UM.- Pequeno dilúvio no Brasil
Con una pluma de cálamo partido, el hombre
desguarnecido
se defiende, polvo en agua desleído, tinta viscosa
surgida de su frente.
Es una pluma solamente, y la blanca superficie en flecha, en daga
la convierte; la palabra que perfilo es un ciprés
lanzado contra el cielo para desaguar sus rebosantes recipientes.
Recoge rayos el Sol, envaina su soberbia, retrocede
y huye ante ejércitos de nubes
embutidas en armaduras prietas, amazonas sobre
corceles infernales que hostigan una cólera densa.
Llueve la negrura que tizna el horizonte, los confines
se diluyen en gris oscurecido, se agita el dios de la borrasca
y parpadea resplandores, visos
perversos
que lejanías agigantan, cristales transitados por gotas laterales
en una tarde de verano bien bastarda.
Van siendo las seis y el campamento
-levantado en el seco álveo de un torrente- en círculos
de piedra aviva el fuego, y con la tranquilidad de quien
ignora los peligros, apura faenas
diferidas por el breve asueto
o desata recuerdos de los tiempos idos.
Planchas de hojalata forman techos y paredes,
cascotes de algún derribo, tablas rotas, frágil refugio
destinado a expulsar a la intemperie.
El viento lo avisa, un olor a crisantemo marchito
viene del Norte cargado de presagios: se han callado
los grillos
y los inquietos gorriones revolotean en círculo.
Presto el altar, la ofrenda desconoce los designios; procesiones
de nubes llegan al lugar de los hechos, siguiendo
el orden inmutable del aviso.
Las temperaturas elevadas, carentes de paciencia,
perforan la colina de los vientos;
los indómitos valles desdibujados centellean, y desde lo alto
de las nubes altas, ordenadamente se dispone la tragedia.
Descubre el ojo torvo en solitaria cabalgada, el temor oculto
de los campos a las ingratas sementeras; por doquier el mal augurio,
por doquier la herida abierta,
por doquier la muerte presentida,
insospechada y, sin embargo, manifiesta.
Urgidas galopadas de las piernas, la primera gota inaugura
el desconcierto, cauta avanzadilla de sus compañeras,
las que ocultan el sol agazapadas, esperando instrucciones
más concretas.
Son millones,
y una sola es vida en el desierto, añadidura del mar no desbordado;
una gota no es peligro, ni diez juntas,
ni mil veces un vaso.
Con cuatro nubes enconadas se forma una tormenta,
tres tormentas caben en un valle, son tres los valles
convergentes, y treinta y seis
las nubes que acumula la gran nube resultante.
Por allá resopla la galerna,
toneladas de agua, millones de metros cúbicos,
una fortuna si se reparte en el lugar de la carencia: tierra reseca
y cuarteada, balbuciente
agricultura,
fréjoles, tubérculos, hierba agostada y mustia,
alimento que salva de la muerte salvando de la hambruna.
Apedrean las nubes con oro la puna y la sabana,
cientos de millones de onzas, pasto para un millón de vacas.
¡Agua va!, y las treinta y seis nubes, y la nube total,
el universo entero, las líquidas esferas, abren
las compuertas y en menos de una hora
cae con destructor impulso el agua de todos los planetas.
Los pies no encuentran suelo,
se disuelve la tierra, todo es líquido, y su fuerza
de arrastre, arrastra rodando y rodando las piedras.
Las ramas se desgajan de los árboles,
se tronchan los tallos de las plantas, el dios de la muerte
exige un centenar de víctimas y el dolor
de las supervivencias desgarradas.
Hay familias abajo, personas de todas las edades, borbotones
de ternura, animales, enseres, útiles de pesca,
aperos de labranza, amor a la Naturaleza inmensurable.
Se vuelve contra el hombre el ajuar diario,
arrasa arrasado y es espada; es martillo, es estaca, es mazo;
es hacha violenta, es hiriente navaja.
Resisten los valientes derrochado brío,
agonizan tratando de remediar el abandono,
alentando a los vivos y a los muertos.
Huyen los cobardes y se salvan solos.
Trócase la tierra en pegajoso limo, los leños y las piedras
se hacen presa, sujeción de mares bien nutridos;
y en el momento que la fatalidad elige,
suelta el incontenible contenido.
Exaltados relinchos de caballo, de las gargantas
escapan fugitivos;
los bramidos de toro ensangrentado, y los conmovedores
gritos
expresan el abatimiento compartido.
Es abrumadora la impotencia, y tras el momento eterno
que dura la congoja, ultrajan los heridos
a quien ha dictado la sentencia.
