KALICEA, CALLE MENELAO
Otoño
hermoso en las montañas, pero yo recuerdo nuestra casa
Manando de los matorrales, continuando ahora su vida sin nosotros.
Extraño, porque se nos parecía como si fuera hija nuestra
Y me
hablaba con tu misma voz cuando reposabas
La
cabeza en mi pecho. Crujía el techo, recuerdo,
Y
desde los bordes de los ojos me corre sangre negra que dibuja,
otra
vez delante,
Nuestra casa con las terrazas, los setos de cáñamo y las plantas.
Barco
sin timón en manos del viento y de tu imperceptible tristeza,
Grande
como las noches invernales en las que enterrabas
Tu
rostro en la almohada blanca y yo callaba,
Y el
bosque en la orilla de enfrente se quemaba y yo lloraba.
Alrededor el lago extenso, en su inmovilidad remamos años.
Un día
descubrimos una isla nueva, volvimos la espalda a nuestra casa.
La veo
ahora en sueños que con frecuencia e insistentemente
me
pregunta, todo anhelo,
Si
puede mudarse con nosotros. Cómo explicarle que hemos cambiado;
Tiene
un carácter indomable, caerá para aplastarnos.
LA GRAN NOCHE DE AYANTE
Toda
la noche oyendo pasar aprisa las ambulancias
con
sus chirridos eléctricos, intentando salvar
tu
amor herido, ése
que no
sabes que ya ha muerto.
Noche
llena de gemidos y verde
veneno
de araña. Y sobre su almohada cansada pasaban,
montados a caballo, los grandes mártires abrazados
dejando con sus pezuñas marcas profundas en su alta
talla
que llenan de vino,
pequeñas libaciones sobre la blanca sábana que ya tres días
la
cubre, como
en
otro tiempo a tu madre. Amigo ninguno. Y ese toro
enamorado de la luna
que
jadeando te acompañaba a los naranjos y le contabas
como
niño tus cuitas,
en tu
vagabundeo implacable esta noche no vendrá.
Noche
más apesadumbrada que las otras. Todo tu aire huele
a
egoísmo muerto, y con alegría rabiosa
cuchillos cortan rebanadas de tu oscuridad. Noche
planta
sarcófago en la mente con aquella lluvia socarrona de los
alcohólicos que tropiezan en la calle,
que se
te pega en la espalda como segunda
piel.
Y tú perdido para siempre
en los
precipicios del recuerdo, degollando corderos y llamándolos Zanasis,
Andreas o Yorgos, llevando mientras bailas su vellón,
– en
la luz fría del próximo amanecer
morderás de vergüenza la neblina, con mordiscos de desesperanza
se te
llenará la boca pidiendo la muerte. ¡Dios mío,
cómo
un amor acabado se hace presencia despótica!
Y se
te clavan directamente al pecho
las
agujas de todos los pinos de forma sangrienta,
como
la punta salvadora de tu espada.
“¡Qué
extraño!”, repetías en voz alta toda la noche oyendo
pasar
las ambulancias, “¡Qué extraño!”,
“¿pero
cómo ha escalado ese toro a las almenas de enfrente?”.
DONDE DON QUIJOTE DECIDE
MORIR
Aquel
día lo distinguí de los otros.
Lo
llevé conmigo desde por la mañana, lo arrastré hasta mis embarrados
lugares que antes eran bosques.
Le
tiré con desprecio piedras como si fuera perro
callejero, lo ahogué dos veces en el río
Y lo
dejé tendido en las ramas desnudas de un árbol para que
goteara su ira sobre la noche.
¿Qué
noche? Pues una que corresponda al triste,
Ropaje
del infeliz, del hombre peor formado,
Que
sigue hablando solo mientras anda, sabiendo que realiza
una
hazaña
Y
abraza las rodillas de los transeúntes y emborracha su día para
olvidar
Los
molinos de viento del día anterior, la promesa de una isla propia,
sus
risas tras las puertas
Siempre cerradas con llave e inaccesibles para mí, las puertas
del
paraíso. Por eso a este día
Lo
subí a la ventana y le pedí que se tirara del tercero
a la
calle.
Que no
sirve ya vivir si no hay
Sueños
destinados al fuego, un foso blando de arena para
tus
caídas y las cartas diarias
Al
Padre.
