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Evolución es la teoría científica que define la manifestación de la vida
terrestre como un fenómeno biológico global basado en la sustitución
cronológica de unas especies por otras afines. Filogenia es el nombre
dado a esta secuencia de seres vivos continuada hasta el presente. El
resultado del proceso es indubitable. Sobre los pormenores de cómo
ocurre el cambio serial hay disparidad de criterio. Al naturalista
francés Jean-Baptiste Lamarck le corresponde el mérito de haber
formulado el primer modelo evolutivo. Es el padre de la criatura, pese a
quien pese. Su interpretación de una naturaleza cambiante a lo largo y
ancho de la historia del planeta alcanza, al menos, el año 1800, aunque
la teoría se hizo mayor con su libro
Filosofía zoológica publicado
a los nueve años del siglo. El planteamiento era original, ambicioso,
descabellado, especulativo, revolucionario. Calificativos que por sí
mismos no distinguen las buenas de las malas ideas; pero la evolución es
una teoría acertada y cambió el modelo de naturaleza convirtiéndose en
el karma de la ciencia
biológica. Resumiendo, el ideario lamarckiano
introdujo en la biología moderna dos principios básicos:
1) el origen de la vida a
partir de la materia inorgánica mediante la acción de procesos
físico-químicos propios del sistema natural;
2) la común descendencia de todos los habitantes de la Tierra
mediante sucesivas transformaciones adaptativas partiendo del momento
inicial. El mecanismo es simple. La modificación drástica de las
condiciones medioambientales inhabilita a las especies para sobrevivir.
Guiados hacia la supervivencia, la anatomía de los individuos se altera
conformándose especies diferentes adaptadas a otro entorno. El ciclo
culmina con la reproducción: los padres transmiten a los hijos los
caracteres adquiridos. La operación se repetirá siempre que sea
necesario. Durante cincuenta años el pensamiento transmutacionista
lamarckiano recorrió los círculos científicos recogiendo opiniones. Hubo
partidarios, detractores, indiferentes. En 1859 Charles Darwin publicó
el Origen de las especies
generándose una bipolarización ideológica que hoy perdura. Darwin -quien
reconoció haber llegado a similares conclusiones que su antecesor sobre
la transformación secuencial de los seres vivos-, definió la evolución
en los conocidos términos de lucha por la existencia y supervivencia del
más apto. Proceso competitivo llamado selección natural. El modelo se ha
divulgado hasta la saciedad a modo de catecismo evolutivo. Bastará
repetir que el cambio sucede progresivamente acumulándose, generación
tras generación, los rasgos peculiares que aquellos individuos mejor
adaptados, escogidos por la selección natural, poseen y transfieren a
sus descendientes. Queda claro, Charles Darwin no propuso la idea de
evolución, sí un ingenioso mecanismo para explicar el proceso: los
organismos evolucionan sometidos a una lucha feroz resuelta en favor del
mejor. Un suceso comprensible sin necesidad de ser una lumbrera. Esta es
la clave para entender debidamente la popularidad alcanzada por la
decimonónica teoría sobre el
origen de las especies por selección natural (On
the origin of species by means of natural selection). Desde entonces
el tema fundamenta la investigación biológica, y científicos relevantes
han tratado de componer los escenarios de la evolución. Tampoco hay
duda, el actual marco cognitivo de la teoría responde a principios
epistemológicos abiertamente distintos de aquellos orígenes. Sin
embargo, (in)compresiblemente, (in)necesariamente, Lamarck y Darwin
continúan siendo el referente conceptual donde se reconstruye el puzzle
transmutacionista comenzado hace dos siglos.
