REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências


nova série | número 50 | fevereiro-março | 2015

 
 

 

 

ANDRÉS GALERA

Monstruos esperanzados
 
El sentido evolutivo de la embriología moderna, 1900-1950

Proyecto HAR 2013-43048-P

Andrés Galera. Professor na Universidade Autonómica de Madrid, investigador do CCHS, CSIC. Email: andres.galera@cchs.csic.es

 

EDITOR | TRIPLOV

 
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Evolución es la teoría científica que define la manifestación de la vida terrestre como un fenómeno biológico global basado en la sustitución cronológica de unas especies por otras afines. Filogenia es el nombre dado a esta secuencia de seres vivos continuada hasta el presente. El resultado del proceso es indubitable. Sobre los pormenores de cómo ocurre el cambio serial hay disparidad de criterio. Al naturalista francés Jean-Baptiste Lamarck le corresponde el mérito de haber formulado el primer modelo evolutivo. Es el padre de la criatura, pese a quien pese. Su interpretación de una naturaleza cambiante a lo largo y ancho de la historia del planeta alcanza, al menos, el año 1800, aunque la teoría se hizo mayor con su libro Filosofía zoológica publicado a los nueve años del siglo. El planteamiento era original, ambicioso, descabellado, especulativo, revolucionario. Calificativos que por sí mismos no distinguen las buenas de las malas ideas; pero la evolución es una teoría acertada y cambió el modelo de naturaleza convirtiéndose en el karma de la ciencia biológica. Resumiendo, el ideario lamarckiano introdujo en la biología moderna dos principios básicos: 1) el origen de la vida a partir de la materia inorgánica mediante la acción de procesos físico-químicos propios del sistema natural; 2) la común descendencia de todos los habitantes de la Tierra mediante sucesivas transformaciones adaptativas partiendo del momento inicial. El mecanismo es simple. La modificación drástica de las condiciones medioambientales inhabilita a las especies para sobrevivir. Guiados hacia la supervivencia, la anatomía de los individuos se altera conformándose especies diferentes adaptadas a otro entorno. El ciclo culmina con la reproducción: los padres transmiten a los hijos los caracteres adquiridos. La operación se repetirá siempre que sea necesario. Durante cincuenta años el pensamiento transmutacionista lamarckiano recorrió los círculos científicos recogiendo opiniones. Hubo partidarios, detractores, indiferentes. En 1859 Charles Darwin publicó el Origen de las especies generándose una bipolarización ideológica que hoy perdura. Darwin -quien reconoció haber llegado a similares conclusiones que su antecesor sobre la transformación secuencial de los seres vivos-, definió la evolución en los conocidos términos de lucha por la existencia y supervivencia del más apto. Proceso competitivo llamado selección natural. El modelo se ha divulgado hasta la saciedad a modo de catecismo evolutivo. Bastará repetir que el cambio sucede progresivamente acumulándose, generación tras generación, los rasgos peculiares que aquellos individuos mejor adaptados, escogidos por la selección natural, poseen y transfieren a sus descendientes. Queda claro, Charles Darwin no propuso la idea de evolución, sí un ingenioso mecanismo para explicar el proceso: los organismos evolucionan sometidos a una lucha feroz resuelta en favor del mejor. Un suceso comprensible sin necesidad de ser una lumbrera. Esta es la clave para entender debidamente la popularidad alcanzada por la decimonónica teoría sobre el origen de las especies por selección natural (On the origin of species by means of natural selection). Desde entonces el tema fundamenta la investigación biológica, y científicos relevantes han tratado de componer los escenarios de la evolución. Tampoco hay duda, el actual marco cognitivo de la teoría responde a principios epistemológicos abiertamente distintos de aquellos orígenes. Sin embargo, (in)compresiblemente, (in)necesariamente, Lamarck y Darwin continúan siendo el referente conceptual donde se reconstruye el puzzle transmutacionista comenzado hace dos siglos. 

