígera, como tizón al rojo; y con él rasga la seda de la hipocresía y el acomodo que lo ahoga. Luego, los truenos agonizan, la lluvia escampa y un olor a tierra fresca invade el recinto, hasta que poco a poco los amigos se atreven a levantar cabeza.

Tanto como Barcelona le dice el París de mil novecientos a Picasso, que parte de la cervecería de “Els quatre gats”, refugio y escuela. Le explica lo mismo la capital francesa pero emplea palabras más vigorosas, y su discurso acaba convenciéndolo. Las personas de su ambiente poseen un barniz de lucidez que sólo se expende en Montparnasse, y los temas de conversación

siendo idénticos son más universales, más trascendentes. Si en el Paralelo el arte depende de la Vida, en el Barrio Latino la vida parece supeditada al Arte. En opinión meditada del desplazado, París es a Barcelona lo que Barcelona a Horta de San Joan.

En el Louvre se da de manos a boca con la Coronación de la Virgen, de Fra Angélico; con La Nave de los Locos, de El Bosco; con La Gioconda, de Leonardo. Admira los Dos Esclavos, esculturas gemelas de Miguel Ángel; los retratos que de Covarrubias pintó El Greco y de Descartes, Frans Hal. Se detiene largo rato ante el Desnudo de Betsabé, de Rembrandt; los Funerales de San Buenaventura, de Zurbarán; la Adoración de los Pastores, de La Tour; Las Bañistas, de Fragonard. Y algunas de sus preguntas estéticas reciben abundantes respuestas de Ingres, Courbet, Corot y Daumier. La existencia discurre vertiginosa en la capital del arte, y lo que allí sucede parece tener una importancia decisiva para la armonía de los mundos, lámparas

colgadas de un techo oscuro y elevado. Se apasiona Picasso con el desgarrado Toulouse-Lautrec y los impresionistas, y oye a la “Ciudad Luz” dictar principios tan claros, tan llenos, que no puede asimilar todo el contenido y ha de regresar al remanso de Málaga –donde sus raíces ahondaron durante diez años y aún son robustas– en busca de base y referencia.

Desde la tierra inicial vuelve a la villa de París ya digerida su primera ingestión; regresa con el simple propósito de entregarse y conquistarla. A partir de ese momento las personas cobran mayor importancia que las cosas, encabezan el desfile de la naturaleza, dirigen el concierto universal. Max Jacob ve, junto a la musa, como en el frío invierno de 1902, persiguiendo el calor esquivo, la estufa consume ochocientos noventa y seis apuntes que el español trascendido tomó del natural y de la memoria a partes iguales, en horas de tumultuosa iluminación. No importan las privaciones; inspira allí el aire expirado por Apollinaire y Cocteau, y conoce a los surrealistas nacidos de las cenizas del dadaísmo. El tiempo está de su lado, pero no necesita ayudas: encabeza cualquier movimiento al que se acerca, eleva todo afán apoyado, camina y le sigue una cohorte de incondicionales. Busca sus amigos entre los escritores y si acepta a algún pintor, como Braque y Derain, ve en ellos cualidades literarias. Y poco a poco se va acercando al verdadero Cuadro.

La musa desea conocer el desgaste derivado del pretérito y la cantidad de futuro que el destino reserva al pintor; examina, con ese solo objeto, la calidad e intensidad de los trazos gruesos y libres, con los cuales, como con un bisturí, Picasso disecciona los días harto de gloria y saturado de pigmentos. Ante un envite interesante juega todas sus cartas, una tras otra, en pos del triunfo. La mujer es uno de sus motores y si alguna lo atrae, despliega su cola de pavoreal hasta conquistarla. Es animal su forma de cortejo, lleno de probadas claves primitivas que dan resultado en otras especies. Finge si es necesario y juega a ser él, desarrolla una imagen que imita a la real, actúa el hombre. Mas si todo falla –aunque lo odia porque ataca a sus convencimientos más profundos– exhibe al artista de mérito y lo sube al desequilibrado platillo de la balanza.