Simplificando demasiado las cosas diremos que el problema básico de la
evolución orgánica es saber cómo se hace un ser vivo. Para los
organismos pluricelulares la multiplicación sexual -fusión de los
gametos parentales constituyendo un germen celular capacitado para
generar otro individuo- es un procedimiento habitual. Centraremos el
análisis en esta modalidad. En la reproducción sexual el proceso
evolutivo sucede cuando las modificaciones individuales se integran en
el modo reproductor, al ser este el canal formativo que aporta
individuos a la naturaleza perpetuando la vida. Espacio donde el
mecanismo embrionario expresa todo su potencial evolutivo. La pregunta
¿cómo evolucionan las especies? toma sentido dentro de un ámbito
biológico preciso, correspondiente a la secuencia morfológica desplegada
por el óvulo fecundado en su tránsito hacia un nuevo ser. La conexión
entre evolución y embriología es un suceso necesario, circunstancia que
los embriólogos del siglo XIX comprendieron inmediatamente. En esta
fecha el saber embriológico-evolutivo estuvo representado por sendas
líneas de investigación: la teratología experimental y la embriología
comparada. Aquella fue una corriente temprana nacida del lamarckismo; la
segunda dominó el panorama darwinista a partir de los años sesenta. ¿Qué
representan?
Considerada
en su esfera embriológica, la dimensión temporal de la evolución cambia.
Los hechos abandonan la reconstrucción paleontológica del pasado
componiendo el presente. Ahora, el objetivo es entender cómo se forman
dos especies a partir de la misma unidad biológica. Lograrlo requiere
saber qué mecanismo condiciona la morfología de los organismos. El nuevo
enfoque conduce hacia un planteamiento metodológico diferente. Observar,
describir, resulta insuficiente para descubrir las leyes evolutivas de
la vida. La tarea precisa el uso del experimento. Pensar la evolución
empíricamente fue un rasgo distintivo del naturalista Étienne Geoffroy
Saint-Hilaire -colaborador directo de Lamarck-. A partir de los años
veinte, aplicando las razones ambientalistas del maestro, guiado por los
resultados obtenidos en su laboratorio, Étienne enunció una teoría
transformista inaudita sustentada en la teratología como causa general
del fenómeno. La génesis de una nueva especie ocurriría en la etapa
embrionaria mediante la formación de
monstruos: unidades
catalogadas como productos contrarios al normal orden reproductor.
Expresada en tales términos, la morfogénesis constituye el mecanismo
operativo de la evolución y la transformación orgánica significa la
modificación organizativa de la materia viva. Un planteamiento
teóricamente sencillo, pero no desde el punto de vista fenomenológico.
La etapa embrionaria estaría condicionada por factores ambientales que
canalizarían el desarrollo hacia la formación regular de individuos. Si
el medio se modifica, las nuevas circunstancias inducirán en el embrión
nuevas características anatómicas. Son variaciones adaptativas
vinculadas al mundo exterior donde vivirán los descendientes. Hay, pues,
un fenómeno de transferencia informativa expresado morfológicamente. Por
ejemplo, cabría conjeturar la aparición del aparato respiratorio,
pulmones y branquias, como una modificación ligada a la concentración de
oxígeno. Una menor proporción gaseosa habría causado en los embriones de
especies pretéritas un incremento del tejido respiratorio compensando la
perdida del fluido. La condición acuosa o aérea del hábitat dirige el
producto final. El aumento de la superficie funcional dotó al sistema de
mayor eficiencia preadaptando el organismo a circunstancias de vida
adversas, diferentes, originándose un sujeto anormal capaz de colonizar
otro nicho ecológico. Un
monstruo polivalente,
esperanzado en cuanto a la
posibilidad de vivir en el medio apropiado a su naciente cualidad
anatómico-funcional. Organigrama que configura la evolución hacia la
génesis de organismos diferenciados, adaptados, a una realidad insólita.
El resto de la centuria la teratología evolutiva desempeñó un papel
secundario. Destacados naturalistas, particularmente Isidore Geoffroy
Saint-Hilaire y Camille Dareste, exploraron esta vía experimental,
vinculada finalmente al ideario darwinista.