Simplificando demasiado las cosas diremos que el problema básico de la evolución orgánica es saber cómo se hace un ser vivo. Para los organismos pluricelulares la multiplicación sexual -fusión de los gametos parentales constituyendo un germen celular capacitado para generar otro individuo- es un procedimiento habitual. Centraremos el análisis en esta modalidad. En la reproducción sexual el proceso evolutivo sucede cuando las modificaciones individuales se integran en el modo reproductor, al ser este el canal formativo que aporta individuos a la naturaleza perpetuando la vida. Espacio donde el mecanismo embrionario expresa todo su potencial evolutivo. La pregunta ¿cómo evolucionan las especies? toma sentido dentro de un ámbito biológico preciso, correspondiente a la secuencia morfológica desplegada por el óvulo fecundado en su tránsito hacia un nuevo ser. La conexión entre evolución y embriología es un suceso necesario, circunstancia que los embriólogos del siglo XIX comprendieron inmediatamente. En esta fecha el saber embriológico-evolutivo estuvo representado por sendas líneas de investigación: la teratología experimental y la embriología comparada. Aquella fue una corriente temprana nacida del lamarckismo; la segunda dominó el panorama darwinista a partir de los años sesenta. ¿Qué representan?

Considerada en su esfera embriológica, la dimensión temporal de la evolución cambia. Los hechos abandonan la reconstrucción paleontológica del pasado componiendo el presente. Ahora, el objetivo es entender cómo se forman dos especies a partir de la misma unidad biológica. Lograrlo requiere saber qué mecanismo condiciona la morfología de los organismos. El nuevo enfoque conduce hacia un planteamiento metodológico diferente. Observar, describir, resulta insuficiente para descubrir las leyes evolutivas de la vida. La tarea precisa el uso del experimento. Pensar la evolución empíricamente fue un rasgo distintivo del naturalista Étienne Geoffroy Saint-Hilaire -colaborador directo de Lamarck-. A partir de los años veinte, aplicando las razones ambientalistas del maestro, guiado por los resultados obtenidos en su laboratorio, Étienne enunció una teoría transformista inaudita sustentada en la teratología como causa general del fenómeno. La génesis de una nueva especie ocurriría en la etapa embrionaria mediante la formación de monstruos: unidades catalogadas como productos contrarios al normal orden reproductor. Expresada en tales términos, la morfogénesis constituye el mecanismo operativo de la evolución y la transformación orgánica significa la modificación organizativa de la materia viva. Un planteamiento teóricamente sencillo, pero no desde el punto de vista fenomenológico. La etapa embrionaria estaría condicionada por factores ambientales que canalizarían el desarrollo hacia la formación regular de individuos. Si el medio se modifica, las nuevas circunstancias inducirán en el embrión nuevas características anatómicas. Son variaciones adaptativas vinculadas al mundo exterior donde vivirán los descendientes. Hay, pues, un fenómeno de transferencia informativa expresado morfológicamente. Por ejemplo, cabría conjeturar la aparición del aparato respiratorio, pulmones y branquias, como una modificación ligada a la concentración de oxígeno. Una menor proporción gaseosa habría causado en los embriones de especies pretéritas un incremento del tejido respiratorio compensando la perdida del fluido. La condición acuosa o aérea del hábitat dirige el producto final. El aumento de la superficie funcional dotó al sistema de mayor eficiencia preadaptando el organismo a circunstancias de vida adversas, diferentes, originándose un sujeto anormal capaz de colonizar otro nicho ecológico. Un monstruo polivalente, esperanzado en cuanto a la posibilidad de vivir en el medio apropiado a su naciente cualidad anatómico-funcional. Organigrama que configura la evolución hacia la génesis de organismos diferenciados, adaptados, a una realidad insólita. El resto de la centuria la teratología evolutiva desempeñó un papel secundario. Destacados naturalistas, particularmente Isidore Geoffroy Saint-Hilaire y Camille Dareste, exploraron esta vía experimental, vinculada finalmente al ideario darwinista. 