En su último estudio, Matisse muestra a Picasso la naturaleza encontrada más allá de ella misma, la material discontinuidad de las células organizadas en islas, agrupadas en archipiélago vital. Técnicas que cuentan con la complicidad del ojo para ser percibidas en toda su magnífica impureza. Y allí está la musa, menuda, modesta, con la disimulada fascinación de un chiquillo que doma su caballo balancín, cómplice de los dos maestros que se comunican a media voz secretos enigmas, vedados al resto de la humanidad. Acerca los pinceles trocados, confunde la intención y logra otra nueva, contribuyendo según su entender a la anarquía que acaba dando de sí fingidas imágenes, sustitutas aventajadas de la realidad.

No ignora la musa, a estas alturas, que el óleo prefiere el lienzo de lino al de cáñamo, precisando un secado de casi doce meses antes del barniz para no virar al amarillo; así, experta, puede valorar los trabajos obsesivos que Picasso se toma para hacer de las “Demoiselles” el Cuadro. Durante el otoño de mil novecientos seis, sirviéndose de sus incorpóreas manos, de sus ojos transparentes, junta la musa cincuenta y ocho ensayos y los aglutina en un cuaderno: lápiz y tinta china sobre el papel de las hojas apaisadas, cosidas con un cordel y protegidas del roce por pastas de cartón recubierto de tela: desnudos de frente o de perfil, erguidos o sentados, en movimiento o estáticos; retratos, autorretratos, cabezas, rostros, manos, orejas, pies, y varias páginas en blanco que contienen mil proyectos aún sin concretar, los más airosos.

Kandiski, Klee y veintitrés pintores cuyos nombres o sobrenombres comienzan por Ka, como Kokoschka, son acusados de copiar a Velázquez, Vermeer, Van Gogh y otros veintidós pintores cuyos nombres comienzan por Uve. Picasso es el defensor de los copistas dado su conocimiento de los copiados; y un cuervo que abre las alas oscuras, negras de un negro azulado, rojizo y amarillento, de un negro rodeado de negro, en representación de los pintores que comienzan por Erre, Rivera el primero, se ocupa de los intereses de los copiados. Hace de juez el Sentido Común y demuestra que no hay tal plagio; se apoya el carpintero en las tablas de los peldaños primeros, en su intento de colocar las duelas de los posteriores, previos a los que alcanzan el segundo piso.

Atravesando una laguna creativa, descubre la musa al Pintor sumido en recuerdos que puedan servir de asidero. Rememora un paseo en mula desde Tortosa a Horta de San Joan; cuyo recorrido le mostró la vida y su ensayada parsimonia: un jefe de estación silbando sin pito la orden de salida al tren y un pastor mudo que se expresaba con gestos cargados de energía, punzones las manos grabando mensajes en el encerado del aire.

Manifiesta Picasso a Fernande Olivier la belleza del arambol en su nuevo estudio de la rue Ravignan. Penetra la musa tras ellos en las mágicas formas de un edificio ignorante del arriba y abajo, laberinto ruinoso de escaleras, puertas y pasillos. En el bateau lavoir, nombre dado al espacio por Max Jacob, la musa vivió a sus anchas rodeada de poetas, filósofos y escultores, que enlazaban sus discusiones artísticas y filosóficas con diabólicas y angelicales avenencias.

El día en que Picasso cumple veinticinco años, se sincera con el dulce amigo Juan Gris tratando de aligerar su íntima carga. Como el subversivo que trama arrojar una bomba al paso del rey, le avisa con voz de secreto: “El cuadro que ahora concluyes, signado Juan Gris, alcanzará el honor de ser el último del orden arcaico,” y lo apremia, porque en solitario emprende la cruzada. Lleva él, en su interior de auténtico revolucionario, mil lienzos enroscados como serpientes y cuatro más enmarcados, entre ellos están, la Mujer ante el Espejo, las Señoritas de Aviñón y el enorme Guernica, que le causa un daño atroz en la frente y en el pie derecho donde coinciden dos esquinas. Intentando las Demoiselles d´Avignon, el verano de mil novecientos seis, para hacer muñeca toma apuntes; uno de ellos, en gouache sobre papel, lo forman Tres Desnudos –dos mujeres y un hombre– y escribe en los márgenes frases poéticas que rompen el encanto existente estableciendo otro nuevo, entronizando la palabra como signo pictórico, acrecentándola, espigando el dibujo. Ahí se conjugan las claves arcanas que representan el cosmos, portado –objeto de la gravitación universal– debajo de la boina, sobre las recias mandíbulas.

