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        | REVISTA TRIPLOVde Artes, Religiões e Ciências
nova série | número 47 | agosto-setembro | 2014
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            | 
			MARCO ANTONIO 
			CAMPOS 
			  
			
			
			En el centenario del nacimiento de  
			
			Julio Cortázar 
			REPASO DE 
			RAYUELA  | 
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        | EDITOR | 
		TRIPLOV |  |  
        | ISSN 2182-147X |  |  
        | Contacto: revista@triplov.com |  |  
        | Dir. Maria Estela Guedes |  |  
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		JUEGO Y EXPERIMENTACIÓN 
		
		  
		
		   Este 2014 se cumplen 
		cien años del nacimiento de Julio Cortázar, uno de los grandes y 
		queribles escritores latinoamericanos. Tal vez ningún narrador 
		latinoamericano realizó tantos experimentos imaginativos con la novela y 
		el cuento como el argentino Julio Cortázar. Fue un excepcional 
		cuentista, pero de los experimentos literarios que llevó, ninguno 
		perdurará tanto, como un alto obelisco en medio de la plaza del mundo, 
		que su novela o antinovela o contranovela que tituló
		Rayuela. 
		
		   En un principio la 
		estructura o armazón del libro se escinde en tres secciones: la primera, 
		“Del lado de allá”, que acaece entre calles y puentes y apartamentos 
		parisienses; una segunda, “Del lado de acá”, que ocurre entre calles y 
		apartamentos y hospitales de Buenos Aires, y una tercera, “De otros 
		lados”, los llamados “capítulos prescindibles”, una suerte de manojo de 
		hechos, escenas, reflexiones, notas, citas y comentarios, que 
		supuestamente redacta el escritor fracasado Morelli y supuestamente se 
		relacionan con los cincuenta y seis capítulos de la novela lineal. Un 
		rompecabezas o meccano infinito y al infinito. 
		Un juego que se multiplica como las historias y situaciones que 
		hay en la vida y aun en una vida. Historias, historias de historias, 
		fragmentaciones de historias, microhistorias, que circulan, se suceden, 
		se cruzan, se entrecruzan, se bordan, se desbordan (algo que llevaría 
		después, en elaborados entramados, el argentino Ricardo Piglia en sus 
		dos primeras novelas y el italiano Claudio Magris en
		Danubio). Pero más allá de 
		eso, como una contracara o como la cara entrañable del libro, como ese
		algo que lo hace más íntimo, 
		más nuestro, es su contenido existencial. Ante todo es la presencia de 
		esos cuatro personajes o doblemente dos, que no dejamos de sentir como 
		parientes o amigos de todos los días: Oliveira y la Maga, Traveler y 
		Talita, o asimismo, Oliveira-Traveler y la Maga-Talita. ¿Cómo no 
		conmovernos, cómo no sentir la soledad y el vacío de Oliveira, la 
		desprotección y la hermosa ignorancia de la Maga (“es tan violeta ser 
		ignorante”), el sacrificio fraternal del sedentario Traveler, la ternura 
		de Talita que llega a cubrir todo. Si
		Rayuela es aún considerada una de las mayores novelas de la historia 
		de la literatura latinoamericana, si se lee en nuestros días y seguirá 
		leyéndose, es porque los sentimientos, las emociones y las sensaciones 
		de los personajes, expresadas en pasajes intensos y escenas 
		perturbadoras, nos profundizan con su sello en el alma. Podía Cortázar 
		haber acabado en el capítulo 56 con sus tres estrellas y con o sin la 
		palabra fin y nadie se habría sentido desilusionado. El mismo Cortázar 
		sabía que era mucho más importante la parte humana que las novedades 
		técnicas. En una entrevista que le hizo Rita Ghibert (Siete 
		voces), al comentar la influencia que
		Rayuela había ejercido en las 
		nuevas generaciones, repuso: “Más que una experiencia literaria, ha sido 
		para mucha gente un choque que podríamos llamar existencial”. Y ésa 
		sigue siendo su parte más positiva, pese a la cuerda larguísima de 
		teorías y de interpretaciones, en base al lenguaje, al juego y al 
		conocimiento, que han hecho esnobs de cafés, chamanes de la cultura y de 
		la contracultura y críticos de cubículo universitario que se ganan la 
		vida por años haciendo un libro sobre un libro. Lo que perdura de
		Rayuela, lo que hace perdurar 
		a Rayuela, es su proposición 
		lúdica y su intensidad existencial. El juego como un ejercicio de la 
		imaginación al lado de un barril de pólvora y la vida como una vía 
		dolorosa para volverse gran literatura en las páginas de un libro. El 
		niño Julio Cortázar que en el adulto Julio Cortázar sigue jugando el 
		juego de la rayuela  para 
		ascender con una novela como nube desde la tierra al cielo, aun si al 
		final descubra o se le revele que se trata de un cielo terrible el cual 
		acaso tenga más semejanzas con el infierno. El juego como algo de veras 
		en serio para hacerlo entrar en sus exactas líneas dentro del marco de 
		la escritura y de la vida. |  
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		EL PARÍS DE HORACIO OLIVEIRA   
		