Sustentada
por la embriología comparada, la teoría de la recapitulación, es decir,
la idea de considerar la embriogénesis como un relato de la historia
evolutiva de la especie, prorrumpe con fuerza, con diferentes
enunciados, durante las primeras décadas de 1800. Pronto formó parte del
abecé embriológico, pero su incorporación en mayúsculas al debate
evolucionista sucedió en la década de los años sesenta. Lo hizo,
expresamente, con la versión elaborada por el zoólogo alemán Ernst
Haeckel en su obra Generelle
Morphologie der Organismen, editada en 1866. Conocida como ley
biogenética, la teoría haeckeliana afirma que los diferentes estadios
embrionarios representan aquellas formas adultas encarnadas por la
especie en su camino evolutivo. Abreviadamente,
la ontogenia recapitula la
filogenia. Sentencia tan divulgada como errada. Imaginemos el caso
de la especie humana. En su desarrollo, sucesivamente, el embrión
rememora un pez, un anfibio, un reptil, un mamífero, un primate, hasta
alcanzar la morfología del hombre. Discurrida en términos
recapitulacionistas, la evolución es un sumatorio de partes
identificando cada cual un producto final concreto. Preguntémonos ¿cómo
ocurre? Haeckel dividió el patrimonio hereditario en dos clases. Un
grupo responde a los caracteres transmitidos por los progenitores
representando el tipo normal. El segundo lo componen los caracteres
adquiridos por el adulto en su relación adaptativa con el medio. Una
singular concesión a Lamarck. La herencia adquirida constituye la fuente
de variabilidad evolutiva, se manifiesta en la fase final del ciclo
embrionario incrementándose el número de etapas. Sopesado, el argumento
tiene un grave problema práctico que antaño tampoco pasó desapercibido.
La continua agregación de estadios evolutivos provocaría una distorsión
fisiológica de la ontogenia haciéndola inabarcable. La ley biogenética
fue reformulada. La embriogénesis no sería una recapitulación absoluta
sino la repetición condensada, abreviada, simplificada, acelerada, del
pasado de la especie. Alcanzado el siglo XX pocas eran las dudas sobre
la falsedad de la teoría. El propio Haeckel reconoció haber alterado las
pruebas para facilitar su
comprensión simulando una secuencia evolutiva común entre los embriones
de las distintas especies comparadas. La embriología recuperó la lógica
científica dictada por el biólogo Ernst von Baer en los años veinte. Un
argumento sencillo, de sentido común: el embrión solo se asemeja a los
de su especie, pasando en su desarrollo del estado general al
particular, de lo amorfo a lo concreto, adquiriendo paulatinamente la
condición anatómica propia del ser informativo contenido en el huevo.
Las coincidencias embrionarias entre grupos diferentes testimonian un
pasado conjunto, nada más. Un embrión no
recapitula su pasado
repite parcialmente la
ontogenia de sus antepasados. Entonces, ¿cuál es el significado
evolutivo de la reproducción? Cuestión pertinente, necesaria, cardinal,
modelada a lo largo de la vigésima centuria a través de la genética y la
biología del desarrollo.
El
interrogante tuvo una respuesta anticipada el año 1866, aunque pasó
desapercibida. Referimos el consabido experimento con guisantes
realizado por Gregor Johann Mendel en el monasterio cisterciense de la
ciudad de Brno. Durante una década el monje cruzó millares de plantas y
examinó los frutos. Estudió la forma, el tamaño, el color, la textura,
al objeto de explicar la evolución en un contexto preciso: conocer qué
mecanismo biológico posibilita que los hijos hereden los rasgos
paternos. Su teoría hereditaria dio fundamento a la genética. En su
mente las especies no evolucionaban
influenciadas por el medio, ni dirigidas por la selección
natural. El azar era el responsable de mezclar los caracteres parentales
durante la fecundación. Espontáneamente, a veces, la
combinación
genética resultante se
estabilizaba en los hijos. En tal caso, abruptamente, la descendencia
conformaba un colectivo específico reproductivamente constante
constituyendo otra especie. Llanamente, la evolución sería la
consecuencia de una recombinación cromosómica singular. En 1900 se
redescubren las leyes de Mendel. La genética comienza su imparable
ascenso biológico. Antes se formula la teoría cromosómica; después
vendrá la noción de gen: unidad cromosómica responsable de la expresión
fenotípica. Aplicando el modelo mendeliano, el botánico holandés Hugo de
Vries, uno de los afortunados redescubridores, redactó
Die mutationstheorie (La
teoría de la mutación); dos innovadores volúmenes dedicados al
origen de las especies aparecidos el primer y tercer año. Concisamente,
el ideario mutacionista propone que la evolución no sigue la pauta
darwinista. La formación de una especie no acontece por la lenta y
gradual acumulación de pequeños cambios orgánicos, sucede por la
manifestación reproductora de bruscas variaciones tipológicas,
espontáneas, estables, repentinas, heredables, denominadas mutaciones,
modificándose abruptamente la tipología del progenitor. El suceso es
colectivo y finalista; ocurre en la descendencia diferenciando grupos
morfológicos. La mutación remplazaba a la selección natural como motor
de la evolución. Sería la causa primera. Pocos años después, persuadido
por el mendelismo, el embriólogo Thomas Hunt Morgan inicia en la
Universidad de Columbia sus experimentos con
Drosophila melanogaster: la
popular mosca de la fruta. Este peludo y minúsculo insecto de saltones
ojos color bermellón revolucionó la genética. En el laboratorio de
Morgan no criaban moscas por casualidad. La idea era comprobar si la
prole mostraba las modificaciones espontáneas predichas por la teoría.