Toma Picasso prestados los lienzos que más le interesan en ese instante, dominio de maestros: El Baño Turco, de Ingres; Las Tres y las Cinco Bañistas, de Paul Cèzanne; El Quinto Sello del Apocalipsis, de El Greco; El Desnudo Azul –recuerdo de Biskra– de Henri Matisse; Las Bañistas, de André Derain, entre ellos. Acepta, también, el arte prehistórico introducido en su mente a través de los ojos, lucernarios inmensos; y empareja, bueyes de su carreta, la técnica aprendida con las aspiraciones que le impulsan a alcanzar lo sublime. Uncida la yunta, agradece a su padre la férrea disciplina inculcada, rigidez de normas que le ha sido muy útil. Hace meses que acarrea el caldo nutricio, veinticuatro horas diarias en los meníngeos matraces, hasta que la reacción se produce y pinta, ara, surca el mar con su navío bordeado de cañones y alcanza tierra firme en el esquife ligero. Días enteros, noches enteras, fragmentos, figuras completas, ensayando, analizando, mezclando como alquimista buretas y pipetas, conjugando como músico piano y violín, rasgueos de guitarra; hasta que va saliendo el cuadro miembro a miembro, esquinas, bordes, tormento a tormento, siempre en presencia de la musa, que toma nota de cuanto ve y cuanto sospecha, para que la posteridad conozca las dificultades de ese parto. Se suceden las cuatro estaciones, frío y calor, inquietudes y certezas, y la musa comprende –lo aprecia en la amplitud de la mirada con que el pintor la contempla– que Picasso está satisfecho de esa pintura tan avanzada. En cuanto se seque y el barniz no suponga un peligro para los colores, al margen de las coordenadas conocidas, habrá de colgarse de la bóveda celeste Les Demoiselles d´Avignon. Ha vertido en ella su acervo íntegro y si no es el Cuadro está a un palmo de serlo. Sabiéndose capaz, cree el genio llegado el momento de prepararse para el Guernica, que quizá tarde en llegar treinta años.

La musa sorprende enfermo a Picasso, úlcera abierta en el estómago, saco receptor de todos los males. Sabe que el doctor Guttman no le ausculta el cerebro, allí donde en realidad se asienta la dolencia; si lo hiciera hallaría un virus que se debilita y refuerza a intervalos irregulares, un germen que no se puede destruir sin matar la propia vida porque es su raíz. No merece la pena levantarse en semejantes días, cuando el bacilo posee las fuerzas que arrebata; no merece la pena pintar, ni hablar con Balthus sobre pintura. “Qué sabe él, qué sé yo, qué sabe nadie del retrato interior; qué sabemos los pintores del aire que envuelve a las figuras, de la sangre que va y viene por venas y arterias, de los sentimientos y opiniones que anidan en cabezas o pechos, de la savia que fluye en las agitadas ramas del olivo, de la eternidad que hace sensibles a las piedras; qué conoce el hombre de la esperanza del hombre, humanizadora de lo observado y entendido; de la estrella polar que ordena al caos en cosmos frente a ella, marcando la senda a todo el universo nocturno; qué sabe nadie de lo desconocido, qué sabemos los pintores de pintura!”