		  
		
		Cuando uno piensa en ciudades como Florencia, Recanati, Salzburgo o 
		Jerez, reconoce las trazas e imágenes del hijo predilecto: Dante, 
		Leopardi, Mozart y López Velarde. En cambio ciudades como París 
		necesitarían un crecido número de magnos retratos. Aun para uno mismo 
		hay un París donde vivió un buen número de artistas, poetas y escritores 
		que admiramos. Pongamos sólo tres ejemplos de poetas. A mí me ha gustado 
		seguir en distintas estadías las huellas reales o posibles del París de 
		Villon, del París de Rimbaud y del París de Vallejo. Para los dos 
		primeros, por modelo, con más de cuatro siglos de diferencia, el 
		perímetro esencial fue el Barrio Latino. Nos es dable imaginar al 
		escolar Francois Villon entre la Sorbona, las tabernas y los círculos de 
		delincuentes en un París abigarrado y sucio; o a Arthur Rimbaud recluido 
		en buhardillas míseras, o asistiendo a las reuniones de los
		vilains hommes en el Hotel des 
		Étrangers, o compartiendo la indigencia con los clochards en la 
		plazoleta Maubert, o hundido en cafetines y bares deslucidos; o a César 
		Vallejo, sobreviviendo casi enterrado en cuartos de hoteles pobres del 
		primer distrito, o viendo melancólico “los castaños frondosos”, o 
		sentado en una butaca del café de la Régence con un cigarro humeando y 
		bebiéndose un café, un París donde esperaba morir un jueves de otoño, 
		del cual ya se acordaba, con aguacero, y solo. 
		
		   El París de Horacio 
		Oliveira es también, en su superficie básica,
		la rive gauche, la ribera 
		izquierda, y desde luego el Barrio Latino de los años cincuenta. La vida 
		de Oliveira, “el oscuro y lúdico Oliveira”, como lo llamó el venezolano 
		Ednodio Quintero, no es en sustancia diferente a la Ciudad Luz, cuya 
		verdadera denominación debería ser la Ciudad de la Luz Grisácea o la 
		Ciudad de la Mala Luz, claro si no vive usted en buenas o muy buenas 
		condiciones económicas, porque entonces París será una fiesta. Sabemos 
		que Oliveira tuvo su primer encuentro con la Maga cuando ésta salía de 
		un café de la de Cherche-Midi, y luego acabaron metiéndose, entre el 
		juego y la casualidad, a un café del bulevar Saint-Michel, y que a 
		veces, en los juegos posteriores, llegaron a pasear hasta los límites 
		del área metropolitana, como la puerta de Orléans y el bulevar Jourdan, 
		o por sitios en los cuales sólo paseaban para después recordarlos, como 
		Vincennes (donde Oliveira le dio un golpe a un soldado por sobrepasarse 
		con la Maga), el muelle de Bercey (donde cazaban estrellas hasta la 
		madrugada y se contaban historias de príncipes) 
		y Belleville y Pantin. Sabemos que Oliveira moraba en el sur, en 
		la Rue de la Tombe-Issoire, al lado del Parc Montsouris, próximo a la 
		Ciudad Universitaria, el cual, salvo una rápida mención no recuerdo 
		haberlo encontrado de nuevo por ahí. 
		