Sustentada por la embriología comparada, la teoría de la recapitulación, es decir, la idea de considerar la embriogénesis como un relato de la historia evolutiva de la especie, prorrumpe con fuerza, con diferentes enunciados, durante las primeras décadas de 1800. Pronto formó parte del abecé embriológico, pero su incorporación en mayúsculas al debate evolucionista sucedió en la década de los años sesenta. Lo hizo, expresamente, con la versión elaborada por el zoólogo alemán Ernst Haeckel en su obra Generelle Morphologie der Organismen, editada en 1866. Conocida como ley biogenética, la teoría haeckeliana afirma que los diferentes estadios embrionarios representan aquellas formas adultas encarnadas por la especie en su camino evolutivo. Abreviadamente, la ontogenia recapitula la filogenia. Sentencia tan divulgada como errada. Imaginemos el caso de la especie humana. En su desarrollo, sucesivamente, el embrión rememora un pez, un anfibio, un reptil, un mamífero, un primate, hasta alcanzar la morfología del hombre. Discurrida en términos recapitulacionistas, la evolución es un sumatorio de partes identificando cada cual un producto final concreto. Preguntémonos ¿cómo ocurre? Haeckel dividió el patrimonio hereditario en dos clases. Un grupo responde a los caracteres transmitidos por los progenitores representando el tipo normal. El segundo lo componen los caracteres adquiridos por el adulto en su relación adaptativa con el medio. Una singular concesión a Lamarck. La herencia adquirida constituye la fuente de variabilidad evolutiva, se manifiesta en la fase final del ciclo embrionario incrementándose el número de etapas. Sopesado, el argumento tiene un grave problema práctico que antaño tampoco pasó desapercibido. La continua agregación de estadios evolutivos provocaría una distorsión fisiológica de la ontogenia haciéndola inabarcable. La ley biogenética fue reformulada. La embriogénesis no sería una recapitulación absoluta sino la repetición condensada, abreviada, simplificada, acelerada, del pasado de la especie. Alcanzado el siglo XX pocas eran las dudas sobre la falsedad de la teoría. El propio Haeckel reconoció haber alterado las pruebas para facilitar su comprensión simulando una secuencia evolutiva común entre los embriones de las distintas especies comparadas. La embriología recuperó la lógica científica dictada por el biólogo Ernst von Baer en los años veinte. Un argumento sencillo, de sentido común: el embrión solo se asemeja a los de su especie, pasando en su desarrollo del estado general al particular, de lo amorfo a lo concreto, adquiriendo paulatinamente la condición anatómica propia del ser informativo contenido en el huevo. Las coincidencias embrionarias entre grupos diferentes testimonian un pasado conjunto, nada más. Un embrión no recapitula su pasado repite parcialmente la ontogenia de sus antepasados. Entonces, ¿cuál es el significado evolutivo de la reproducción? Cuestión pertinente, necesaria, cardinal, modelada a lo largo de la vigésima centuria a través de la genética y la biología del desarrollo.

