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REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências
nova série | número 47 | agosto-setembro | 2014
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MARCO ANTONIO
CAMPOS
En el centenario del nacimiento de
Julio Cortázar
REPASO DE
RAYUELA
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EDITOR |
TRIPLOV |
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ISSN 2182-147X |
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Contacto: revista@triplov.com |
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Dir. Maria Estela Guedes |
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JUEGO Y EXPERIMENTACIÓN
Este 2014 se cumplen
cien años del nacimiento de Julio Cortázar, uno de los grandes y
queribles escritores latinoamericanos. Tal vez ningún narrador
latinoamericano realizó tantos experimentos imaginativos con la novela y
el cuento como el argentino Julio Cortázar. Fue un excepcional
cuentista, pero de los experimentos literarios que llevó, ninguno
perdurará tanto, como un alto obelisco en medio de la plaza del mundo,
que su novela o antinovela o contranovela que tituló
Rayuela.
En un principio la
estructura o armazón del libro se escinde en tres secciones: la primera,
“Del lado de allá”, que acaece entre calles y puentes y apartamentos
parisienses; una segunda, “Del lado de acá”, que ocurre entre calles y
apartamentos y hospitales de Buenos Aires, y una tercera, “De otros
lados”, los llamados “capítulos prescindibles”, una suerte de manojo de
hechos, escenas, reflexiones, notas, citas y comentarios, que
supuestamente redacta el escritor fracasado Morelli y supuestamente se
relacionan con los cincuenta y seis capítulos de la novela lineal. Un
rompecabezas o meccano infinito y al infinito.
Un juego que se multiplica como las historias y situaciones que
hay en la vida y aun en una vida. Historias, historias de historias,
fragmentaciones de historias, microhistorias, que circulan, se suceden,
se cruzan, se entrecruzan, se bordan, se desbordan (algo que llevaría
después, en elaborados entramados, el argentino Ricardo Piglia en sus
dos primeras novelas y el italiano Claudio Magris en
Danubio). Pero más allá de
eso, como una contracara o como la cara entrañable del libro, como ese
algo que lo hace más íntimo,
más nuestro, es su contenido existencial. Ante todo es la presencia de
esos cuatro personajes o doblemente dos, que no dejamos de sentir como
parientes o amigos de todos los días: Oliveira y la Maga, Traveler y
Talita, o asimismo, Oliveira-Traveler y la Maga-Talita. ¿Cómo no
conmovernos, cómo no sentir la soledad y el vacío de Oliveira, la
desprotección y la hermosa ignorancia de la Maga (“es tan violeta ser
ignorante”), el sacrificio fraternal del sedentario Traveler, la ternura
de Talita que llega a cubrir todo. Si
Rayuela es aún considerada una de las mayores novelas de la historia
de la literatura latinoamericana, si se lee en nuestros días y seguirá
leyéndose, es porque los sentimientos, las emociones y las sensaciones
de los personajes, expresadas en pasajes intensos y escenas
perturbadoras, nos profundizan con su sello en el alma. Podía Cortázar
haber acabado en el capítulo 56 con sus tres estrellas y con o sin la
palabra fin y nadie se habría sentido desilusionado. El mismo Cortázar
sabía que era mucho más importante la parte humana que las novedades
técnicas. En una entrevista que le hizo Rita Ghibert (Siete
voces), al comentar la influencia que
Rayuela había ejercido en las
nuevas generaciones, repuso: “Más que una experiencia literaria, ha sido
para mucha gente un choque que podríamos llamar existencial”. Y ésa
sigue siendo su parte más positiva, pese a la cuerda larguísima de
teorías y de interpretaciones, en base al lenguaje, al juego y al
conocimiento, que han hecho esnobs de cafés, chamanes de la cultura y de
la contracultura y críticos de cubículo universitario que se ganan la
vida por años haciendo un libro sobre un libro. Lo que perdura de
Rayuela, lo que hace perdurar
a Rayuela, es su proposición
lúdica y su intensidad existencial. El juego como un ejercicio de la
imaginación al lado de un barril de pólvora y la vida como una vía
dolorosa para volverse gran literatura en las páginas de un libro. El
niño Julio Cortázar que en el adulto Julio Cortázar sigue jugando el
juego de la rayuela para
ascender con una novela como nube desde la tierra al cielo, aun si al
final descubra o se le revele que se trata de un cielo terrible el cual
acaso tenga más semejanzas con el infierno. El juego como algo de veras
en serio para hacerlo entrar en sus exactas líneas dentro del marco de
la escritura y de la vida.