		   Cortázar nació, 
		“producto del turismo y la diplomacia”, en la ciudad de Bruselas en 
		1914. Sus padres eran argentinos. A los tres años la familia volvió al 
		país y el niño creció en un barrio de Banfield, provincia de Buenos 
		Aires. La casa era grande y Cortázar la evocaba como un paraíso. Hizo 
		estudios en la capital federal y trabajó luego de maestro y dio clases 
		de secundaria en Buenos Aires y en pueblos y ciudades del país. 
		Antiperonista, tuvo que renunciar al magisterio al fracasar el 
		movimiento. “De 1946 a 1951, vida porteña, solitaria e independiente; 
		convencido de ser un solterón irreductible, amigo de muy poca gente, 
		melómano lector a jornada completa, enamorado del cine, burguesito ciego 
		a todo lo que pasaba más allá de la esfera de lo estético. Traductor 
		público nacional. Gran oficio para una vida como la mía en ese entonces, 
		egoístamente solitaria e independiente”, escribió Cortázar en una carta 
		dirigida a Gabriela Sola en 1963, año de la publicación de
		Rayuela, datos que, leídos 
		entre líneas, ilustran mucho sobre el mundo intelectual y existencial de
		Rayuela. 
		
		   Cortázar llega a 
		París en 1951. Tiene 37 años. Atrás deja una vida que no era el sueño de 
		nadie ni servía de modelo a nadie. Consigue trabajo como traductor de la 
		UNESCO. Entre eso y la edición de 
		Rayuela distan doce años. Podemos suponer o colegir que el París 
		descrito en el libro es el que vivió en ese periodo. Un París, que en el 
		capítulo 73, al inicio de la segunda novela o segunda propuesta de 
		lectura, Morelli describe (nos parece estarlo viendo y viviéndolo): “Así 
		es como París nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre 
		flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin 
		color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos”. Un 
		París que de Ciudad Luz sólo tiene las candilejas de los salones 
		espléndidos y las telas de los grandes impresionistas. Un París que para 
		Oliveira se halla también en la rayuela que va, no de la tierra al 
		cielo, sino de la tierra a los círculos del infierno existencial. |  
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		OLIVEIRA ¿PERO QUÉ BUSCABAS VOS? 
		
		  
		
		   Un verdadero 
		novelista es el que es capaz de repartirse en sus personajes, de ser 
		ellos, de quedarse en ellos, aunque sean muy distintos a él. Por 
		distintas vías deja en ellos sus emociones, sentimientos, razonamientos, 
		sueños, fantasías, esperas. Así Cortázar es a la vez Morelli, Oliveira, 
		Traveler, la Maga, Talita, Ronald, Babs, Gregorovius y Etienne... Y si 
		redujéramos más podríamos concentrarlos en la pareja de dobles: Oliveira 
		y Traveler, la Maga y Talita... Pero si redujéramos más, si creyéramos 
		en los datos biográficos que Cortázar ha dejado en entrevistas y en 
		páginas de sus libros, quizá concluiríamos que ese tal porteño, ese pibe 
		llamado Horacio Oliveira, pleno de humor y de horas sombrías, quien 
		sueña en el Reino Milenario sabiendo que ese reino ya se perdió en la 
		noche de los tiempos, el enamorado de la montevideana Lucía, alias la 
		Maga, y de la sombra de la Maga llamada Talita, se parece mucho al 
		hombre que crea una novela o antinovela o contranovela, de la cual él es 
		personaje, y a quien se conoce como Julio Cortázar. Pero pasada esa 
		identificación, Oliveira se identifica y se reconoce innumerablemente en 
		aquellos latinoamericanos que han sufrido el vacío y la soledad 
		parisienses, y por extensión, la soledad y el vacío de las grandes 
		ciudades europeas. Soledad y vacío que buscan colmarse buscando la 
		amistad o la fraternidad de otros latinoamericanos, que resultan 
		igualmente solitarios y vacíos, quienes aprietan los billetes de la 
		cartera para ir al cine, al teatro, a museos, a ínfimos conciertos para
		aprender algo de la Kultur, de 
		“la cultura superior”, de la cultura europea (como tanto papanatas lo 
		dice y cree), pero que es sólo una provisoria manera de agarrarse de 
		cualquier clavo para simular que disminuye la soledad y se colma el 
		vacío. Ninguna imagen dibuja mejor esto en
		Rayuela que la noche, después 
		de la ruptura con la Maga, cuando Oliveira asiste al concierto 
		esperpéntico de Bérthe Trépat y pasea después con ella por calles del 
		Barrio Latino bajo la fría y lluviosa noche. ¡Qué desolación! ¡Vaya 
		tedio con tan mínimas salidas! Tiene, pues, su consecuencia lógica, que 
		en esa paulatina autodegradación que ha venido experimentando, Oliveira, 
		bajo el calor del vino y el sobrepeso del desamparo, se rebaje hasta el 
		último nivel de la escala social para castigarse lúdicamente y se vuelva 
		un clochard por esa única, intensa e inmunda noche, y acabe en la 
		cárcel. 
		