El interrogante tuvo una respuesta anticipada el año 1866, aunque pasó desapercibida. Referimos el consabido experimento con guisantes realizado por Gregor Johann Mendel en el monasterio cisterciense de la ciudad de Brno. Durante una década el monje cruzó millares de plantas y examinó los frutos. Estudió la forma, el tamaño, el color, la textura, al objeto de explicar la evolución en un contexto preciso: conocer qué mecanismo biológico posibilita que los hijos hereden los rasgos paternos. Su teoría hereditaria dio fundamento a la genética. En su mente las especies no evolucionaban  influenciadas por el medio, ni dirigidas por la selección natural. El azar era el responsable de mezclar los caracteres parentales durante la fecundación. Espontáneamente, a veces, la combinación genética resultante se estabilizaba en los hijos. En tal caso, abruptamente, la descendencia conformaba un colectivo específico reproductivamente constante constituyendo otra especie. Llanamente, la evolución sería la consecuencia de una recombinación cromosómica singular. En 1900 se redescubren las leyes de Mendel. La genética comienza su imparable ascenso biológico. Antes se formula la teoría cromosómica; después vendrá la noción de gen: unidad cromosómica responsable de la expresión fenotípica. Aplicando el modelo mendeliano, el botánico holandés Hugo de Vries, uno de los afortunados redescubridores, redactó Die mutationstheorie (La teoría de la mutación); dos innovadores volúmenes dedicados al origen de las especies aparecidos el primer y tercer año. Concisamente, el ideario mutacionista propone que la evolución no sigue la pauta darwinista. La formación de una especie no acontece por la lenta y gradual acumulación de pequeños cambios orgánicos, sucede por la manifestación reproductora de bruscas variaciones tipológicas, espontáneas, estables, repentinas, heredables, denominadas mutaciones, modificándose abruptamente la tipología del progenitor. El suceso es colectivo y finalista; ocurre en la descendencia diferenciando grupos morfológicos. La mutación remplazaba a la selección natural como motor de la evolución. Sería la causa primera. Pocos años después, persuadido por el mendelismo, el embriólogo Thomas Hunt Morgan inicia en la Universidad de Columbia sus experimentos con Drosophila melanogaster: la popular mosca de la fruta. Este peludo y minúsculo insecto de saltones ojos color bermellón revolucionó la genética. En el laboratorio de Morgan no criaban moscas por casualidad. La idea era comprobar si la prole mostraba las modificaciones espontáneas predichas por la teoría. Lo consiguieron, en parte. Transcurridos varios años nació un individuo de ojos blancos. El ejemplar probó la existencia de mutaciones naturales aunque el significado evolutivo no era el esperado: no constituía una nueva especie. Docenas de mutantes experimentales aparecerán en los años venideros. Moscas sin alas, con alas enroscadas, atrofiadas, cortadas, acanaladas, individuos de ojos pardos, castaños, color melocotón, son ejemplos de esta zoología fantástica fruto de la manipulación génica. Al vislumbrarse el modus operandi del genoma algunas piezas del rompecabezas morfogenético comienzan a encajar: el cromosoma es el soporte material del gen cuya expresión regula la diferenciación embrionaria. Publicado en 1915, The Mechanisme of Mendelian Heredity es el libro donde se exponen los resultados. El texto establecía las bases de la genética moderna. Patrón que por décadas caracterizó la teoría neodarwinista ahormada ahora entorno a la genética de poblaciones. Pensaron que la evolución era una ciencia exacta escrita en lenguaje genético. En los años cuarenta la hegemonía cristalizó bajo la denominación de teoría sintética o síntesis moderna. Julian Huxley, uno de los fundadores del movimiento, calificó el acontecimiento como la revancha del darwinismo. También fue el título de la conferencia impartida en el parisino Palais de la Découverte el primer miércoles del mes de octubre, en 1945. El neodarwinismo asimiló fácilmente el patrón de variación génica aplicando una receta harto conocida: la relación causa-efecto. La evolución tendría un soporte exclusivamente genético consecuencia de la expresión de pequeñas mutaciones que introducen modificaciones puntuales en la tipología de la población; conjunto donde ocurre la selección. Repetido de forma gradual, continuada, acumulativa, el fenómeno explicaría como se diversifican las especies a lo largo del tiempo mediante la paulatina y selectiva adición de mutaciones. Con esta letra se escribió la partitura fundacional del darwinismo moderno.

