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El tiro del final
Madrid, 1933. Aurora ata los cordones de los zapatos, acomoda el
vestido. En un bolsillo del pollerón, la pistola.
Acomoda el pelo y camina. En una de las habitaciones, grande y lejos del
comedor, Hildegard, la hija, duerme. Ha preparado la conferencia sobre
eugenesia que pronunciará mañana. Duerme cansada sin adivinar que su
madre percibe su respiración unos metros más allá. Hildegard, me
traicionaste, piensa Aurora mientras calibra en la mano el revólver. Te
engendré para vengarme del absurdo destino, me negó tantas cosas:
posición, apellido, fama, estudios. No tuviste padre, sólo progenitor.
Te tuve sin ansiar goces sexuales, me vengué de la realidad y
ella, que había logrado hacer lo que yo no pude me traiciona con
un infeliz, que trabaja en el despacho de un cagatintas. Abre la puerta:
Aurora dispara cerca de la sien de Hildegard, descerrajándole el tiro
mortal.
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Cartas al mediodía
(a la manera de Cortázar)
¿Cómo empezar? ¿Por el principio, el final o por el medio? ¿Por
el cuadro de Héctor Borla o por R. R? ¿Por Walter o por Anabel? ¿Por la
gorda de Fellini o por quién diablos? El papel está puesto en la
máquina. Sí, es hora, ya es hora de empezar a teclear, uno, dos, tres
espacios. Así está mejor. Querido Walter. No me gusta. Pasan las horas y
te extraño. Mucho peor. Pero debo seguir. Ella vendrá al mediodía. Desde
que te fuiste, te juro, no he conocido a otro hombre. Pero si me dan
ganas de llorar. A mí. ¿A quién va a ser? Aquella tarde en que nos
conocimos pude sentir que había algo diferente en vos. ¿Quién lo diría
de un triste marinero que recaló en Buenos Aires? Y ahí viene uno de los
R. R. tan pulcro como siempre, bien vestido, con su perfume a colonia de
violetas. Y debo continuar, como conclusión creemos necesario
implementar el sistema en el menor tiempo posible. Así que elevamos a
usted el presente informe. Me detengo. Elevamos, elevamos, como si las
palabras pudieran elevarse. Pero así les gusta, me enseñaron eso. Buenos
días R. Buenos días. Tantas estupideces pueden decirse en un informe,
hay que justificar las funciones, tantas cosas que no tienen
justificación. Y es por eso señor director que creemos
imprescindible implementar dicho sistema en el menor tiempo posible para
reducir tareas manuales y por consiguiente reducir los costos en un
cincuenta por ciento de su valor actual. Otra mentira más, lo pone tan
contento al R., después firma y se va. Ya se fue. Sigo con Anabel o con
Walter. Sos el único hombre que he amado en mi vida. De verdad ¿quién lo
creería? Las once y media, arranco la hoja de la máquina y me voy. El
informe sobre el escritorio. Salgo a la calle, al puro asfalto y cemento
de la City, la comida del comedor no me gusta, parece goma, guiso, no sé
qué es. Cruzo el túnel de la Galería Guemes, entro en la librería
Florida, compro "Actos de amor", de Elia Kazan, el director de cine.
Tengo media hora para comer y camino rápido. El restaurant se llama El
ciclista, todos los ejecutivos comen ahí, confiere estatus, hay
que cuidarlo. En la calle no hay un solo árbol, todo es gris. El
amarillo, único color de la calle, es el de la Iglesia de la Merced. La
mesa de siempre y la comida de siempre. Dentro de un rato llegará
Anabel. Abro el libro de Elia Kazán. Supuse que era el libro de cine
para filmar, actos de amor. Es la historia de una mujer que se
casa con un griego pero el suegro es un perverso que la persigue hasta
que se acuestan. En mi bolsillo tengo la carta sin terminar, la de
Anabel. Entran los R. R. Me concentro en la carta. Aquella tarde en que
nos conocimos, decidí cambiar de vida ¿Por qué no? Si no doy más. ¿Los
gatos no tienen siete vidas? ¿Por qué no darse una oportunidad? Llegué a
pensar que las horas se alargan cuando vos no estás. Eso lo piensa
cualquiera, menos R. R. Se sumergen en la conversación, pero no tanto,
un cóctel de tasas flotantes, plazo fijo ajustable con cláusula dólar,
no sé qué otras yerbas más, tratan de enterarse a dos mesas de
distancia, quieren saber qué leo. Sospechosa. Cualquiera que intenta
salirse de los sistemas y de los números es sospechosa. Como aquél día
cuando uno de los R. jugando con un dupont de oro me dijo: ¿Y por qué te
gustan tanto las novelas? ¿Y a vos no?, le dije, y se quedó pensando,
entrecerró los ojos de pescado, fijó la mirada en la aburrida pared de
enfrente y contestó: Sí, sí, claro. Después que el mozo apareció con el
café ya era casi la hora y Anabel no había llegado. Por favor contame,
describime qué hacés en el puerto de Hamburgo.