		    Además del 
		capítulo de Bérthe Trépat (23) y de su abismamiento en el
		clochardismo, son destacables 
		al menos otros dos: el de la ruptura con la Maga (20) y el de la muerte 
		de Rocamadour (28), el hijo de ésta, en medio de una fiesta y una 
		conversación literaria en la cual no se prestaba ningún caso al niño. 
		
		   Pocas cosas me 
		entristecen tanto de esta novela como imaginar a la Maga sola, una vez 
		que Oliveira se ha despedido, en el momento cuando sabe o intuye que a 
		partir de entonces todo regreso es espejismo, y por el lado de Oliveira, 
		en el momento cuando sabe o intuye que encontrar a la Maga, como se lo 
		propone, es un propósito de sombras. ¿Encontrar 
		a la Maga? Pero la Maga ya no estará en París, ni en Lucca, ni en 
		Montevideo, ni en Buenos Aires, sino en el exacto sitio de la nostalgia 
		dolorosa y culpable. Encontrar a la Maga, a quien tanto se dañó, es de hecho imposible: 
		el “amoricidio” ha sido perpetrado. Los fortuitos encuentros y las citas 
		vagas entre ambos en distintos barrios parisienses no podrán ser 
		sustituidos en los miles de barrios de miles de ciudades del planeta. 
		
		   Pocas páginas tan 
		bien logradas como las de la muerte de Rocamadour. Lezama Lima opinó que 
		no hay nada en la novela que le sea comparable. “El hijo de la Maga 
		muere y la conversación y la fiesta continúan durante la noche, hasta 
		que por fin la madre percibe la muerte del hijo”. 
		La aparente falta de dramatismo acaba dando el más hondo 
		dramatismo. El “habla más bajo” o el “no grites”, recomendaciones de la 
		Maga en la reunión del club, toman en la lectura un matiz amargamente 
		irónico. La frase correcta sería: “Ahora se ponen a hablar tan bajo 
		justo cuando ya no hace falta”. 
		
		   Y Oliveira se va. No 
		asiste al velorio ni al entierro del niño. Todo se perdió; todo se 
		volvió añicos. Ahora podrá de esa manera cargarse de culpas y tener el 
		motivo ideal para afanarse en una búsqueda sin porvenir. 
		
		   Por tanto, luego de la 
		persecución de las propias fieras y fantasmas, luego de rebajarse hasta 
		el último peldaño de la escala social, la única vía que le queda, pero 
		también aparente, es la vuelta a la ciudad nativa, donde terminará 
		jugando con piolines y rulemanes, y mal soñando entre dos sitios 
		inconscientemente deseados: la morgue y el manicomio. 
		 