Por aquellas fechas hacía décadas, desde 1880, que la embriología era una disciplina netamente experimental dejando atrás el proceder descriptivo. Se investigaba cuál era la mecánica del desarrollo embrionario. Surgieron muchos interrogantes. El principal, conocer cómo opera la diferenciación celular, tisular, orgánica, en la construcción del individuo. Problema biológico subrogado en primera instancia a descubrir qué factores determinan la transformación del embrión. La investigación avanzó en el sentido de definir el suceso como una reacción en cascada, de tal manera que la estructura organizativa inducida en una etapa sería el elemento desencadenante de la siguiente. Así sucesivamente. Luego tenemos el concepto de campo morfogenético: el embrión se organiza en regiones autorreguladas, denominadas campos, actuando cada cual para producir una determinada anatomía. Los campos se adecuan correlativamente al momento embriológico indicando lo que se hace en todo instante. De este modo, el proceso tiene la plasticidad necesaria para alcanzar su nivel organizativo en los sucesivos estadios. Fueron los años veinte, treinta y cuarenta de 1900. Sumando la teoría genética, el modelo embriológico es el producto de un complicado discurrir fisiológico de origen génico; aunque la presunta equivalencia entre genoma y morfología resulta insuficiente para explicar el interactivo e intrincado entramado embrionario. Alcanzado este punto, al identificar la evolución como un fenómeno mutacionista el biólogo se pregunta ¿cómo influye el cambio genómico en la ontogenia trazando una vida diferente? El reto es elaborar una teoría unificada capaz de integrar la información cromosómica celular con el proceso embriológico activado por la fecundación. Richard Goldschmidt, un heterodoxo genetista alemán afincado en Estados Unidos -profesor en la universidad de Berkely desde 1936-, aceptó el desafío. Planteó el problema abiertamente, sin ambages. Su teoría fue impresa el año 40. El libro se titula The Material Basis of Evolution. Cuatrocientas páginas de manual dedicadas a consolidar un esquema embriogenético bifocal atendiendo a los conceptos de macro y microevolución. La hipótesis general concibe el hecho evolutivo como un suceso embriológico siendo los cromosomas el material básico de la evolución. Dos mecanismos actuarían remodelando las poblaciones. Uno la microevolución, resultado de la aparición de micromutaciones identificadas como alteraciones morfológicas acordes con la estructura anatómica de la especie y, consecuentemente, compatibles con el programa embrionario existente. El cambio conllevaría la mejora adaptativa de un colectivo a una región específica dentro del área de distribución de la especie, generándose subespecies, razas, o variedades. Sencillamente, sin perder la identidad, la tipología se remodela de manera eficiente para habitar entornos locales. La micromutación sería un callejón sin salida evolutiva; constituiría un mero mecanismo de especialización incapaz de producir nuevas especies.

Por contra, evolución es sinónimo de macroevolución. Noción definida como una reorganización genómica -llamada mutación sistémica- en grado de constituir otro patrón cromosómico, otro sistema genético. La emergencia de un sistema informativo diferente induciría un proceso ontogénico también diferente. Este cambio será el origen de nuevos organismos vinculados a una novedosa línea evolutiva, viable siempre y cuando hallen un nicho medioambiental adecuado a su innovadora naturaleza. El primer pájaro salió de un huevo de reptil, repite Goldschmidt fotografiando la idea. Era el hopelful monster, el monstruo esperanzado. Modelo recurrente -génesis embrionaria de seres anómalos preadaptados a otro medio-, diferenciándose de antaño por hallar en el componente genético la causa que da vida al proceso relegando el factor ambiental. El argumento marca el punto álgido de la teoría, definiendo la evolución como una sucesión de saltos evolutivos discordantes con el programa gradualista-seleccionista establecido por la teoría sintética. Por su insumisión, por su diferente manera de pensar, el científico germano fue ignorado, repudiado, ridiculizado, excluido del pensamiento evolucionista. Sin embargo, actualmente se reconsidera la vigencia de su propuesta al explicar determinados episodios evolutivos; por ejemplo, como fórmula de especiación del grupo botánico de las orquídeas.