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EL PARÍS DE HORACIO OLIVEIRA
Cuando uno piensa en ciudades como Florencia, Recanati, Salzburgo o
Jerez, reconoce las trazas e imágenes del hijo predilecto: Dante,
Leopardi, Mozart y López Velarde. En cambio ciudades como París
necesitarían un crecido número de magnos retratos. Aun para uno mismo
hay un París donde vivió un buen número de artistas, poetas y escritores
que admiramos. Pongamos sólo tres ejemplos de poetas. A mí me ha gustado
seguir en distintas estadías las huellas reales o posibles del París de
Villon, del París de Rimbaud y del París de Vallejo. Para los dos
primeros, por modelo, con más de cuatro siglos de diferencia, el
perímetro esencial fue el Barrio Latino. Nos es dable imaginar al
escolar Francois Villon entre la Sorbona, las tabernas y los círculos de
delincuentes en un París abigarrado y sucio; o a Arthur Rimbaud recluido
en buhardillas míseras, o asistiendo a las reuniones de los
vilains hommes en el Hotel des
Étrangers, o compartiendo la indigencia con los clochards en la
plazoleta Maubert, o hundido en cafetines y bares deslucidos; o a César
Vallejo, sobreviviendo casi enterrado en cuartos de hoteles pobres del
primer distrito, o viendo melancólico “los castaños frondosos”, o
sentado en una butaca del café de la Régence con un cigarro humeando y
bebiéndose un café, un París donde esperaba morir un jueves de otoño,
del cual ya se acordaba, con aguacero, y solo.
El París de Horacio
Oliveira es también, en su superficie básica,
la rive gauche, la ribera
izquierda, y desde luego el Barrio Latino de los años cincuenta. La vida
de Oliveira, “el oscuro y lúdico Oliveira”, como lo llamó el venezolano
Ednodio Quintero, no es en sustancia diferente a la Ciudad Luz, cuya
verdadera denominación debería ser la Ciudad de la Luz Grisácea o la
Ciudad de la Mala Luz, claro si no vive usted en buenas o muy buenas
condiciones económicas, porque entonces París será una fiesta. Sabemos
que Oliveira tuvo su primer encuentro con la Maga cuando ésta salía de
un café de la de Cherche-Midi, y luego acabaron metiéndose, entre el
juego y la casualidad, a un café del bulevar Saint-Michel, y que a
veces, en los juegos posteriores, llegaron a pasear hasta los límites
del área metropolitana, como la puerta de Orléans y el bulevar Jourdan,
o por sitios en los cuales sólo paseaban para después recordarlos, como
Vincennes (donde Oliveira le dio un golpe a un soldado por sobrepasarse
con la Maga), el muelle de Bercey (donde cazaban estrellas hasta la
madrugada y se contaban historias de príncipes)
y Belleville y Pantin. Sabemos que Oliveira moraba en el sur, en
la Rue de la Tombe-Issoire, al lado del Parc Montsouris, próximo a la
Ciudad Universitaria, el cual, salvo una rápida mención no recuerdo
haberlo encontrado de nuevo por ahí.
Cortázar nació,
“producto del turismo y la diplomacia”, en la ciudad de Bruselas en
1914. Sus padres eran argentinos. A los tres años la familia volvió al
país y el niño creció en un barrio de Banfield, provincia de Buenos
Aires. La casa era grande y Cortázar la evocaba como un paraíso. Hizo
estudios en la capital federal y trabajó luego de maestro y dio clases
de secundaria en Buenos Aires y en pueblos y ciudades del país.
Antiperonista, tuvo que renunciar al magisterio al fracasar el
movimiento. “De 1946 a 1951, vida porteña, solitaria e independiente;
convencido de ser un solterón irreductible, amigo de muy poca gente,
melómano lector a jornada completa, enamorado del cine, burguesito ciego
a todo lo que pasaba más allá de la esfera de lo estético. Traductor
público nacional. Gran oficio para una vida como la mía en ese entonces,
egoístamente solitaria e independiente”, escribió Cortázar en una carta
dirigida a Gabriela Sola en 1963, año de la publicación de
Rayuela, datos que, leídos
entre líneas, ilustran mucho sobre el mundo intelectual y existencial de
Rayuela.