EL SILENCIOSO LUGAR DE LO
COTIDIANO
Ríos
que no mantuvieron sus silenciosos juramentos,
empuñando con fuerza
bajo
las vestiduras sagradas el cuchillo; montañas
que
apartaban de tu fe que me mantendrías a tu lado. «¿No ves
que me
acecha Aqueronte?», te decía
mostrando las aguas oscurecerse por las minas sumergidas
y los
desaparecidos. Tú
me
mostrabas tras la ventana el plátano en el que colgaron
al
Santo y preparabas callada
dulce
de membrillo para ofrecer tras la misa de los cuarenta días. Así
transcurrían los días y las semanas, pero yo me quedaba
a
pesar de las voces, las súplicas, las palizas,
valioso botín de tu cotidianidad.
Pasaba
las tardes sobre las aguas Jesucristo,
nos
miraba con sus ojos penetrantes.
«Cambian de piel los poemas frente al televisor»,
decía,
«apilan a tu lado
días
perdidos».
«Y
después la calle deja de ser tu Padre».
LA MUJER QUE VEÍA EL FUTURO
Si
atravesando el zarzal terminas alguna vez en mi casa oscura,
cegado
por la luz del mediodía, no te asustes
del
silencio y de sus mejillas surcadas.
Años
enteros los pasó enterrando en secreto a sus recién nacidos
ilegítimos, pero conservando el don,
esperando en primavera a leñadores y saqueos imprevistos
en
patios frutales, en otoño
admirando en la orilla las hordas de los bárbaros que desembarcan
y se
ocultan tras los árboles,
como
una mariposa blanca, alma en el tronco del pino negro,
con
los dientes
cerrados obstinadamente a las sílabas que presagian muerte,
tocando cada noche con rabia las campanas en el camposanto
y en
tiempos tormentosos
liberando desde la torre más alta del castillo
sus
pájaros nocturnos
para
aquellos que no quedarán sepultados en lugar de medialuna
y
serán desollados por la lluvia, y para los otros
que en
barcos podridos se perderán en el horizonte buscando
su
propia América en el engaño.
Pero
tú, que viniste sólo para irte,
con tu
verano enrollado en los hombros, indiferente al
destino de la ciudad,
de la
boca de la loca conocerás la verdad:
La
Troya que una noche conociste, olvídala.
Pues
la guerra, un arte oscuro.
TRES POEMAS SOBRE LA CRISIS
1.
Comienzo del nuevo día, horcas puntiagudas
los
dos primeros palos del sol.
Abre
el cuaderno, poeta: ¡Escribe!
Cuidado con los nuevos lanceros, emigrante: ¡Tienes hermanos!
Araña
el muro de musgos, niño recién despertado: ¡Vive!
Porque
cada mañana tiene su niño, su poeta y su emigrante.
Y cada
noche su muro ineluctable, su libro amargo, su brusco capitán de armas.
Igual
que tú vistes la ferocidad de tu belleza para galopar
yo me
quedo apartado y te admiro como caballo
de la
estepa más mía.
2.
Mi
ciudad hoy es una niña inmadura,
asustada, con un vestidito sucio,
se
sienta en los escalones de su edificio,
tiende
la mano a los transeúntes,
recoge
dientes partidos,
echa
pastillas en la acera, grita
pío pío a las palomas para que se acerquen,
y
cuando no la miran
les
saca la lengua.
Mi
ciudad hoy es una niña inmadura,
bandera de una terquedad roja su vestidito sucio;
abraza
sus rodillas desolladas, arruga los labios,
decapita mariposas, quema contenedores de basura;
con
los botines de su saqueo prepara
un
nuevo collar,
viene
su madre, le tira de la oreja,
se
niega a su madre
se
niega a crecer,
nunca
habla.
Cada
tarde toca música
contando con una cuchara los rombos
de la
tela metálica.
3.
La
luna corría por las venas de los árboles,
dándoles un aspecto de muerte
plateada.
El
adivino, contando en su mundo inhóspito otras sombras,
las
llamaba ciervos.
El
vendedor ambulante ofrecía sus recuerdos de los patíbulos
de las
viejas baronías.
Todos
los compraban.
Y el
asesinato tenía una belleza brutal
como
en Macbeth.
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