El año 1924 Hans Spemann, profesor de zoología de la universidad de Friburgo, y su alumna Hilde Mangold, publicaron los resultados de su experimentación con embriones de tritón demostrado la inducción embrionaria -uno de los hitos en biología del desarrollo-. El hecho es un concepto fácil de explicar; mucho menos precisar cómo se hace efectivo. Tempranamente, a partir del estadio llamado gástrula, se diferencia en el embrión una zona tisular que asume el control de la embriogénesis determinando el organigrama futuro. Se denomina organizador, caracterizándose por su polivalencia funcional: injertada en otro embrión una porción del tejido, este segundo organizador genera un embrión secundario utilizando la estructura celular del receptor. El programa se ejecuta a través de señales químicas. Más de seis décadas han transcurrido hasta conocer la base molecular del mecanismo. La inducción embrionaria fue el camino recorrido por el naturalista británico Conrad Hal Waddington al trazar la pretendida síntesis entre embriología, genética y evolución. La pregunta correcta era: ¿cómo compatibilizar la rigidez informativa del código genético, la propiedad conservativa del sistema ontogénico y la variabilidad evolutiva? Durante los años treinta Waddington investigó la verosimilitud del suceso en mamíferos y aves. Realizó experimentos sorprendentes. Uno de los más sonados fue el transplante de un organizador de conejo a un embrión de pollo provocando la formación de un embrión secundario estándar. Cuando menos, la condición interespecífica del experimento prueba que la señal emitida por el organizador es la misma en distintas especies de vertebrados. La respuesta no depende de la composición génica sí de su expresión. Hay diferencias genéticas, cierto, y semejanzas moleculares, marcadores químicos, reconocidos por la unidad celular al margen del origen. Información relativa a la activación del proceso, nunca sobre el contenido de un programa morfológico inalterado. La solución pensada por Waddington considera la actividad del organizador como la consecuencia de un suceso más complejo que la mera respuesta a una señal. Simplificamos. La receta consiste en admitir que los genes responsables -nominados homeóticos, del griego homeo: semejante- tienen un efecto cuantitativo, actúan conjuntamente. Los marcadores químicos producto de la transcripción génica establecen gradientes de concentración, actuando como balizas que canalizan la distribución espacial de las células y, con ello, la identidad morfológica a constituir posteriormente. El esquema merece el nombre de paisaje epigenético (epigenetics landscape), un intuitivo escenario ontogénico donde se distribuye la comunidad celular guiada por las señales químicas -no genéticas- que marcan las diferentes trayectorias. El proceso bioquímico es complejo. Atendemos sólo al rasgo principal; suficiente para preguntarnos, y entender, el sentido evolutivo del modelo. ¿Cuál? La intención básica es integrar genética y evolución como elementos de un sistema dinámico, situándolos en niveles operativos distintos para evitar que la introducción de cambios evolutivos provoque una reorganización cromosómica contraria a la viabilidad del organismo. El concepto de paisaje epigenético asocia la  variabilidad a una alteración de la expresión génica, a una inhibición total o parcial de la función del gen, remodelándose el horizonte en grado de provocar una respuesta celular diferente conducente a otra tipología. Simultáneamente, la mecánica permite al sistema interacuar con el medio externo componiendo una opción posible para la herencia de caracteres adquiridos.

Director del Institute of Genetics de Edimburgo, Conrad Waddington es uno de los grandes teóricos del siglo veinte sobre embriología del desarrollo y evolución; referente indiscutible, incluso, más allá de los años cincuenta. Organisers and genes, 1940, y The strategy of the genes, 1957, son obras fundamentales. 