La muerte forma manojos con los cuerpos:
manos asidas a los brazos, brazos
aferrados
a los cuellos,
cuellos unidos a los labios, y los labios
mordiendo a la vida el amor
enamorado.
Troncos abiertos en canal
se hacen cimientos, y soportan el peso de los muros
derribados, de los precipitados techos.
Las astillas, incisivas como alfanjes,
y los árboles arrancados de cuajo, son armas para el descomunal
gigante que vomita el agua de los siete mares
sobre el insignificante hormiguero humano
acostumbrado al abuso de lo grande.
Cuando el cielo aclara su color y el temporal amaina,
ofreciendo evidencias quedan los despojos: cabezas aplastadas
por piedras inocentes, extremidades presas bajo escombros,
vientres hinchados sobre desnutridos vientres, cuerpos
oprimidos rebozados en el lodo.
El lodo, el lodo, el lodo;
el lodo desprende de su seno improvisado,
la expectativa de encontrar algún respiro, y el hedor
de los restos putrefactos.
Los cadáveres preferidos por el agua,
son arrastrados río abajo, hasta el delta
que acoge en la ensenada, el barro y la madera,
los cantos rodados.
La tierra amanece devastada: la batalla despareja
-sólo un bando- ha dejado un esplendor corito, cubierto
por miembros descarnados,
de imposible retorno a los caminos.
En el cauce yermo de las vacías torrenteras, en los meandros
de los ríos secos, levantan
los parias de la tierra,
sus pobres campamentos,
sus frágiles viviendas.
DOIS.- A economia de
mercado
Corteza, manto y
núcleo,
traslación y rotación, la Tierra va
perfeccionando
su rutina
entre inestables equilibrios y juegos
malabares.
Perro atado al árbol, ramal que se enreda y
desenreda;
habiendo recorrido en círculo o en elipse
cinco mil millones de años,
no puede impedir nuestro planeta
que
a economia de mercado,
eufemismo do dinheiro canibal, soltándolo del amarre
espacial,
lo convierta en marioneta de su dedo,
nuevo centro del girar inacabable.
Con su solo influjo,
a economia de mercado originou
a deriva dos continentes;
con su sólo influjo mueve,
a intervalos medidos,
las placas tectónicas; y con su solo
influjo
aviva volcanes y seísmos, aparentes
catástrofes naturales
que a
mesma economia de mercado aproveita para arrancar
uma boa talhada.
En los tiempos de Pangea el Algarbe
acariciaba
los cayos de Florida, y el peñón de Ifach
penetraba
en las tierras vírgenes de la Guinea
africana.
La unión hacía fuertes a los espacios
todos,
e a infatigável
economia de mercado, nada podê contra elles.
Fue entonces cuando,
persiguiendo soluciones, acuñó el dicho:
“separa y vencerás”,
obrando en consecuencia.
Empuje, arrastre y obstinación,
fuerzas centrípetas y
centrífugas: a enviones
consiguió
separar los territorios hermanados.
Y hay más:
nas noites escuras do trópico,
servindo-se de escravos insatisfeitos, a economia
de mercado
arranca el magma del puro núcleo,
y lo lleva a la corteza para venderlo de
madrugada
en lonjas clandestinas
subastado al alza.
A
economia de mercado tem pressa, e acelera
o passo
do Universo;de
modo que cuanto ocurría en milenios
ahora ocurre en décadas.
Se producen así múltiples desequilibrios
que a
economia de mercado
assenta a bom preço.
Mientras,
lo que ha de morir
muere y alimenta a lo vivo,
a sua
vez pasto, sem consciência ou consciente,
da economia de mercado y
de suas malfeitorias,
algunas de dominio público
y otras más,
ignoradas
por desconocidas: silencio de muchos.
TRÊS.- No princípio foi Valdepero
Alcancé Valdepero, un
puntito en el imposible mapa
del Universo infinito,
cuarenta y tres
kilómetros cuadrados
de tierra de labor y
pueblo antiguo:
puerta de la muralla
medieval, doscientas casas
de piedra, adobe y
ladrillo
fuentes de San Pedro y la
Atalaya,
iglesia, ermita y
castillo.
Mi impaciencia nació
-mediado marzo de mil
novecientos cuarenta y
seis-
un mes antes de lo
considerado saludable;
y a punto estuve –hola y
adiós-
de morir en ese instante.
Aprendí a caminar entre
animales de tiro
y aperos de labranza. En
simple
precaución quedó el miedo
a las llamas
danzarinas del hogar,
caño infernal de la
estufa,
horno de Florentín: leña
del monte
y pan dorándose,
territorio de Canene.
Van pasando los años en
reata,
atadas las cabezas a las
colas;
y mi entrada en la Casa
Grande,
cada día se distancia más
del ahora.