		
		   Al hablar de la obra 
		de Cortázar, Borges escribió inmejorablemente: “Los personajes de la 
		fábula son deliberadamente triviales. Los rige una rutina de casuales 
		amores y de casuales discordias. Se mueven entre cosas triviales: marcas 
		de cigarrillos, vidrieras, mostradores, whisky, farmacias, aeropuertos y 
		andenes. Se resignan a los periódicos y a la radio. La topografía 
		corresponde a Buenos Aires o a París y podemos creer al principio que se 
		trata de meras crónicas. Poco a poco sentimos que no es así. Muy 
		sutilmente el narrador nos ha atraído a su terrible mundo, en que la 
		dicha es imposible”.  |  
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		Y, CLARO, LO ARGENTINO ES LO MEJOR 
		
		  
		
		   Es fama en occidente 
		que el promedio del argentino, 
		ante todo el porteño, suele ser magníficamente hospitalario en casa, 
		pero fuera del país, por quien sabe que mala magia, suele volverse 
		infatuado, sobrado de sí mismo, desdeñoso. El ego y el país le crecen en 
		una multiplicación desmesurada. Por su boca nos enteramos que Buenos 
		Aires (su gente, su clima, sus bienes y servicios, su vasta plaza de 
		mayo, la geometría de sus calles, su río, su luna, su cielo), es, si no 
		perfecta, al menos superior a las demás ciudades del orbe. ¿Para qué 
		cerrarnos ante lo evidente?  
		
		   Pero en su 
		autocrítica los argentinos a veces también son feroces. País de 
		inmigrantes, muchos argentinos, al inquirírseles sobre el lugar de donde 
		provienen, contestan: “De los barcos”. Como si fueran habitantes de una 
		tierra la cual alquilan porque no tienen tierra. Un país que continúa 
		siendo en buena medida una ausencia de país. Un país prestado, dicen 
		unos de ellos, un país alquilado, se oye a otros.  
		
		    Pero pese a ir 
		reconociendo, probablemente sin muchas ganas, su mayor afinidad y 
		vínculos con lo latinoamericano y los latinoamericanos, no hay casi 
		argentino que no se enorgullezca de su ascendencia europea: italiano o 
		española o inglesa o francesa o germánica o nórdica o eslava… Todavía 
		más: revísese su arte y léanse sus libros. Ante todo su vista se fija en 
		dos tradiciones: la europea y la suya propia. Lo inusual o raro es 
		hallar en sus grandes artistas, poetas y escritores voces y ecos, 
		sombras y luces latinoamericanos. Y en esto caben lo mismo Borges y 
		Bioy, Sabato y Cortázar, Piglia y Saer, que poetas notables como 
		Oliverio Girondo y Olga Orozco, Roberto Juarroz y Alejandra Pizarnik. 
		Quizá las excepciones sean Enrique Molina y el último Juan Gelman. Pero 
		al leer Rayuela, que es de 1963, cuando Cortázar ya ha cumplido los cuarenta 
		y nueve años, desconcierta y entristece la ausencia de nuestras tierras 
		y nuestras literaturas. Como si “el lado de acá” fuera sólo el perímetro 
		rioplatense. Ese conflicto americano-europeo se vuelve a menudo patético 
		o grotesco para muchos argentinos que van a Europa al reencuentro de sus 
		raíces esperando ser recibidos con entusiasmo como hijos pródigos que 
		tardaron en regresar pero al fin lo hacen, y quienes descubren muy 
		pronto que los europeos no están enterados de que ellos se sienten 
		europeos. Y vaya golpe. “La realidad de la Argentina -escribía Carlos 
		Fuentes hacia 1969 en el capítulo ‘La caja de Pandora’ de
		La nueva novela hispanoamericana 
		y lo repetía, palabra más, palabra menos, hacia 1990 en el capítulo “La 
		sonrisa de Erasmo”  en
		Valiente mundo nuevo- es una 
		ficción, la autenticidad de la Argentina es su falta de autenticidad, la 
		esencia de la Argentina es la imitación europea”. No es otra cosa lo que 
		Horacio Oliveira vive en París. ¿Qué es Oliveira, sino un argentino, o 
		si se quiere un porteño, 
		trasplantado en París? ¿Quién mejor que alguien así para 
		preguntarse, al comparar y contrastar culturas, acerca de la Argentina y 
		la identidad, sobre  qué y 
		quiénes somos, más allá de las citas comunes de Gardel y el tango, de 
		Evita y los descamisados, del Che y Maradona, de la mateada y el bife 
		chorizo, de la monotonía de la pampa y del próximo partido de Boca y 
		River? Por eso Oliveira reconoce en un diálogo que “mi país es un puro 
		refrito, hay que decirlo con todo cariño”, a lo que le responde el 
		español Perico: “Empezando por ti. Aquí has venido siguiendo el molde de 
		todos tus connacionales que se largaban a París para hacer su educación 
		sentimental. Por lo menos en España eso se aprende en el burdel y en los 
		toros, coño”. 
		