Lo consiguieron, en parte. Transcurridos varios años nació un individuo
de ojos blancos. El ejemplar probó la existencia de mutaciones naturales
aunque el significado evolutivo no era el esperado: no constituía una
nueva especie. Docenas de mutantes experimentales aparecerán en los años
venideros. Moscas sin alas, con alas enroscadas, atrofiadas, cortadas,
acanaladas, individuos de ojos pardos, castaños, color melocotón, son
ejemplos de esta zoología fantástica fruto de la manipulación génica. Al
vislumbrarse el modus operandi del genoma algunas piezas del
rompecabezas morfogenético comienzan a encajar: el cromosoma es el
soporte material del gen cuya expresión regula la diferenciación
embrionaria. Publicado en 1915,
The Mechanisme of Mendelian Heredity es el libro donde se exponen
los resultados. El texto establecía las bases de la genética moderna.
Patrón que por décadas caracterizó la teoría neodarwinista ahormada
ahora entorno a la genética de poblaciones. Pensaron que la evolución
era una ciencia exacta escrita en lenguaje genético. En los años
cuarenta la hegemonía cristalizó bajo la denominación de
teoría sintética o síntesis
moderna. Julian Huxley, uno de los fundadores del movimiento,
calificó el acontecimiento como la
revancha del darwinismo. También fue el título de la conferencia
impartida en el parisino Palais de
la Découverte el primer miércoles del mes de octubre, en 1945. El
neodarwinismo asimiló fácilmente el patrón de variación génica aplicando
una receta harto conocida: la relación causa-efecto. La evolución
tendría un soporte exclusivamente genético consecuencia de la expresión
de pequeñas mutaciones que introducen modificaciones puntuales en la
tipología de la población; conjunto donde ocurre la selección. Repetido
de forma gradual, continuada, acumulativa, el fenómeno explicaría como
se diversifican las especies a lo largo del tiempo mediante la paulatina
y selectiva adición de mutaciones. Con esta letra se escribió la
partitura fundacional del darwinismo moderno.
Por aquellas
fechas hacía décadas, desde 1880, que la embriología era una disciplina
netamente experimental dejando atrás el proceder descriptivo. Se
investigaba cuál era la mecánica del desarrollo embrionario. Surgieron
muchos interrogantes. El principal, conocer cómo opera la diferenciación
celular, tisular, orgánica, en la construcción del individuo. Problema
biológico subrogado en primera instancia a descubrir qué factores
determinan la transformación del embrión. La investigación avanzó en el
sentido de definir el suceso como una reacción en cascada, de tal manera
que la estructura organizativa inducida en una etapa sería el elemento
desencadenante de la siguiente. Así sucesivamente. Luego tenemos el
concepto de campo morfogenético: el embrión se organiza en regiones
autorreguladas, denominadas campos, actuando cada cual para producir una
determinada anatomía. Los campos se adecuan correlativamente al momento
embriológico indicando lo que se hace en todo instante. De este modo, el
proceso tiene la plasticidad necesaria para alcanzar su nivel
organizativo en los sucesivos estadios. Fueron los años veinte, treinta
y cuarenta de 1900. Sumando la teoría genética, el modelo embriológico
es el producto de un complicado discurrir fisiológico de origen génico;
aunque la presunta equivalencia entre genoma y morfología resulta
insuficiente para explicar el interactivo e intrincado entramado
embrionario. Alcanzado este punto, al identificar la evolución como un
fenómeno mutacionista el biólogo se pregunta ¿cómo influye el cambio
genómico en la ontogenia trazando una vida diferente? El reto es
elaborar una teoría unificada capaz de integrar la información
cromosómica celular con el proceso embriológico activado por la
fecundación. Richard Goldschmidt, un heterodoxo genetista alemán
afincado en Estados Unidos -profesor en la universidad de Berkely desde
1936-, aceptó el desafío. Planteó el problema abiertamente, sin ambages.