La ontogenia no recapitula la filogenia, la crea. La frase pertenece al zoólogo británico Walter Garstang. Se publicó en 1922, incluida en su artículo "The theory of recapitulation: a critical re-statement of the biogenetic law". Ocho palabras, ocho, suficientes para impugnar la teoría; necesarias para interpretar la evolución aplicando un criterio embriológico revolucionario. ¿Cómo? La idea es sencilla, ingeniosa, posible; conlleva una reforma conceptual necesaria para alterar el orden de las cosas, para lograr que el proceso reproductor conduzca a un producto final diferente al establecido en el guión cromosómico. La estrategia consiste en trazar el camino de la evolución empleando las formas juveniles de la ontogenia. Especialista en invertebrados marinos, Garstang entrevió las implicaciones evolutivas implícitas en tal planteamiento aplicado a la reproducción sexual externa; modelo generalizado en este grupo zoológico. La fecundación ocurre en el agua. El huevo fecundado da paso a una transformación larvaria secuencial que modela al individuo hasta convertirlo en adulto. El conjunto se denomina ciclo vital -sirve de recordatorio el caso de un vertebrado muy conocido, la rana-. Cada etapa representa un esbozo orgánico autosuficiente, diferenciado del adulto por su composición anatómica e inmadurez reproductora. Esta desemejanza marca el quid de la cuestión. ¿Por qué? Simplificando, podemos catalogar el estado de larva como un potencial hopelful monster adaptado al medio acuático que, incapaz de independizarse, continúa la rutinaria metamorfosis indicada en la partitura embrionaria. Considerando la separación tipológica existente con el adulto, para crear una nueva especie bastará con que la forma juvenil adquiera la capacidad sexual prematuramente. Todo ocurre mediante una alteración espacio-temporal. El desajuste organizativo de la especie original pasa a ser el organigrama de una especie distinta. El proceso es directo, inmediato y conservativo -no requiere la construcción de nuevas estructuras-, propiedades decisivas al dictaminar su viabilidad. Este fue el esquema planteado por Walter Garstang: considerar la potencia de los estadios juveniles para manifestar una nueva línea evolutiva. Conclusión, la ontogenia crea la filogenia. La maduración sexual temprana ocurre al alterarse el sincronismo ontogénico (heterocronía): las gónadas se desarrollan anticipadamente permitiendo la reproducción del espécimen inacabado -el ajolote es un ejemplo actual de esta fenomenología-. El modelo elaborado por Garstang alcanzó pleno sentido evolutivo investigando el ciclo vital de la ascidia. Este colorido tunicado, frágil de apariencia y forma tubular, puebla el fondo marino concluida la maduración. Contrariamente, los jóvenes proliferen libremente entre las aguas oceánicas impulsados por un singular apéndice caudal. La peculiar cola presentar una cuerda dorsal denominada notocordio. Un cordón celular macizo, a modo de incipiente columna vertebral, que desaparece al transformarse en adulto. El notocordio es una de las características evolutivas -sinapomorfia es el correspondiente término científico- distintiva de los animales cordados; conjunto compuesto básicamente por los vertebrados. El hecho llevó a Garstang a situar el origen evolutivo del grupo en un antepasado invertebrado con un desarrollo larvario similar al de la ascidia. En algún momento, bajo circunstancias concretas, el estadio juvenil adquirió la capacidad reproductora manteniendo la cuerda dorsal como elemento fundamental de su anatomía. Estos especímenes serían el germen de una exitosa línea evolutiva, modelada de mil formas y colores hasta el presente. Con sus investigaciones, Garstang abrió una puerta genuinamente embriológica a la evolución, impensable hasta entonces. Por ella transitó otro embriólogo británico, coetáneo, Gavin de Beer. Dos libro, Embriology and evolution, 1930, y Embryos and ancestros, 1940, contienen su ideario. No obstante, será el paleontólogo Stephen Jay Gould quien convierta el argumento en referente evolutivo. Lo hizo durante el último cuarto del siglo XX. Su obra Ontogeny & phylogeny, publicada en 1977, es un clásico de las ciencias biológicas. Hoy, esta innovadora manera de pensar conforma sustancialmente la biología evolutiva del desarrollo; usualmente conocida por su acrónimo inglés: evo-devo (evolutionary developmental biology).  

Alcanzado el punto final es obligado subrayar que la embriología evolutiva pone el acento en conocer el proceso reproductor, deconstruirlo y comprender cómo cambia espontáneamente el sistema generando organismos diferentes. La acción ocurre partiendo de una situación estructuralmente definida que condiciona la manera de actuar. Gráficamente, la evolución no tiene las manos libres. Recurrimos a Cicerón al afirmar que en la naturaleza sólo ocurre aquello que puede ocurrir, por muy sorprendente que sea. Acabamos mediada la vigésima centuria. El relato queda incompleto. La segunda mitad tuvo sus novedades. Interesantes. Particularmente llamativa resulta la aportación realizada por la embrióloga francesa Rosine Chandebois comenzada la década de los ochenta. Su teoría es una propuesta antidarwinista con la finalidad de construir una nueva lógica del ser vivo. ¿Cómo lograrlo? guiándonos por las similitudes al comparar las grandes líneas evolutivas con los parámetros generales trazados por el embrión en su desarrollo (Pour en finir avec le darwinisme, 1993). Pero hoy esta historia no nos pertenece. Se pospone para mejor ocasión. Recordar únicamente que, contrariamente al objetivo pretendido por algunos, la solución del puzle evolutivo no es única, sí compleja. Todavía faltan muchas piezas por descubrir; de las conocidas, algunas están mal colocadas, otras no sabemos dónde encajan. Paciencia, tesón y amplitud de miras, son cualidades necesarias para avanzar en la prospección del pasado presente futuro de la vida.

 

 

© Maria Estela Guedes
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