Cortázar llega a
París en 1951. Tiene 37 años. Atrás deja una vida que no era el sueño de
nadie ni servía de modelo a nadie. Consigue trabajo como traductor de la
UNESCO. Entre eso y la edición de
Rayuela distan doce años. Podemos suponer o colegir que el París
descrito en el libro es el que vivió en ese periodo. Un París, que en el
capítulo 73, al inicio de la segunda novela o segunda propuesta de
lectura, Morelli describe (nos parece estarlo viendo y viviéndolo): “Así
es como París nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre
flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin
color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos”. Un
París que de Ciudad Luz sólo tiene las candilejas de los salones
espléndidos y las telas de los grandes impresionistas. Un París que para
Oliveira se halla también en la rayuela que va, no de la tierra al
cielo, sino de la tierra a los círculos del infierno existencial.
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OLIVEIRA ¿PERO QUÉ BUSCABAS VOS?
Un verdadero
novelista es el que es capaz de repartirse en sus personajes, de ser
ellos, de quedarse en ellos, aunque sean muy distintos a él. Por
distintas vías deja en ellos sus emociones, sentimientos, razonamientos,
sueños, fantasías, esperas. Así Cortázar es a la vez Morelli, Oliveira,
Traveler, la Maga, Talita, Ronald, Babs, Gregorovius y Etienne... Y si
redujéramos más podríamos concentrarlos en la pareja de dobles: Oliveira
y Traveler, la Maga y Talita... Pero si redujéramos más, si creyéramos
en los datos biográficos que Cortázar ha dejado en entrevistas y en
páginas de sus libros, quizá concluiríamos que ese tal porteño, ese pibe
llamado Horacio Oliveira, pleno de humor y de horas sombrías, quien
sueña en el Reino Milenario sabiendo que ese reino ya se perdió en la
noche de los tiempos, el enamorado de la montevideana Lucía, alias la
Maga, y de la sombra de la Maga llamada Talita, se parece mucho al
hombre que crea una novela o antinovela o contranovela, de la cual él es
personaje, y a quien se conoce como Julio Cortázar. Pero pasada esa
identificación, Oliveira se identifica y se reconoce innumerablemente en
aquellos latinoamericanos que han sufrido el vacío y la soledad
parisienses, y por extensión, la soledad y el vacío de las grandes
ciudades europeas. Soledad y vacío que buscan colmarse buscando la
amistad o la fraternidad de otros latinoamericanos, que resultan
igualmente solitarios y vacíos, quienes aprietan los billetes de la
cartera para ir al cine, al teatro, a museos, a ínfimos conciertos para
aprender algo de la Kultur, de
“la cultura superior”, de la cultura europea (como tanto papanatas lo
dice y cree), pero que es sólo una provisoria manera de agarrarse de
cualquier clavo para simular que disminuye la soledad y se colma el
vacío. Ninguna imagen dibuja mejor esto en
Rayuela que la noche, después
de la ruptura con la Maga, cuando Oliveira asiste al concierto
esperpéntico de Bérthe Trépat y pasea después con ella por calles del
Barrio Latino bajo la fría y lluviosa noche. ¡Qué desolación! ¡Vaya
tedio con tan mínimas salidas! Tiene, pues, su consecuencia lógica, que
en esa paulatina autodegradación que ha venido experimentando, Oliveira,
bajo el calor del vino y el sobrepeso del desamparo, se rebaje hasta el
último nivel de la escala social para castigarse lúdicamente y se vuelva
un clochard por esa única, intensa e inmunda noche, y acabe en la
cárcel.
Además del
capítulo de Bérthe Trépat (23) y de su abismamiento en el
clochardismo, son destacables
al menos otros dos: el de la ruptura con la Maga (20) y el de la muerte
de Rocamadour (28), el hijo de ésta, en medio de una fiesta y una
conversación literaria en la cual no se prestaba ningún caso al niño.