En un momento de tregua determina irse a la casa de Dora Maar, situada en la Vaucluse. Llegado a Ménerbes, para calmar la opresión enciende la chimenea y observa quedamente el fuego, traza líneas móviles sobre múltiples hojas de papel, las dota de la suficiente profundidad para que se perciban todas las llamas, una tras otra, una delante de otra, una al lado de otra,  separadas las unas de las otras; aislándolas, individualizándolas y concediéndoles la importancia que no le dan al insistente dolor –avisador del mal como alcandora en collado– ni el médico ni los que se dicen amigos. Desea leer las cartas de Olga Koklova: letras desiguales mezcladas sin orden ni concierto, márgenes invadidos, líneas dibujadas de arriba a abajo, expresándose en todos los idiomas conocidos por ella –ruso, español, francés– o por ella inventados, perfilando ondulaciones de náufrago que se arrastra en el desierto. Y al menos durante un segundo, cree a Olga la iluminada que conoce el secreto, esa revelación esperada desde los cinco años, cuando colgó en el recibidor de casa su primer retrato. Allí, en los poemas que son fogonazos, está ella con su sabiduría animal, con su telúrico conocimiento de las tormentas y la caña de medir los acantilados.

De improviso resuelve correr hacia la pequeña Maya, dejada en manos de Marie-Thérese Walter, quien educa a su niña para ser hija adulta de Picasso. La actitud materna lo irrita y cede al impulso de romper apuntes, incluso obras acabadas que reinicia de nuevo con furia, porque la destrucción suele apaciguarlo y el renacer dota de plectro a sus cuadros insulsos. La musa nota que Picasso, el pintor genial, se suicida y abdica en el hombre, un individuo de ferviente mirada fugitivo de sí mismo; sabe que existen estímulos a miles, aptos para sacarlo de la apatía y situarlo frente al mundo, dispuesto a modificar la órbita prevista; por eso toma nota y finge indiferencia.

Los encuentros de Picasso con Neruda comienzan –asegura la musa– en mil novecientos treinta y cuatro, alrededores de la Casita del Príncipe, en El Escorial. Pasean solos por los jardines en animada charla, almuerzan juntos y, por separado como han ido, regresan a Madrid con sus íntimos. Poco se sabe de esta primera entrevista, propiciada por la Embajada de Chile a iniciativa del agregado cultural; la musa no reveló los asuntos tratados ni la profundidad del coloquio, tan sólo se conocen dos detalles: lamentaron la marcha insegura de la justicia social, intercambiaron libros. Picasso regaló uno de ellos a Olga Koklova: la Araucana, de Alonso de Ercilla, en un último esfuerzo dedicado a impedir la ruptura.

Es París, sin embargo, la villa que ve nacer un profundo sentimiento entre ambos a pesar de la diferencia de edad. Tiene Pablo Picasso cincuenta y seis años y Neruda es un joven de treinta y tres, vehemente y orgulloso. Pero ¿no es el orgullo la fuerza que impulsa en ocasiones al pintor?

Trabaja Neruda en ese año de 1937, segundo de la Guerra Española –recién llegado de ella– en un libro difícil y aflictivo: “España en el Corazón”. Como dos embarazadas que se intercambian experiencias, él y Picasso, que esboza el cuadro “Guernica”, agotador y doloroso, se orientan el uno al otro disolviendo dudas que van más allá del mero arte, introduciéndose en la filosofía de los conceptos. La madurez de Picasso se impone, y admite Neruda sus sabios consejos como gotas de un elixir prodigioso y escaso. Son frases de amigos tolerantes las que se cruzan a propósito de los poemas que Picasso escribió en mil novecientos treinta y cinco, tratando de llenar el hueco dejado por la pintura tras su separación de Olga y el consiguiente abandono de los pinceles. Los escritos, florecidos de ilustraciones que enriquecen, muestra con pudor de colegial al poeta consagrado, encontrando ahí el punto de equilibrio entre lo dado y lo recibido. “¡Soy un Pintor anciano y un Poeta en pañales!”, anota la musa que acertó a exclamar.

Si no busca la coincidencia con Neruda, ¿qué persigue Picasso al escoger entre sus ocho nombres el de Pablo?  De no ser el deseo de coincidir con Picasso ¿qué lleva a Ricardo Eliecer Neftalí a adoptar de manera oficial el nombre de Pablo en sustitución de la frondosidad onomástica? Diferencias hay, seguro, en su relación; porque dos caracteres tan fuertes como los suyos por fuerza han de chocar. Los ve con sus ojos vacíos la alta cresta, férrea mirada de la torre Eiffel: pasean juntos, bien por una orilla bien por la opuesta a lo largo del Sena, discutiendo en tono amigable de política y de mujeres. Mueren los dos Pablos en mil novecientos setenta y tres, puestos de acuerdo definitivamente, después de la ausencia de trato que marca indeleble una última tarde en el Trocadèro, la víspera del viaje de Picasso a Antibes.