El marinerito le había dicho que había trabajo para ella en Saint
Pauli. Y por la puerta de la esquina apareció Anabel, lucía un tapado de
piel hasta el suelo, las piernas descubiertas, apenas vestida con una
minifalda, la cara muy pintada, casi una mascarita de carnaval,
arañas de rimel en los ojos oscuros, bermellón en los labios. Se sentó
frente a mí. Los dos R. miraban. Dentro de un rato vendría la
pregunta: ¿Quién era esa vivorita que estaba en tu mesa? En lugar de
decirle qué te importa, le diría: Una conocida y cambiaría de tema.
Anabel pidió una botella de agua tónica con hielo y me dijo con aire
inocente: ¿Ya está? No era un biscochuelo, una torta que se pone en el
horno a cocinar, había que seguir escribiendo. Le entregué el
borrador, mientras tomaba el segundo café y ella leía. Pensé cómo
diablos esta mujer había hecho para que yo contestara su carta. Había
sido un día de esos en que todas las mesas se ocupaban y yo, concentrada
en un libro me había sobresaltado ante la pregunta ¿puedo sentarme? Y
sí, claro, sientesé, le dije. Y ahí empezó la historia, el marinero, la
carta, me imaginé al marinero jadeando a su lado, emborrachándose con
cerveza en el puerto, una carta mentirosa después y por último el
olvido. Ella seguía creyendo y él le ofrecía trabajo de prostituta
lujosa en el puerto de Hamburgo. Recordé a Sor Juana Inés de la Cruz,
por aquello de "hombres necios". Como aquél taxista que me llevó a casa
el otro día , hablábamos del frío, la lluvia, el viento y comentamos el
partido de la noche anterior, hasta que pasamos por un hotel
alojamiento. Parada en la puerta había una gorda inmensa como aquél
personaje de Amarcord. La cara de muñeca Betty Boop ajada por los años,
rulos rubios, pintarrajeada como una puerta, las piernas eran dos
cilindros, apenas cubiertas. Casi diría que parecía el doble del
personaje de Fellini en Amarcord. La gorda esperaba bajo la lluvia algún
cliente y enseguida el chofer del taxi me dice: Mire, esa gorda, ¿ve?,
¿a quién va a enganchar?, ¿quién se va a acostar con ella? A mí me
daría asco. Y debe cobrar bien, e hizo el cálculo de cuánto ganaría. ¿Y
las enfermedades? El hombre hablaba y hablaba. Lo vi por el espejo, los
ojos le brillaban como un animal escondido en la madriguera. Habíamos
llegado a casa. Me bajé y antes de entrar a casa vi cómo giraba el auto
y enfilaba para el hotel donde habíamos visto recién a la gorda. Y
Anabel se reía, me dijo que le gustaba la contestación y que muy
pocas veces había estado enamorada como lo estaba de Walter. Ya casi era
la hora de volver. Los dos R. Se retiraron al unísono. Chau, hasta
luego. En minutos volveríamos a vernos las caras, yo, una empleada,
ellos, los gerentes. Me despedí de Anabel, en mi bolsillo llevo la carta
sin terminar. Faltan cinco minutos para volver a la oficina. Cruzo la
calle, entro en "La casa de Antonio Berni". La rutina dentro de la
rutina se llama subrutina. Entonces esta era la subrutina del mediodía
dentro del sistema de mi vida. Miro los cuadros de Héctor Borla tan
realistas. Había que volver a terminar el informe. Y por consiguiente
señor director, estoy harta de escribir tantos correctos informes. Harta
del gris y harta del teléfono. Por consiguiente señor director prefiero
sentir el perfume del óleo, navegar en el barco del cuadro vecino al de
Borla, escuchar el rugido del tigre que está detrás. Todo es tan simple
señor director, tan simple y tan complicado al mismo tiempo. Las tasas
líbor subieron medio punto, la algarabía de algunos debe haber aumentado
también y yo estoy aquí señor director, tratando de contestar la carta
de Anabel.
c) Araceli Otamendi
cuento publicado en la Primera antología en coreano de Autores
Hispanoamericanos "Sube a la alcoba por la ventana".
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