Escalador en la pendiente
de la edad
subo aún,
sin saber cuándo haré
cumbre.
Quedo a expensas de los
aliados fieles
que me impulsan en la
conquista de los días:
el deseo de vivir, el
optimismo, ese ejercicio metódico y diario,
la recreación imprecisa
del pasado y las valiosas
medicinas que el médico
considera
imprescindibles:
confianza en la humanidad
futura y amor enamorado.
Brisa fresca, ventarrón
en ocasiones, vienen
los nietos buscando mi
mano
para llevarme a sus
nuevos sitios viejos,
cambiarme la forma de
mirar la vida y,
algunas veces,
hasta la forma de verla,
ilusionándome.
Sentados en rueda les
cuento Valdepero
y escucho lo que digo
como si fuera uno más de
los oyentes.
Vuelvo a ser infante
atendiendo en mí a mis abuelos:
fuelle de la fragua,
carbones ardientes, hierro al rojo,
yunque soportando
martillazos indebidos;
o par de mulas ignorante
de avanzar arando,
sembrando, segando, acarreando, trillando,
recogiendo la cosecha;
verano ardiente,
avidez del agua en el
botijo ya mediado.
Valdepero, era, les digo
y me digo:
empuje y habilidad:
extremidades, torsos,
cuerpo y mente purriendo,
mango alargado de la horca,
colocando los brazados de
nías en las redes,
varales multiplicadores
de la capacidad
del
carro.
Era la fuerza de los
brazos y la espalda,
subiendo ochenta kilos de
trigo a la panera,
sacos de yute, cuatro
cuartos rasos, media
carga.
Valdepero era, a mis ojos,
la solidez pétrea de los páramos ásperos,
la debilidad caliza de las laderas grises
enfrentada a la impertérrita erosión,
y la parda fertilidad de la tierra llana
cruzada de arroyos.
Era Valdepero,
el día a día rutinario y las temidas
irregularidades llegadas de improviso.
El temor agobiante y la esperanza
desdeñada, desdeñosa;
trabajo agotador y el complemento
de la economía: pasar con poco, ajustar
las necesidades a la posibilidad,
huir del despilfarro como de la peste;
aquella peste que diezmaba
la población de los corrales, esparciendo
los cadáveres por el camino de Ices
allá en los
molederos: pasto de las
aves,
insalubre carroña.
Las mulas francesas, los
machos
burreños y los asnos:
actores secundarios,
compartían cuadra,
pesebres contiguos,
paja de trigo y granos de
cebada.
El cerdo, trece arrobas
de compromiso,
engordaba a ojos vistas
con harinas
densas y unos pocos
cuidados.
Liebres, raposos,
pardales, tordos,
pigazos, encinas, chopos,
barbechos,
trigales encañados,
amapolas, mielgas
matacandiles de flor
amarilla,
cielo azul y blanco:
ahí tenéis mi acuarela,
digo
a los nietos: mi dibujo
grabado al fuego,
al ácido sobre la memoria
arrugada.
Confites y bautizos,
bodas de tres días:
la alegría henchía el
pecho en cualquier
ocupación, repitiendo la
boca
unas canciones oídas en
la radio de válvulas.
El calendario venía
salpicado de fiestas:
vírgenes y santos,
cofradías, dulzaina,
pasodobles, pasacalles,
meriendas de lechazo,
tortas de jerejitos,
Matar la Vieja,
celebrando el hecho de
encontrar vivas un año
más a las ancianas,
y el tan esperado día de
las Rosquillas.
Enmudecieron él órgano de
la iglesia:
hasta callado, hermoso.
Nos quitaron su música
abierta
ladrones anónimos,
pesadilla
sufrida en mis noches
inquietas.
Enseñanza y ejemplo, el
bien y el mal
torcían los caprichos y
guiaban el paso.
Don Roque Mediavilla, el maestro; y el cura don
Jesús
Fernández Pinacho,
salieron a despedirme
cuando partía yo hacia el
internado,
tres de octubre 1955, de
imposible olvido.
Colchón sobre el carro de
varas,
portaplumas lleno,
cartera de piel, incer-
tidumbre, colegio de la
salle, recelo.
Patio, torreón,
dormitorio y clases:
allí, tiempo y espacio,
empezó mi exilio.
Era, en la reiterada
evocación, Valdepero
un espacio de
infranqueables bordes
un nido protector y
protegido
la vida renovándose
en cauces terciados de
contingencias.
