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No por repetida siglo tras
siglo -con toda probabilidad- la pregunta deja de ser atinente.
Las respuestas han sido muchas, porque la poesía es el género literario
más antiguo de todos, el primero, el que dio origen a todos los demás.
El registro más añejo de la escritura se conserva en el Museo Británico
y es un libro de poesía: el Cantar de Gilgamesh, datado para algunos en
4.000 años. Cincuenta y tres tabletas de arcilla o, mejor dicho,
fragmentos de ellas, cubiertos de escritura cuneiforme, del tiempo en
que se ponían los cimientos de las pirámides y los europeos cazaban
jabalíes en lo que hoy es la Place de la Concorde. La poesía ya existía
desde antes de ese evocado registro escrito, seguramente, y se trasmitía
y era consecuentemente deformada por tradición oral, como siglos después
del anónimo autor de Gilgamesh todavía se haría en Grecia. Una teoría
sobre su origen dice que devino de los cánticos religiosos, con lo que
tendría entonces un doble origen: uno musical, que arrastraría a formar
palabras que acompañaran la melodía, para expresar lo que sentía el que
cantaba, y otro puramente verbal, el que prefieren otros, quienes
identifican el punto de partida de la poesía con ese hipotético pero
suponible momento en que aquello que se hizo para ser cantado comenzó a
ser repetido sin acompañamiento musical alguno. Se puede imaginar que la
poesía se originó en ambos momentos, sin mayor contradicción: ya era
poesía cuando se acompañaba la modulación de esas palabras con sistros o
flautas dobles, y se consolidó como tal cuando fue posible declamarla
con o sin instrumentos. Plástica y adaptable como es, capaz de
diversificarse en múltiples géneros y subgéneros, debe de haber
perdurado su forma cantada junto a la recitada, incluso después de haber
adoptado otra forma de expresión, que ya fue la escrita. Entonces servía
para lo que sirven todas las fórmulas religiosas, para conjurar el miedo
del hombre a cuanto lo rodea. Tendría las mismas propiedades que una
fórmula mágica; esto es, la de modificar la realidad para quienes creen
en ella, la de modificar el estado de ánimo de quien la lee o recita,
para nosotros, los contemporáneos.
Sin embargo, más allá de estas propiedades curativas, poseía como ya
dijimos, en germen, todos los otros géneros literarios en su textura.
Textus llamaban los romanos a los tejidos, las tramas hechas de varios
hilos, y de allí viene nuestro vocablo texto. Los hilos de la poesía
contenían la narrativa, pues ella no sólo servía para una función lírica
–en su primera acepción, algo hecho para ser cantado con el
acompañamiento de una lira- sino también para referir sucesos, y no
exclusivamente los fabulosos. Ello nos conduce a una incipiente
ensayística, por ejemplo en La Teogonía de Hesíodo, escrita siete siglos
antes de la era cristiana, un “ensayo” sobre el origen del mundo, que se
suma a los 800 versos de Los Trabajos y los Días, del mismo autor, un
extraordinario poema y, además, un tratado completo sobre agricultura
(aunque no sea éste su mérito mayor).
En Occidente y con el paso del tiempo, la poesía se despojó en la
mayoría de los casos de todo residuo teológico y se afirmó como género
en sí mismo, dotado de una gran independencia y poseedor de una
prolongada tradición propia, como dijimos, la más antigua –y la más
desarrollada- de todas las que conforman la literatura.
La pregunta por el sentido de un género literario nunca proviene de
quienes lo cultivan, sino de quienes lo observan, y aunque el poeta
contemporáneo puede serlo y además ser un estudioso del mismo género que
practica, no por ello la condición de inquietud respecto del fin último
del género deja de ser, primeramente, exterior al objeto en torno al que
se constituye la pregunta.
En épocas no tan lejanas como los tiempos de Hesíodo, como el siglo XVII
o el XIX, por ejemplo, Shakespeare o Baudelaire no pensaron en el
sentido de escribir poesía, sino que la escribieron sin más ni más.