		   No en balde Oliveira, 
		con ironía, con autocrítica, juega en el capítulo 3 al juego de la 
		“argentinidad” y al juego de esa clase media argentina de la cual 
		proviene, que le da siempre la vuelta a la realidad, él, un clase media, 
		porteño, colegio nacional y etcétera, que llegó al grado de que “en 
		París todo lo era Buenos Aires y viceversa: en lo más ahincado del amor 
		padecía y acataba la pérdida y el olvido”.
		   
		
		   Tiene cierta lógica 
		entonces que “el “argentino afrancesado”, como miles de latinoamericanos 
		que han padecido en París, viva y sueñe en una ciudad mientras reside en 
		otra. La odisea de Oliveira –escribió Fuentes-- 
		“lo lleva de París, el modelo original, a Buenos Aires, la patria 
		falsa”. Así Oliveira vuelve a Buenos Aires a la búsqueda de la Maga, o 
		de fantasmas de antiguos fragmentos, o de sueños lejanos que permanecen 
		en una calle o en una casa o en un café, o de una cara menos severa del 
		fracaso, o de un sitio íntimo y a la vez remoto donde la autohumillación 
		no lastime tanto. Pero las cosas no marchan bien. El destierro, como los 
		personajes cardinales, es también doble. Traveler y Talita lo advierten 
		y piensan que, sobre todo en los inicios, él (Oliveira) “estaba mucho 
		más lejos del país que cuando andaba por Europa” y que (al menos así lo 
		entendía Talita) “le daba lo mismo estar en Buenos Aires que en Bucarest 
		y que en realidad no había vuelto sino lo habían traído”. Ya no sólo 
		había perdido la ausencia de país que era la Argentina sino todo sitio, 
		llegando al extremo de no hablar siquiera de París o Europa (“ningún 
		interés”), cosa que ponía a rabiar a Traveler, cuyo apellido era un 
		contrasentido, el pobre Traveler, que a lo más había alcanzado las 
		riberas de Montevideo. 
		
		   Se perdió el centro 
		de gravedad, se perdió el propio sitio en el mundo. Oliveira está
		excentrado como la novela 
		misma. Por eso, en el camino elegido, es de hecho natural que se integre 
		de principio con Talita y con Traveler al circo y más tarde a la 
		administración del manicomio. Como si la única salida, o al menos la más 
		auténtica, fuera convertirse en un payaso o en un loco. 
		
		   Estoy convencido de 
		esto: desde 1951, cuando empezó a residir en Francia, Cortázar se volvió 
		más argentino, comprendió y amó más en la ausencia a su ausencia de 
		país, que en el mismo Buenos Aires. Más aún: es en París donde su vida 
		cobra un verdadero sentido, donde deja la vida “egoístamente solitaria e 
		independiente” y empieza a escribir lo que llama “la espiral de su obra” 
		y toma un claro partido político por las izquierdas latinoamericanas y 
		se vuelve más fraternal y termina su vida -al parecer- siendo feliz. 
		Quizá de haber permanecido en la Argentina hubiera acabado 
		melancólicamente de Fama o de Esperanza y no en el Gran Cronopio que 
		fue. Una novela de fascinaciones misceláneas numerosas como
		Rayuela es del todo inexplicable sin la larga estación parisiense 
		que le sirvió para comparar y contrastar la larga estación argentina. 
		 