Pocas cosas me
entristecen tanto de esta novela como imaginar a la Maga sola, una vez
que Oliveira se ha despedido, en el momento cuando sabe o intuye que a
partir de entonces todo regreso es espejismo, y por el lado de Oliveira,
en el momento cuando sabe o intuye que encontrar a la Maga, como se lo
propone, es un propósito de sombras. ¿Encontrar
a la Maga? Pero la Maga ya no estará en París, ni en Lucca, ni en
Montevideo, ni en Buenos Aires, sino en el exacto sitio de la nostalgia
dolorosa y culpable. Encontrar a la Maga, a quien tanto se dañó, es de hecho imposible:
el “amoricidio” ha sido perpetrado. Los fortuitos encuentros y las citas
vagas entre ambos en distintos barrios parisienses no podrán ser
sustituidos en los miles de barrios de miles de ciudades del planeta.
Pocas páginas tan
bien logradas como las de la muerte de Rocamadour. Lezama Lima opinó que
no hay nada en la novela que le sea comparable. “El hijo de la Maga
muere y la conversación y la fiesta continúan durante la noche, hasta
que por fin la madre percibe la muerte del hijo”.
La aparente falta de dramatismo acaba dando el más hondo
dramatismo. El “habla más bajo” o el “no grites”, recomendaciones de la
Maga en la reunión del club, toman en la lectura un matiz amargamente
irónico. La frase correcta sería: “Ahora se ponen a hablar tan bajo
justo cuando ya no hace falta”.
Y Oliveira se va. No
asiste al velorio ni al entierro del niño. Todo se perdió; todo se
volvió añicos. Ahora podrá de esa manera cargarse de culpas y tener el
motivo ideal para afanarse en una búsqueda sin porvenir.
Por tanto, luego de la
persecución de las propias fieras y fantasmas, luego de rebajarse hasta
el último peldaño de la escala social, la única vía que le queda, pero
también aparente, es la vuelta a la ciudad nativa, donde terminará
jugando con piolines y rulemanes, y mal soñando entre dos sitios
inconscientemente deseados: la morgue y el manicomio.
Al hablar de la obra
de Cortázar, Borges escribió inmejorablemente: “Los personajes de la
fábula son deliberadamente triviales. Los rige una rutina de casuales
amores y de casuales discordias. Se mueven entre cosas triviales: marcas
de cigarrillos, vidrieras, mostradores, whisky, farmacias, aeropuertos y
andenes. Se resignan a los periódicos y a la radio. La topografía
corresponde a Buenos Aires o a París y podemos creer al principio que se
trata de meras crónicas. Poco a poco sentimos que no es así. Muy
sutilmente el narrador nos ha atraído a su terrible mundo, en que la
dicha es imposible”.
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Y, CLARO, LO ARGENTINO ES LO MEJOR
Es fama en occidente
que el promedio del argentino,
ante todo el porteño, suele ser magníficamente hospitalario en casa,
pero fuera del país, por quien sabe que mala magia, suele volverse
infatuado, sobrado de sí mismo, desdeñoso. El ego y el país le crecen en
una multiplicación desmesurada. Por su boca nos enteramos que Buenos
Aires (su gente, su clima, sus bienes y servicios, su vasta plaza de
mayo, la geometría de sus calles, su río, su luna, su cielo), es, si no
perfecta, al menos superior a las demás ciudades del orbe. ¿Para qué
cerrarnos ante lo evidente?
Pero en su
autocrítica los argentinos a veces también son feroces. País de
inmigrantes, muchos argentinos, al inquirírseles sobre el lugar de donde
provienen, contestan: “De los barcos”. Como si fueran habitantes de una
tierra la cual alquilan porque no tienen tierra. Un país que continúa
siendo en buena medida una ausencia de país. Un país prestado, dicen
unos de ellos, un país alquilado, se oye a otros.
Pero pese a ir
reconociendo, probablemente sin muchas ganas, su mayor afinidad y
vínculos con lo latinoamericano y los latinoamericanos, no hay casi
argentino que no se enorgullezca de su ascendencia europea: italiano o
española o inglesa o francesa o germánica o nórdica o eslava… Todavía
más: revísese su arte y léanse sus libros. Ante todo su vista se fija en
dos tradiciones: la europea y la suya propia. Lo inusual o raro es
hallar en sus grandes artistas, poetas y escritores voces y ecos,
sombras y luces latinoamericanos. Y en esto caben lo mismo Borges y
Bioy, Sabato y Cortázar, Piglia y Saer, que poetas notables como
Oliverio Girondo y Olga Orozco, Roberto Juarroz y Alejandra Pizarnik.