Desarrolla el genio mucho amor a la obra de los demás, y no es frecuente en este período de luchas cuerpo a cuerpo: recalca el tono admirativo la musa al decirlo. Los adorados en uno u otro momento forman una hilera estirada. Y no es sólo de grandes, también los menores la integran. Si se da la valía, por oculta que esté, Picasso la descubre y la pregona. ¡Cuánto le deben los otros! Casi tanto como le adeudan las artes: la pintura en la que fue primero; la escultura, rendida como novia enamorada; y la arquitectura, que recibió esbozos de itinerarios nacientes. Tanto como se obliga el siglo, responde la musa embelesada.

Difuso evoca la musa un entierro en la Provenza, época amable de la cerámica, al que acude acompañando a Picasso. El recoleto cementerio mediterráneo, arraigado en la antigüedad clásica a través de la etimología del nombre, dormitorio; es, en efecto, lugar de descanso formado por patios ajardinados. Allí, área non sancta destinada a los suicidas, el pintor y su musa forman parte de un multitudinario cortejo funerario. Despide el duelo a una joven que el cristal del ataúd permite ver: pálida novia coronada de rosas albas, velo de blanquísimo tul. Las rocas –dolidas por no poseer entre sus facultades la de ablandarse a voluntad, lecho de plumas, esponjosos vellocinos de cordero– recibieron el cuerpo empujado por la desesperación desde lo alto del acantilado. Recién salida de la adolescencia, el amor de un experimentado amador la hizo corro, rindiéndola sin condiciones. El bandido, ya casado, faltó a la cita en una ermita dispuesta para la ceremonia nupcial; y la novia, privada de la dicha y burlada, corrió hasta el despeñadero. Pretende la musa alardear del pintor interesado por lo que le rodea, pasto de su arte, en los días aquellos de Antibes, Vallauris, Mougins y Vauvernagues, cuando buscaba senderos fuera del camino, descubriendo Levens, Saorge, Breil, Lerins, Vence, Fréjus, Valbonne, Robion. Sisteron, Digne, Sourribes y muchos otros, en los que se empapó de arte románico.

Percibe la musa la tensión que Picasso origina en su entorno inmediato; sucede cada vez que el genio entra en las estancias donde otros charlan desenvueltos, incluidas sus mujeres o dilectos amigos. Es como si el revisor llegara al área del tren donde dormitan viajeros sin billete; como si una autoridad central visitara de improviso a los delegados de provincias. Olga escapa a este influjo, ella actúa con la indiferencia deseada por el propio pintor.

Rememora la musa sendos viajes de Picasso, uno de ellos a Polonia, motivado por el Congreso de la Paz; y el otro a Rusia, llamado por los expositores de su obra en Moscú. Esas aproximaciones representan dos oportunidades de visitar Leningrado. Medio en broma, cumpliendo el arcaico ucase del zar Pedro I, el genio entrega a los mandatarios de la ciudad una piedra añadida a su equipaje, un canto rodado con forma de madre que abraza a su hijo, recogido en Málaga durante su última estancia. En el centro de la urbe, a orillas del Neva, en el antiguo Palacio de Invierno lo espera el Ermitage: lienzos, esculturas, grabados, monedas y un variopinto muestrario de diversas culturas. Ocho días ocupa el periplo, decidido de antemano según sus preferencias, y una infinidad de anotaciones y multitud de apuntes dan fe del aprovechamiento. Recorre luego la ciudad: parques, castillos, museos y palacios, dedicando unos días a conocer alfares de porcelana cuyos métodos enlazan con los empleados por chinos y sajones.