Su teoría fue impresa el año 40. El libro se titula
The Material Basis of Evolution.
Cuatrocientas páginas de manual dedicadas a consolidar un esquema
embriogenético bifocal
atendiendo a los conceptos de macro y microevolución. La hipótesis
general concibe el hecho evolutivo como un suceso embriológico siendo
los cromosomas el material básico de la evolución. Dos mecanismos
actuarían remodelando las poblaciones. Uno la microevolución, resultado
de la aparición de micromutaciones identificadas como alteraciones
morfológicas acordes con la estructura anatómica de la especie y,
consecuentemente, compatibles con el programa embrionario existente. El
cambio conllevaría la mejora adaptativa de un colectivo a una región
específica dentro del área de distribución de la especie, generándose
subespecies, razas, o variedades. Sencillamente, sin perder la
identidad, la tipología se remodela de manera eficiente para habitar
entornos locales. La micromutación sería un
callejón sin salida evolutiva;
constituiría un mero mecanismo de especialización incapaz de producir
nuevas especies.
Por contra,
evolución es sinónimo de macroevolución. Noción definida como una
reorganización genómica -llamada mutación sistémica- en grado de
constituir otro patrón cromosómico, otro sistema genético. La emergencia
de un sistema informativo diferente induciría un proceso ontogénico
también diferente. Este cambio será el origen de nuevos organismos
vinculados a una novedosa línea evolutiva, viable siempre y cuando
hallen un nicho medioambiental adecuado a su innovadora naturaleza.
El primer pájaro salió de un huevo
de reptil, repite Goldschmidt fotografiando la idea. Era el
hopelful monster, el monstruo
esperanzado. Modelo recurrente -génesis embrionaria de seres anómalos
preadaptados a otro medio-, diferenciándose de antaño por hallar en el
componente genético la causa que da vida al proceso relegando el factor
ambiental. El argumento marca el punto álgido de la teoría, definiendo
la evolución como una sucesión de saltos evolutivos discordantes con el
programa gradualista-seleccionista establecido por la teoría sintética.
Por su insumisión, por su diferente manera de pensar, el científico
germano fue ignorado, repudiado, ridiculizado, excluido del pensamiento
evolucionista. Sin embargo, actualmente se reconsidera la vigencia de su
propuesta al explicar determinados episodios evolutivos; por ejemplo,
como fórmula de especiación del grupo botánico de las orquídeas.
El año 1924
Hans Spemann, profesor de zoología de la universidad de Friburgo, y su
alumna Hilde Mangold, publicaron los resultados de su experimentación
con embriones de tritón demostrado la inducción embrionaria -uno de los
hitos en biología del desarrollo-. El hecho es un concepto fácil de
explicar; mucho menos precisar cómo se hace efectivo. Tempranamente, a
partir del estadio llamado gástrula, se diferencia en el embrión una
zona tisular que asume el control de la embriogénesis determinando el
organigrama futuro. Se denomina organizador, caracterizándose por su
polivalencia funcional: injertada en otro embrión una porción del
tejido, este segundo organizador genera un embrión secundario utilizando
la estructura celular del receptor. El programa se ejecuta a través de
señales químicas. Más de seis décadas han transcurrido hasta conocer la
base molecular del mecanismo. La inducción embrionaria fue el camino
recorrido por el naturalista británico Conrad Hal Waddington al trazar
la pretendida síntesis entre embriología, genética y evolución. La
pregunta correcta era: ¿cómo compatibilizar la rigidez informativa del
código genético, la propiedad conservativa del sistema ontogénico y la
variabilidad evolutiva? Durante los años treinta Waddington investigó la
verosimilitud del suceso en mamíferos y aves. Realizó experimentos
sorprendentes. Uno de los más sonados fue el transplante de un
organizador de conejo a un embrión de pollo provocando la formación de
un embrión secundario estándar. Cuando menos, la condición
interespecífica del experimento prueba que la señal emitida por el
organizador es la misma en distintas especies de vertebrados. La
respuesta no depende de la composición génica sí de su expresión. Hay
diferencias genéticas, cierto, y semejanzas moleculares, marcadores
químicos, reconocidos por la unidad celular al margen del origen.
