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Decir que la vanguardia ha muerto
es una traición
a la lucha por cambiar el mundo.
Antoni Tapies
No podemos hacer una lectura crítica de la poesía venezolana
fundamentados sólo en las corrientes literarias y grupales que
prevalecieron durante el siglo XX; necesario es ver éstas al trasluz de
las circunstancias vivenciales de sus creadores y de las incidencias
socioculturales del país para el momento histórico en que éstos se han
expresado. Cierto es que para la última década del conflictivo siglo ya
fenecido se derrumbaba entre nosotros una forma indolente de gobernar a
espalda de las mayorías, como también lo es que buena parte de nuestros
poetas, salvo unas muy pocas y dignas excepciones, mantenían una actitud
adocenada o bien no advertían la suerte política sobre la que estábamos
parados los venezolanos; es decir, que el barco encallado del
“puntofijismo” y la eufemística “democracia representativa” hacía aguas.
El camarote de la realidad estaba inundado ya de incertidumbre social y
económica y esto se tradujo en pesadumbre y violencia, cuando sobrevivo
el Caracazo y
más luego el madrugón de Febrero, que se tradujo a su vez en el
dramático "por ahora" que hoy nos tiene en la vigilia.
Había, y lo digo con énfasis pero sin afán de juicio, cierta actitud
acomodaticia entre nuestros poetas, actitud que se manifestaba en
anclarse en cargos públicos que les permitirá vivir sino holgados,
decentes, relacionarse pública e institucionalmente para poder viajar a
los centros de interés cultural, repetir la gloria de los viejos
maestros, conformarse con ser epígonos unos, y los pocos en no
doblegarse a los ofertorios de la novedad, obedeciendo sólo a la
intimidad más recóndita que les indicaba su voz. Claro, esto que por
ahora voy a llamar actitud, viene ya del albur de nuestras letras, pese
a la aparición de lo que denominaría antesala de la vanguardia,
entiéndase: Ramos Sucre, Salustio González Rincones, Antonio Arráiz y la
posterior irrupción del Grupo Viernes, principalmente Vicente Gerbasi.
Esta actitud, digo, se manifestaba en una poesía qué aún se oía en
Darío, que a lo más cumplía con reproducir su fastuosa arquitectura
métrica, buscar eco, no resonancia propia, dejando de lado el propósito
liberador de la vanguardia, que ya nos alcanzaba, lo cual no aconteció
durante medio siglo hasta que Juan Sánchez Peláez trisó la cuerda con su
libro
Elena y los elementos (1951).
La iluminadora escritura de Sánchez Peláez nos llevaría a otro espacio
de crear y creer en la poesía. El momento de las vanguardias había
llegado para no irse, aunque a la luz está que ha sufrido demoras y
atravesado períodos que se podrían llamar de recesión imaginativa y de
falta de riesgo poético. Después de Sánchez Peláez pasaría una década
para que su atisbo vanguardista cobrara fuerza, esta vez en todo el
sentido de ruptura que propicia la vanguardia en cualquier lugar y
época. Sardio, El Techo de la Ballena, Tabla Redonda, fueron algunos de
los movimientos grupales que irrumpieron con propósito cuestionador
emergente, en la mayoría de los casos subversivos estéticamente, donde
la prosodia y el versolibrismo tomaron el lugar de las preciosas y
rimadas metáforas de antaño. Una isla en todo este escenario sería un
poeta que purgó cárcel durante la dictadura de Pérez Jiménez, tan
comprometido políticamente como hacedor de una poesía eminentemente
vanguardista sin parangón en la poesía venezolana, cuyos poemas
aparentemente herméticos denuncian un avasallamiento de la naturaleza y
del ser por todo tipo de poder establecido, me refiero a Rafael José
Muñoz, una excepción, un salta planetas que
a la anémica crítica nuestra se le hace imposible develar.
Quién puede negarlo y la historia está ahí para corroborarlo. Los
principales poetas y movimientos de vanguardia emergieron al trágico
acontecer y desenlace de la lucha armada de los años 60. Un poema como Derrota (1963) de
Rafael Cadenas no fuera sido escrito si el poeta no hubiese vivido su
propia experiencia de o ante la insurrección. Un poema como ¿Duerme
Usted Señor Presidente? (1962)
de Caupolicán Ovalles, no hubiera alcanzado la repercusión que tuvo si
este poeta no fuera asumido en ese momento la voz de las mayorías para
expresar su desilusión por lo que Betancourt había terminado en
convertir el naciente “proyecto democrático”. Una propuesta como la de
Carlos Contramaestre, Homenaje
a la necrofilia (1962),
no fuera dejado en evidencia que “algo se pudría en Venezuela”, lo cual
se vino a constatar
40 años después.
También, cómo olvidarlo, en estos años tumultuosos desde todo punto de
vista, va a emerger una poética que cumple con todos los visos de la
vanguardia y que hasta hoy mantiene sus presupuestos críticos intactos,
me refiero a la de Juan Calzadilla; su libro Dictado
por la jauría (1962)
es clave para el desarrollo posterior de la poesía venezolana, en ella
la metrópolis boca de lobo, la capital, Caracas, es presentada con todo
su desorden escatológico, el cual se remite o es reflejo del desorden
histórico, político y social del país. Todos los movimientos de ruptura,
no sólo rompieron con las formas tradicionales de hacer arte y poesía,
sino que jugaron un papel decisivo en el cuestionamiento del sistema y
como es harto sabido: los poetas salieron de su torre de marfil a
caminar y escribir entre las balas, la falsía cultural y la opresión
política y económica.
