| LA CANCIÓN DE LA SOPA  En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes, inclusive diminutas, pero grandes.   Comían alrededor de grandes mesas mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo pero bien establecidas en el piso.   Con cucharas enormes comían la sopa  en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones de unas enormes soperas.   Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café, 
		 a fumarse un cigarrillo sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.   Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo,  veía sucederse a los hijos y a los nietos  en un ininterrumpido y gran bordado.   Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6 montado en un gran auto americano o en un gran caballo 
		 o con un gran estilo  de caminar  para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el 
		 tiempo no había interrumpido, salvo aquél que enfermó, aquél que se fue dejando un enigma y una sensación de vacío —una enorme sensación de vacío— flotando, con el humo de los cigarrillos,  sobre la sobremesa de la cena.   A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá,  dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar 
		 solo consigo mismo, simplemente  no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana 
		 carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era  mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o 
		 con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.   Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo  en la garganta, un nudo que después salía flotando de su 
		 boca montado en un gran suspiro,  un enorme nudo que se enredaba en el vapor  de su taza de café, con unas  volutas que le robaban la mirada y la hacían desear  estar sola,  simplemente no estar ahí, escuchando los llantos  de las últimas hijas y los primeros nietos.   Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos 
		 y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes 
		 soperas vacías, las cucharas mudas  de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió 
		 a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de 
		 teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.   Incluso aquél que enfermó, el primero en partir  como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez, 
		 que se metió en su pecho por la gran boca abierta  de un enorme bostezo.    Entonces  compró una breve sopa instantánea  y entre sus mínimas volutas se permitió un pequeño llanto.   No podía tomar la sopa.  en su diminuto departamento no había una sola cuchara, 
		 una sola mesa bien fundada, algo que vagamente pudiera parecerse a la felicidad  y sus rutinas.    Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío  o del tuyo, cuando las familias eran grandes vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes, inclusive diminutas, pero grandes y veían sucederse a los hijos y a los nietos  en un ininterrumpido y gran bordado con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire. 
		   (de El agua iluminada, 2010)  |