En su fecunda madurez recibe Picasso montañas de testimonios en todos los idiomas: libros de arte, novelas, revistas, ensayos y documentales que lo tienen como objeto de su redacción o hablan de él en alguno de sus capítulos. En caso tal, muestran, mediante un papel doblado, las páginas concretas. Junto al llamado “Andén de la Estación”, único lugar de la casa donde la convivencia se hace posible, se va acumulando un variopinto muestrario que espera la mirada crítica del interesado. Sabe la musa que el Genio, vivo, se ha convertido en un valladar y que, muerto, desencadenará un torbellino de acciones, de información, de estudios, de homenajes; y oye musitar con voz ambigua a los otros, a los sufridos oponentes, a quienes esperan que la sede del dios quede vacante: “Picasso, siempre Picasso; como si todo en él empezara, como si todo en él concluyera.”

En verdad es así; quien venga detrás, si quiere hallar el espacio exacto de la pintura, habrá de subir al desván de la improvisación o bajar al sótano de las raíces. No recuerda la musa, sin embargo, haberle oído pronunciar esa frase tan divulgada: “yo no busco, encuentro”. Picasso es pródigo en frases de fuste y no necesita atribuciones espurias. Los chistes, las anécdotas graciosas, las humoradas al hilo de la acción menudean en sus charlas, hasta que una ventolera de malhumor arrasa todo vestigio de mansedumbre.

Ha ido la musa viéndole atesorar minúsculos restos de restos, objetos sobrantes del quehacer cotidiano –un cordón de seda, un clavo de herradura, un botón de nácar– a la espera de hallarles una posterior utilidad. Así, la memoria del rayo que mató en Horta de Sant Joan a un anciano y a su hija, se hace presente y le ayuda, cuando, diez, veinte, treinta años más tarde se enfrenta Picasso a la carencia de luz en un retrato de hombre, convirtiendo su trazo sombrío en pincelada resplandeciente. Ignora lo que va a liberar cuando se sitúa frente a un lienzo en blanco; son las primeras líneas las que sugieren el camino a las siguientes y la brochada inicial la que llama a las otras. En los veinte años que dura su atardecer, cuando ya no es vanguardia, concluida la pintura juzga incompleto el trabajo a sabiendas de que está terminado. En esos momentos de fragilidad emocional desconfía de sus fuerzas, de los logros conseguidos por su dedicación, pero está convencido de haber visto el Cuadro de cerca, de haberlo tenido varias veces en el extremo untuoso de los pinceles, al alcance de los dedos. La musa, avezada a cotejos difíciles, conocedora de cada palmo de la obra de Picasso, está persuadida de que en la Exposición Última, organizada con ocasión del fin del mundo, habrá dos cuadros del genial pintor. Les Demoiselles y Guernica formarán su aporte, considerándose el resto repetición o ensayo. Porque si al Guernica le falta color según los detractores, le sobran fuerza e ingenio, desborda comunicación y energía. Constituye en sí mismo un moderno anuncio publicitario, el cartel de una valla pacifista, un grafismo sublime que incita a la paz más y mejor que la suelta de miles de palomas.

Rugen pesados los aviones repletos de bombas y dejan caer a intervalos medidos su mortífera carga. Todo en el suelo se quiebra a la llegada de la potencia explosiva, todo se deshace. Piedras, plantas, animales y personas diluyen su existencia. Hay un clamor que es rugido, bramido animal, desgarro de vísceras humanas, desgajar de troncos, fundir de órganos. Y el Pintor, que acumula la rabia de todas las heridas, pinta los horrores que siente ante las guerras. Es Picasso un prodigioso creativo en el Guernica, y nada que se acerque a ese Cuadro se ha pintado después. Ningún original salido de las afamadas agencias de publicidad convence tanto. El mensaje del tarjetón postal explota en todos los corazones.

Llega la Navidad de mil novecientos setenta y dos por sorpresa, y la musa descubre a Picasso aterido, un cuerpo debilitado que si se mira en el espejo no se reconoce: facciones afiladas y ojos crecidos. Regresa a su mente el recuerdo de Málaga; y en Málaga, de la casa y los padres. Vuelven detalles sin importancia, ya olvidados, de cuando era mozo, adolescente, niño. Valora lo trivial y cotidiano como nunca ha hecho y percibe en los objetos de su pintura una fuerza interior que alimenta la energía de sus brazos. El genio trabaja con el ímpetu del que anhela hermosear el juicio merecido a la Historia, con la intensidad de quien desea desembarazarse de cien cuadros que aún bullen en su cabeza.