Quizá las excepciones sean Enrique Molina y el último Juan Gelman. Pero
al leer Rayuela, que es de 1963, cuando Cortázar ya ha cumplido los cuarenta
y nueve años, desconcierta y entristece la ausencia de nuestras tierras
y nuestras literaturas. Como si “el lado de acá” fuera sólo el perímetro
rioplatense. Ese conflicto americano-europeo se vuelve a menudo patético
o grotesco para muchos argentinos que van a Europa al reencuentro de sus
raíces esperando ser recibidos con entusiasmo como hijos pródigos que
tardaron en regresar pero al fin lo hacen, y quienes descubren muy
pronto que los europeos no están enterados de que ellos se sienten
europeos. Y vaya golpe. “La realidad de la Argentina -escribía Carlos
Fuentes hacia 1969 en el capítulo ‘La caja de Pandora’ de
La nueva novela hispanoamericana
y lo repetía, palabra más, palabra menos, hacia 1990 en el capítulo “La
sonrisa de Erasmo” en
Valiente mundo nuevo- es una
ficción, la autenticidad de la Argentina es su falta de autenticidad, la
esencia de la Argentina es la imitación europea”. No es otra cosa lo que
Horacio Oliveira vive en París. ¿Qué es Oliveira, sino un argentino, o
si se quiere un porteño,
trasplantado en París? ¿Quién mejor que alguien así para
preguntarse, al comparar y contrastar culturas, acerca de la Argentina y
la identidad, sobre qué y
quiénes somos, más allá de las citas comunes de Gardel y el tango, de
Evita y los descamisados, del Che y Maradona, de la mateada y el bife
chorizo, de la monotonía de la pampa y del próximo partido de Boca y
River? Por eso Oliveira reconoce en un diálogo que “mi país es un puro
refrito, hay que decirlo con todo cariño”, a lo que le responde el
español Perico: “Empezando por ti. Aquí has venido siguiendo el molde de
todos tus connacionales que se largaban a París para hacer su educación
sentimental. Por lo menos en España eso se aprende en el burdel y en los
toros, coño”.
No en balde Oliveira,
con ironía, con autocrítica, juega en el capítulo 3 al juego de la
“argentinidad” y al juego de esa clase media argentina de la cual
proviene, que le da siempre la vuelta a la realidad, él, un clase media,
porteño, colegio nacional y etcétera, que llegó al grado de que “en
París todo lo era Buenos Aires y viceversa: en lo más ahincado del amor
padecía y acataba la pérdida y el olvido”.
Tiene cierta lógica
entonces que “el “argentino afrancesado”, como miles de latinoamericanos
que han padecido en París, viva y sueñe en una ciudad mientras reside en
otra. La odisea de Oliveira –escribió Fuentes--
“lo lleva de París, el modelo original, a Buenos Aires, la patria
falsa”. Así Oliveira vuelve a Buenos Aires a la búsqueda de la Maga, o
de fantasmas de antiguos fragmentos, o de sueños lejanos que permanecen
en una calle o en una casa o en un café, o de una cara menos severa del
fracaso, o de un sitio íntimo y a la vez remoto donde la autohumillación
no lastime tanto. Pero las cosas no marchan bien. El destierro, como los
personajes cardinales, es también doble. Traveler y Talita lo advierten
y piensan que, sobre todo en los inicios, él (Oliveira) “estaba mucho
más lejos del país que cuando andaba por Europa” y que (al menos así lo
entendía Talita) “le daba lo mismo estar en Buenos Aires que en Bucarest
y que en realidad no había vuelto sino lo habían traído”. Ya no sólo
había perdido la ausencia de país que era la Argentina sino todo sitio,
llegando al extremo de no hablar siquiera de París o Europa (“ningún
interés”), cosa que ponía a rabiar a Traveler, cuyo apellido era un
contrasentido, el pobre Traveler, que a lo más había alcanzado las
riberas de Montevideo.
Se perdió el centro
de gravedad, se perdió el propio sitio en el mundo. Oliveira está
excentrado como la novela
misma. Por eso, en el camino elegido, es de hecho natural que se integre
de principio con Talita y con Traveler al circo y más tarde a la
administración del manicomio. Como si la única salida, o al menos la más
auténtica, fuera convertirse en un payaso o en un loco.