Posteriormente el avance del pensamiento lógico se extendió –felizmente,
desde luego- hasta la indagación del sentido de todas las actividades
del hombre y allí fue, entonces, que comenzamos a pensar en las
cuestiones que tienen que ver con la posibilidad o no de ejercer ciertas
y determinadas cualidades de la mente humana, cuando las circunstancias
en que se originaron y desarrollaron han variado y hasta se ofrecen
–real o aparentemente- como adversas a su continuidad. Por ejemplo, la
posibilidad de escribir una ópera en 2007, cuando este género musical
data de 1597, cuando el estreno de “Dafne”, por Jacopo Peri, ante un
círculo de ilustres humanistas florentinos. ¿Ha envejecido la ópera como
género musical? Posiblemente la respuesta es sí, y las razones muchas,
pero ello no quita que haya gente que insista en el placer de escuchar
ópera e inclusive lleve su empecinamiento hasta el inicuo acto de
molestarse en ir a un teatro para asistir a su representación. Personas
que coleccionan CDs y DVDs de ópera, que están suscriptas a revistas y
boletines web que informan sobre ópera. Gente que mañana, cuando la
holografía le permita montar los cuatro actos de “Carmen”, de Georges
Bizet, en el living de su casa, lo hará y hasta invitará a sus amigos a
esa función de fantasmas tecno.
Creo que el mundo que engendró la ópera y antes de ella a la poesía,
cambió más en detrimento de la primera que de la segunda, porque en el
caso de la poesía ésta se ha mostrado más permeable y efectiva para
mostrar los cambios sucedidos en el espíritu humano que la ópera. Es
decir, que ha podido absorber –como lo hizo ya durante toda su historia
anterior- esas modificaciones ocurridas en aquello que es su origen y a
la vez su destinatario: como gustaba decir Paul Eluard, “lo mejor de
nosotros”.
Sugerida la posibilidad de que en el transcurso del corriente siglo la
poesía sea capaz de asimilar y transformar en materia propia cuanto le
siga sucediendo al hombre (como lo viene haciendo, por lo menos, desde
hace 4 milenios), nos queda el enigma de sus posibilidades de expresión,
que me animo a suponer que serán tan variadas como impensables. Del
mismo modo que era inimaginable el escándalo Dadá en tiempos de Paul
Verlaine, pero se produjo en Zurich apenas dos décadas después de su
muerte. El mundo había cambiado y la expresión de la poesía también,
pero hoy nadie puede negarle a las “Fiestas Galantes” del desgraciado
Verlaine la misma condición de texto integrante de la tradición poética
occidental que posee "La primera aventura celestial del señor
Antipirina", de Tristan Tzara.
Lo seguro es que cambiarán –como sucederá también para la música, la
narrativa, la arquitectura, el cine, etcétera- obviamente el soporte y
el formato tecnológico de la poesía. De hecho, el siglo incipiente ya
nos lo muestra con el avance de los medios de que dispone la poesía
contemporánea para llegar a lectores y autores. Internet se transformó
en un aliado que hay que agradecer, pues permite que cualquier verso
(sea un endecasílabo o un hexámetro, lo mismo da) pueda ser leído en
cualquier sitio del mundo en segundos, desde que pulsamos “enviar”. Este
mundo a recorrer por la poesía a través de medios mucho más veloces que
las revistas impresas del siglo pasado, seguramente le brindará otras
posibilidades, pero ya rompió los límites que imponían no sólo el tiempo
y el espacio; también los lobbies de los mass-media que controlaban el
acceso de los poetas al lector han sido lesionados por el avance
tecnológico. Si antes un poeta no “existía” en tanto y en cuando no era
adoptado por un lobby que controlaba la difusión de los textos a través
de una publicación gráfica, la explosión de medios de llegar a lectores
y autores por Internet ha despojado de buena parte de su poder a estas
mutuales del pretendido “buen gusto” literario, erigido en razón
primordial cuando no ha sido siempre otra cosa que un eufemismo para
operar la restricción y el privilegio, no manejados por la calidad sino
por la conveniencia. Yo nací entre ambas épocas y como muchos de mis
mejores compañeros de generación, sé muy bien a qué me refiero.
Entonces, si la poesía puede ser que se adapte a representar los
sucesos, cambios y transformaciones que se irán produciendo en el
espíritu humano, en concordancia con los que tendrán lugar en el
dilatado espacio/tiempo de este siglo que recién cuenta siete años, y
además, algunos de esos cambios –los tecnológicos- es probable que
todavía le proporcionen más y mejores medios de difusión que todos los
anteriores… ¿no es nuestra época actual y lo serán las que la sigan en
la secuencia futura, unos momentos muy interesantes para, precisamente,
escribir poesía?
Me quedo con lo que dice un fragmento de “Contrabando”, ese bellísimo
poema de Denise Levertov:
“El árbol del conocimiento era también el de la razón.
Por eso es que probar de él
nos expulsó del Paraíso. Lo que teníamos que hacer con esa fruta
era secarla y molerla hasta obtener un polvo fino,
para después usarlo de a poco, igual que un condimento.
Probablemente el plan de Dios era mencionarnos más tarde
este nuevo placer.”
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