Era el desarrollo de
destrezas humildes:
labrar profundos los
barbechos,
sembrar evitando la
maleza, roturar
baldíos, comprar tierras,
incrementar
las propiedades para
hacer de los hijos
nuevos labradores,
dependientes,
también, del cielo: agua
o sequía,
pedrisco, centellas
incendiarias;
y la venta del grano a
precio conveniente.
Nostalgia de lo captado
por los sentidos
alerta: sonidos, colores,
olores y sabores,
tactos. Fuerte deseo de
llenar el hueco
que me incompleta y mueve
a completarme:
mi añoranza es esa
aspiración de regresar
a un futuro imposible, y
a las vicisitudes
vividas, vívidas, que se
sucedieron.
Haciendo recuento, sigo
relatando,
las realidades aunadas a
las fantasías,
a mis nietos, los cinco
que ya tengo:
Judith, Óscar, Sergio
Adriana María y la
pequeña
Naia.
Atardecer de Viernes
Santo, Oficio
de Tinieblas, matracas y
carracas.
Dos catervas exaltadas coincidían
en el cruce de la calle Rica con
la calle Mayor.
¿A quién buscáis? gritaba una de ellas,
respondiendo la otra: A Jésus.
¿Qué Jesús? El Nazareno.
¡Dadle fuego! Y un infierno sonoro
de golpazos y desgarros disonantes
inundaba la noche que se iba
adueñando de aleros y ventanas.
Junto a los trilleros,
que paraban
en casa desde tiempo
inmemorial,
personaje admirado fue
Julián, el hojalatero:
componedor de sartenes,
cazos y cazuelas; estañador
con quien partí, invitado
yo, su mendrugo de pan
y su sardina arenque.
Buhoneros, gitanos,
quincalleros,
carros de toldo, mulas
secas: trotamundos
en mil rutas repetidas.
Relatos surgidos de su
boca que, al entrar
por mis oídos, poblaban
la cabeza
e inquietaban la mente
alumbrando
la imaginación despierta.
Uno de los vales de pan
-tahona de Diocle-
para que comieran, tomaba
yo de la caja
de zapatos donde los
guardaban mis padres.
Memoria tengo de la
señora Meregilda
vecina lejana por vieja,
sola y pobre;
alimentada de gallinas
muertas y barbojas,
quizá berros. Daba un
poco de miedo
a los niños, y algo de
pena.
Vi
bajar de la Montaña, carretera de
Santander, antiguo Camino Real,
tranquilas, imperturbables y flemáticas,
exóticas yuntas de bueyes.
Vi
desplegar sus artes en el callejón
de
Castaño a copleros,
comediantes y vendedores de cacharros,
que
el alguacil anunciaba haciéndolos saber.
Mi
exilio se fue configurando
en
las distintas andaduras posteriores:
cerca y lejos, imaginarias y reales.
Y en
mi alejamiento de emigrante,
el
inventario de recuerdos,
esmerilado por el olvido,
va
acortándose presto un día y otro.
Así
que parece lo prudente apuntarlo hoy
mejor que mañana, les digo a mis nietos,
los
cinco
que
ahora tengo.
QUATRO.- Esmeralda
Los caballos llevaban en volandas el carro; las ruedas apenas tocaban el
suelo. Para las gentes del camino solo eran una ráfaga de viento. Pero
eran dos yeguas alazanas, enganchadas en reata, tirando de un carruaje
ligero. Eran, un joven de cabellos largos sobre el pescante, y una
mujeruca en el interior, que ya ni miraba el paisaje. Sí, pasaban como
una exhalación de vez en cuando, de manera imprevisible.
Cheveaux, vite, vite:
decía el muchacho al erguirse mientras chascaba en el aire el látigo.
Paraban al anochecer en espacios utilizados por gitanos y quincalleros:
restos de fogatas rodeados de piedras negruzcas, alguna prenda raída,
bolsas sin fondo. Mientras preparaba algún alimento, la madre le
observaba pasear inquieto repitiendo las frases oídas a diario:
estuvieron aquí, ayer se fueron, este pañuelo es el que regalé a
Esmeralda cuando nos conocimos.
Amanecía y ya tomaban café acompañado de los
cookies guardados en una caja
bellamente decorada.
La madre sabía que el hijo, mirando al infinito, iba repitiendo
mentalmente tres palabras encadenas:
Esmeralda, aimer, route.
Nos vamos -decía el muchacho animoso: llegaremos a
Champlate, allí estarán.
Cheveaux, vite, vite.
La mujeruca lo oía a diario como si fuera la primera vez. Sin extrañarse
de tanta esperanza infundada, quizá, porque ella buscó desesperadamente
a su hombre de trinchera en trinchera, sabiendo que había muerto el
primer día de batalla, e ignorando aún, que iba a tener una copia viva
del amado para continuar buscándolo.
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