Estoy convencido de
esto: desde 1951, cuando empezó a residir en Francia, Cortázar se volvió
más argentino, comprendió y amó más en la ausencia a su ausencia de
país, que en el mismo Buenos Aires. Más aún: es en París donde su vida
cobra un verdadero sentido, donde deja la vida “egoístamente solitaria e
independiente” y empieza a escribir lo que llama “la espiral de su obra”
y toma un claro partido político por las izquierdas latinoamericanas y
se vuelve más fraternal y termina su vida -al parecer- siendo feliz.
Quizá de haber permanecido en la Argentina hubiera acabado
melancólicamente de Fama o de Esperanza y no en el Gran Cronopio que
fue. Una novela de fascinaciones misceláneas numerosas como
Rayuela es del todo inexplicable sin la larga estación parisiense
que le sirvió para comparar y contrastar la larga estación argentina.
Pablo Neruda, quien
sabía bien de regresos y exilios, escribió un artículo partiendo de la
áspera polémica habida entre Arguedas y Cortázar. Poniéndose en el fiel
de la balanza, elogia la verdad de raíz y la raíz de verdad del peruano
de querer hacer su obra en el país de origen, pero reconoce asimismo que
en las novelas de Cortázar, de Vargas Llosa, de García Márquez y de
Fuentes existe “una constantísima preocupación americana, una tónica
temal enraizada en nuestras verdades, un ámbito que nos pertenece y que
ellos nos han restituido en forma varias veces grandiosa”. Y añade: “Son
desde lejos, exiliados o no, más americanos que muchos de sus
compatriotas que viven de este lado del mar”.
Y tenía razón. No
importa donde se escriba, lo importante es escribir bien, pero partiendo
para la larga carrera de un lugar de salida americano: como geografía o
personajes. Y una obra americana la hicieron lo mismo Lezama, Revueltas
o Arguedas, que apenas si viajaron fuera de sus países, que el
tetranomio boomesco.
Y de esas páginas
porteñas de Rayuela, que van
desde un tablón colgante entre dos apartamentos de un edificio hasta los
espacios de un circo y del manicomio, nada me encanta más que ese
personaje llamado Atalía Donosi, la farmacéutica Talita, con su ternura
ingenua, su gracia y gracilidad, la cual está separada, tanto del amor
de Oliveira como del fantasma de la Maga, por ese tablón colgante, a la
vez simbólico y real, que une los departamentos de los amigos. Ese
tablón es a la vez la imposibilidad de la relación entre Oliveira y
Talita y la imposibilidad de la realización de las vidas de los dos
dobles que se combaten como si batallaran frente al espejo. Menos fácil
sostenerse de pie en ese tablón que en el trapecio o en la cuerda floja.
Un mínimo movimiento en falso y se cae a la calle, o mejor, al infierno.
Como observó Carlos Fuentes: “La esencia cultural, social, histórica,
digamos, de Rayuela, es la historia de un fracaso. Ni Oliveira y la Maga en
París, ni Traveler y Talita en Buenos Aires, van a encontrar la utopía,
el cielo de la rayuela”. Se descaminaron o perdieron el juego, la
infancia, el corazón y los sueños. Pero es necesario encontrar una nueva
vía y vivir aun condenado a la soledad y a la locura. Hay que vivir. Hay
que tratar de vivir. Hay que intentarlo. Y Cortázar, Oliveira o Traveler
también lo dirían: Hay que intentarlo, incluso en un tablón colgante.
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Marco Antonio Campos
(México, D.F., 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha
publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974),
Una seña en la sepultura (1978),
Monólogos (1985),
La ceniza en la frente (1979),
Los adioses del forastero
(1996) y Viernes en Jerusalén
(2005. La editorial El Tucán de Virginia volvió a reunir en 2007 su
poesía en un solo tomo: El
forastero en la tierra (1970-2004). Es autor de un libro de
aforismos (Árboles). Ha traducido libros de poesía de Charles Baudelaire,
Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile
Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo
Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner
Kunze, Carlos Drummond de Andrade, y en colaboración
con Stefaan van den Bremt, Miriam van Hee, Roland Jooris, Luuk
Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía suyos han sido
traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés.
Ha
obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y
Nezahualcóyotl (2005). Y en España, el Premio Casa de América (2005) por
su libro Viernes en Jerusalén.
En 2004, se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de
Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile. En París es miembro de
la Asociación Mallarmé. En el 2009 obtuvo el premio de poesía Ciudad de
Melilla, España.
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© Maria Estela Guedes
estela@triplov.com
PORTUGAL |
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