–Cuando no duermo, velas; no creas que no me doy cuenta. –Dice Picasso a Jacqueline, que ocupa, ya sin reservas, el inmediato territorio materno.

–Si duermes permanezco inmóvil para no despertarte. Espero con ansia tu próximo respiro, y no sabes lo que me tranquiliza notar la llegada del aire a tu pecho, ver que se hincha y afloja a intervalos regulares como un fuelle manejado por manos experimentadas. Debo estar alerta para prevenir cualquier retroceso. –Añade ella a modo de tímida confidencia.

–¿Cuándo descansas?

–No pienses que todo es vigilia; a veces el sueño me vence.

En la primavera del setenta y tres, como gotas iniciadoras de una tormenta, van llegando visitas al Mas Nôtre Dame de Vie, en Mougins. Gertrude Stein es la avanzadilla, y trae como presente, piedra sobre piedra, la iglesia de Santa María de Tahull, incluido el Pantócrator. La sigue Pablo, hijo del pintor, que descubre bajo el brazo una gavilla de rayos solares filtrados por las vidrieras góticas de León y Chartres. Pignon, portador de una talla del Perú precolombino. Sabartés y un relieve micénico. Mondrian, albergando en el pecho un ejemplar de “Rayuela”, llega con la Maga y Cortázar. El abogado Schneider cabalga un toro de cinco años que luce seis banderillas en lo alto de la cruz. Elitis y Alberti, estopa encendida y violín afinado, llegan conversando acerca de un artículo de la revista “Verve” –mil novecientos cincuenta y uno– donde el griego comparaba al pintor con Alejandro Magno, pincel en vez de espada. Y por último Hélène, que guía un Amor niño sonrosado.

En la sala contigua a la alcoba oscura, residentes y visitas esperan sentados en rueda y hablan quedo. Algunos rezan, otros maldicen la debilidad de la vida, tan cargada de muerte que la desnivela. Ofrendan los presentes traídos a una deidad abstracta que ninguno nombra. Desean oponerse a la enfermedad y a la muerte, antropomórficas ambas, guerreras de negra armadura y espada flamígera; tratan de oponerse, pero ignoran como se activa el resorte que alza el puente levadizo y cierra la puerta de entrada en el cuerpo inerme.

Sobre el ara pacis del lecho, recoge Jacquelín en sus labios de los labios amados el último suspiro. Consuma Picasso su agonía y la musa, dotada acaso de eternidad, le cierra los párpados y se dispone a vagar sobre las ciudades y los campos, iniciando la búsqueda de un artista de estirpe, renovadas inquietudes y voluntad indómita, a quien prohijar.

 

PSdeJ, ensayo- ficción escrito en Barcelona y París a principios de 2007

 

Pedro Sevylla de Juana nasceu em plena agricultura, lá onde se juntam La Tierra de Campos e El Cerrato, Valdepero, província de Palencia, em Espanha; e a economia dos recursos à espera de tempos piores ajustou o seu comportamento. Com a intenção de entender os mistérios da existência, aprendeu a ler aos três anos. Aos nove iniciou seus estudos no internado do Colégio La Salle de Palencia; seguindo os superiores em Madri. Para explicar as suas razões, aos doze se iniciou na escrita. Cumpriu já os sessenta e nove, e transita a etapa de maior liberdade e ousadia; obrigam-lhe muito poucas responsabilidades e sujeita temores e esperanças. Viveu em Palencia, Valladolid, Barcelona e Madrid; passando temporadas em Genebra, Estoril, Tânger, Paris, Amsterdã, Brasil e Villeneuve sur Lot. Publicitário, conferencista, tradutor, articulista, poeta, ensaísta, crítico e narrador; publicou vinte e três livros e colabora com diversas revistas da Europa e América, tanto em língua espanhola como portuguesa. Trabalhos seus integram seis antologias internacionais. Reside em El Escorial, dedicado por inteiro às suas paixões mais arraigadas: viver, ler e escrever. www.sevylla.com

 
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