Información relativa a la activación del proceso, nunca sobre el
contenido de un programa morfológico inalterado. La solución pensada por
Waddington considera la actividad del organizador como la consecuencia
de un suceso más complejo que la mera respuesta a una señal.
Simplificamos. La receta consiste en admitir que los genes responsables
-nominados homeóticos, del griego homeo: semejante- tienen un efecto
cuantitativo, actúan conjuntamente. Los marcadores químicos producto de
la transcripción génica establecen gradientes de concentración, actuando
como balizas que canalizan la distribución espacial de las células y,
con ello, la identidad morfológica a constituir posteriormente. El
esquema merece el nombre de paisaje epigenético (epigenetics
landscape), un intuitivo escenario ontogénico donde se distribuye la
comunidad celular guiada por las señales químicas -no genéticas- que
marcan las diferentes trayectorias. El proceso bioquímico es complejo.
Atendemos sólo al rasgo principal; suficiente para preguntarnos, y
entender, el sentido evolutivo del modelo. ¿Cuál? La intención básica es
integrar genética y evolución como elementos de un sistema dinámico,
situándolos en niveles operativos distintos para evitar que la
introducción de cambios evolutivos provoque una reorganización
cromosómica contraria a la viabilidad del organismo. El concepto de
paisaje epigenético asocia la variabilidad
a una alteración de la expresión génica, a una inhibición total o
parcial de la función del gen, remodelándose el horizonte en grado de
provocar una respuesta celular diferente conducente a otra tipología.
Simultáneamente, la mecánica permite al sistema interacuar con el medio
externo componiendo una opción posible para la herencia de caracteres
adquiridos.
Director del
Institute of Genetics de
Edimburgo, Conrad Waddington es uno de los grandes teóricos del siglo
veinte sobre embriología del desarrollo y evolución; referente
indiscutible, incluso, más allá de los años cincuenta.
Organisers and genes, 1940, y
The strategy of the genes, 1957, son obras fundamentales.
La
ontogenia no recapitula la filogenia, la crea.
La frase pertenece al zoólogo británico Walter Garstang. Se publicó en
1922, incluida en su artículo "The
theory of recapitulation: a critical re-statement of the biogenetic law".
Ocho palabras, ocho, suficientes para impugnar la teoría; necesarias
para interpretar la evolución aplicando un criterio embriológico
revolucionario. ¿Cómo? La idea es sencilla, ingeniosa, posible; conlleva
una reforma conceptual necesaria para alterar el orden de las cosas,
para lograr que el proceso reproductor conduzca a un producto final
diferente al establecido en el guión cromosómico. La estrategia consiste
en trazar el camino de la evolución empleando las formas juveniles de la
ontogenia. Especialista en invertebrados marinos, Garstang entrevió las
implicaciones evolutivas implícitas en tal planteamiento aplicado a la
reproducción sexual externa; modelo generalizado en este grupo
zoológico. La fecundación ocurre en el agua. El huevo fecundado da paso
a una transformación larvaria secuencial que modela al individuo hasta
convertirlo en adulto. El conjunto se denomina ciclo vital -sirve de
recordatorio el caso de un vertebrado muy conocido, la rana-. Cada etapa
representa un esbozo orgánico autosuficiente, diferenciado del adulto
por su composición anatómica e inmadurez reproductora. Esta desemejanza
marca el quid de la cuestión. ¿Por qué? Simplificando, podemos catalogar
el estado de larva como un potencial
hopelful monster adaptado al
medio acuático que, incapaz de independizarse, continúa la rutinaria
metamorfosis indicada en la partitura embrionaria. Considerando la
separación tipológica existente con el adulto, para crear una nueva
especie bastará con que la forma juvenil adquiera la capacidad sexual
prematuramente. Todo ocurre mediante una alteración espacio-temporal. El
desajuste organizativo de la especie original pasa a ser el organigrama
de una especie distinta. El proceso es directo, inmediato y conservativo