		
		   Pablo Neruda, quien 
		sabía bien de regresos y exilios, escribió un artículo partiendo de la 
		áspera polémica habida entre Arguedas y Cortázar. Poniéndose en el fiel 
		de la balanza, elogia la verdad de raíz y la raíz de verdad del peruano 
		de querer hacer su obra en el país de origen, pero reconoce asimismo que 
		en las novelas de Cortázar, de Vargas Llosa, de García Márquez y de 
		Fuentes existe “una constantísima preocupación americana, una tónica 
		temal enraizada en nuestras verdades, un ámbito que nos pertenece y que 
		ellos nos han restituido en forma varias veces grandiosa”. Y añade: “Son 
		desde lejos, exiliados o no, más americanos que muchos de sus 
		compatriotas que viven de este lado del mar”. 
		
		   Y tenía razón. No 
		importa donde se escriba, lo importante es escribir bien, pero partiendo 
		para la larga carrera de un lugar de salida americano: como geografía o 
		personajes. Y una obra americana la hicieron lo mismo Lezama, Revueltas 
		o Arguedas, que apenas si viajaron fuera de sus países, que el 
		tetranomio boomesco. 
		
		   Y de esas páginas 
		porteñas de Rayuela, que van 
		desde un tablón colgante entre dos apartamentos de un edificio hasta los 
		espacios de un circo y del manicomio, nada me encanta más que ese 
		personaje llamado Atalía Donosi, la farmacéutica Talita, con su ternura 
		ingenua, su gracia y gracilidad, la cual está separada, tanto del amor 
		de Oliveira como del fantasma de la Maga, por ese tablón colgante, a la 
		vez simbólico y real, que une los departamentos de los amigos. Ese 
		tablón es a la vez la imposibilidad de la relación entre Oliveira y 
		Talita y la imposibilidad de la realización de las vidas de los dos 
		dobles que se combaten como si batallaran frente al espejo. Menos fácil 
		sostenerse de pie en ese tablón que en el trapecio o en la cuerda floja. 
		Un mínimo movimiento en falso y se cae a la calle, o mejor, al infierno. 
		Como observó Carlos Fuentes: “La esencia cultural, social, histórica, 
		digamos, de Rayuela, es la historia de un fracaso. Ni Oliveira y la Maga en 
		París, ni Traveler y Talita en Buenos Aires, van a encontrar la utopía, 
		el cielo de la rayuela”. Se descaminaron o perdieron el juego, la 
		infancia, el corazón y los sueños. Pero es necesario encontrar una nueva 
		vía y vivir aun condenado a la soledad y a la locura. Hay que vivir. Hay 
		que tratar de vivir. Hay que intentarlo. Y Cortázar, Oliveira o Traveler 
		también lo dirían: Hay que intentarlo, incluso en un tablón colgante.
		
		
		  |  
        |  | 
		 |  
        |  | Marco Antonio Campos 
		(México, D.F., 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha 
		publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), 
		Una seña en la sepultura (1978),
		Monólogos (1985),
		La ceniza en la frente (1979),
		Los adioses del forastero 
		(1996) y Viernes en Jerusalén 
		(2005. La editorial El Tucán de Virginia volvió a reunir en 2007 su 
		poesía en un solo tomo: El 
		forastero en la tierra (1970-2004). Es autor de un libro de 
		aforismos (Árboles). Ha traducido libros de poesía de Charles Baudelaire, 
		Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile 
		Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo 
		Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner 
		Kunze, Carlos Drummond de Andrade, y en colaboración 
		con Stefaan van den Bremt, Miriam van Hee, Roland Jooris, Luuk 
		Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía suyos han sido 
		traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés. 
		Ha 
		obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y 
		Nezahualcóyotl (2005). Y en España, el Premio Casa de América (2005) por 
		su libro Viernes en Jerusalén. 
		En 2004, se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de 
		Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile. En París es miembro de 
		la Asociación Mallarmé. En el 2009 obtuvo el premio de poesía Ciudad de 
		Melilla, España.  |  
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        |  | © Maria Estela Guedesestela@triplov.com
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