-no requiere la construcción de nuevas estructuras-, propiedades
decisivas al dictaminar su viabilidad. Este fue el esquema planteado por
Walter Garstang: considerar la potencia de los estadios juveniles para
manifestar una nueva línea evolutiva. Conclusión,
la ontogenia crea la filogenia. La maduración sexual temprana ocurre
al alterarse el sincronismo ontogénico (heterocronía): las gónadas se
desarrollan anticipadamente permitiendo la reproducción del espécimen
inacabado -el ajolote es un ejemplo actual de esta fenomenología-. El
modelo elaborado por Garstang alcanzó pleno sentido evolutivo
investigando el ciclo vital de la ascidia. Este colorido tunicado,
frágil de apariencia y forma tubular, puebla el fondo marino concluida
la maduración. Contrariamente, los jóvenes proliferen libremente entre
las aguas oceánicas impulsados por un singular apéndice caudal. La
peculiar cola presentar una cuerda dorsal denominada notocordio. Un
cordón celular macizo, a modo de incipiente columna vertebral, que
desaparece al transformarse en adulto. El notocordio es una de las
características evolutivas -sinapomorfia es el correspondiente término
científico- distintiva de los animales cordados; conjunto compuesto
básicamente por los vertebrados. El hecho llevó a Garstang a situar el
origen evolutivo del grupo en un antepasado invertebrado con un
desarrollo larvario similar al de la ascidia. En algún momento, bajo
circunstancias concretas, el estadio juvenil adquirió la capacidad
reproductora manteniendo la cuerda dorsal como elemento fundamental de
su anatomía. Estos especímenes serían el germen de una exitosa línea
evolutiva, modelada de mil formas y colores hasta el presente. Con sus
investigaciones, Garstang abrió una puerta genuinamente embriológica a
la evolución, impensable hasta entonces. Por ella transitó otro
embriólogo británico, coetáneo, Gavin de Beer. Dos libro,
Embriology and evolution, 1930, y
Embryos and ancestros, 1940, contienen su ideario. No obstante, será
el paleontólogo Stephen Jay Gould quien convierta el argumento en
referente evolutivo. Lo hizo durante el último cuarto del siglo XX. Su
obra Ontogeny & phylogeny,
publicada en 1977, es un clásico de las ciencias biológicas. Hoy, esta
innovadora manera de pensar conforma sustancialmente la biología
evolutiva del desarrollo; usualmente conocida por su acrónimo inglés:
evo-devo (evolutionary developmental biology).
Alcanzado el
punto final es obligado subrayar que la embriología evolutiva pone el
acento en conocer el proceso reproductor, deconstruirlo y comprender
cómo cambia espontáneamente el sistema generando organismos diferentes.
La acción ocurre partiendo de una situación estructuralmente definida
que condiciona la manera de actuar. Gráficamente, la evolución no tiene
las manos libres. Recurrimos a Cicerón al afirmar que en la naturaleza
sólo ocurre aquello que puede ocurrir, por muy sorprendente que sea.
Acabamos mediada la vigésima centuria. El relato queda incompleto. La
segunda mitad tuvo sus novedades. Interesantes. Particularmente
llamativa resulta la aportación realizada por la embrióloga francesa
Rosine Chandebois comenzada la década de los ochenta. Su teoría es una
propuesta antidarwinista con la finalidad de construir
una nueva lógica del ser vivo. ¿Cómo lograrlo? guiándonos por las
similitudes al comparar las grandes líneas evolutivas con los parámetros
generales trazados por el embrión en su desarrollo (Pour en finir avec le darwinisme, 1993). Pero hoy esta historia no
nos pertenece. Se pospone para mejor ocasión. Recordar únicamente que,
contrariamente al objetivo pretendido por algunos, la solución del puzle
evolutivo no es única, sí compleja. Todavía faltan muchas piezas por
descubrir; de las conocidas, algunas están mal colocadas, otras no
sabemos dónde encajan. Paciencia, tesón y amplitud de miras, son
cualidades necesarias para avanzar en la prospección del
pasado presente futuro de la
vida.
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