Se respiraba entonces, a pesar de las torturas y del "diaparen primero y
averiguen después" una actitud liberadora en nuestros poetas que se
expresaba sin tapujos en sus escritos, pero que, también, iba más allá y
adquiría el valor del compromiso y la provocación, por lo que muchos
poetas fueron perseguidos y otros exiliados, algunos a
motus propio
para salvar su vida. Carlos Contramaestre y Dámaso Ogaz hicieron
coincidir es sus obras la magicidad y la denuncia, el absurdo y la
realidad, colindando con el arte popular y el informalismo uno, y con el
majamanismo y la patafísica el otro. El poema pasó de ser un objeto de
belleza a una "bomba de fabricación casera", como llegó a señalar el
propio Ogaz, en sus Mitos,
equivalente escrito de los ready
made de Duchamp. Caupolicán Ovalles y más luego Víctor Valera Mora
aportaron una procaz ironía y un desenfado corrosivo, dispuesto a
desnudar el sistema imperante, a su hipocresía y el de la sociedad en
que se cobijaba, ofreciendo a su vez su contraparte amorosa y tierna.
Todo ello en un país que había sido vendido al establisment y
la mayoría de sus habitantes no participaban de la riqueza proveniente
del petróleo, por decirlo de alguna manera la chequera nacional.
Todo esto encontró eco en la generación de los 70, es decir en grupos
como El maracuchismo-leninismo, 40º a la sombra, Trópico Uno, La
pandilla Lautréamont, y en poetas como Gustavo Pereira, José Barroeta,
Miyó Vestrini, Blas Perozo Naveda, Lydda Franco Farías, Álvaro Montero,
Eleazar León, Gabriel Jiménez Emán, William Osuna, entre otros, hasta
que se fue apagando la rebelión, por un lado porque fue efectiva la mal
llamada pacificación de Caldera y por otro porque los poetas volvieron a
las universidades, donde encontraron refugio y la vida académica
apaciguó la voluntad crítica que los había animado en su juventud. El
que diga que esto es mentira que arroje la primera piedra. Eso sí,
llegados aquí nos topamos con una verdad imposible de ocultar. En medio
del apaciguamiento impuesto calculadamente desde el poder, se hizo
propicio el que destacaran voces cuyo aspecto vanguardista va a estar
más reflejado en la alta exigencia estética que en su puntería política
o denunciante, acercando la poesía venezolana a la universalidad
partiendo desde la aldea, esto es, las poéticas de, primero y con
antelación, Ramón Palomares, y luego Eugenio Montejo y Rafael José
Álvarez. Esto vino a revelarnos que la vanguardia no sólo se levanta
desde sus asideros políticos o demandantes, sino que se hace presente
cuando es capaz de provocar una revolución estética y hacer posible el
reconocimiento de un rostro geográfico y espiritual que permanecía
oculto o soslayado. De todos los poetas de los 70 es insoslayable el
carácter vanguardista de la obra Gustavo Pereira, específicamente sus
Somaris, propuesta
revolucionaria en más de un punto de vista, destacando abiertamente su
sentido ético de denuncia y apuesta por la siempre debida y su no menos
sentido estético de alta elaboración de un lenguaje muy particular con
evidentes rasgos de autenticidad y que van a ser definitorios de su
poética ya entrados los 80.
A decir de José Ignacio Cabrujas, dramaturgo que supo desnudar el alma
del país, más tarde caímos en "el estado del disimulo", y ese fue el que
encontraron los poetas que comenzaron a publicar entre los años 80 y 90.
Los poetas de los 90 bien pudieron heredar el legado cuestionador de los
60 y 70, si antes la generación de los 80 no hubiera hecho lo posible
para alejarse de ello y asumir el viejo-nuevo lenguaje conversacional
más a fin de los ecos provenientes de la calle; como si no hubiese
estado presente ya entre nosotros la huella de la generación beat que
alimentó a Valera Mora, el minimalismo que marcó un libro como
Serpiente breve de
Guillermo Sucre, o la de los poetas objetivistas norteamericanos
presentes en la poesía de Alejandro Oliveros.
Los poetas de los 80, o bien para no generalizar, los agrupados en
Tráfico y Guaire, y siendo sincero, sólo parte de estos, alegaban que
había que apartarse de la estridencia y sumirse en territorios más
planos, cotidianos, vivenciales, interpreto. Recordemos el grito de
guerra de Tráfico:”Venimos de la calle y hacia la calle vamos”. Mención
aparte merece William Osuna, cuya obra es en parte bisagra entre los
poetas del 70 y los del 80, no desestimando la poética callejera, pero
asumiéndola con sus vocablos e incidencias marginales, a la vez que hizo
leer y enterar al lector de manera franca hacia donde estaban dirigidos
sus petardos: a denunciar la opulencia citadina en contraposición con la
miseria que la bordea: la vida de los habitantes de los cerros, los
personajes que pululan por la ciudad habitándola con su piel. No podría
cerrar este fragmento si no digo que también por esos años se impuso una
brevedad impostada de la poesía japonesa, que no pasó de la imitación
pero que fue muy publicada y siendo asumida por algunos poetas como una
forma novedosa de hacer poesía, cuando en realidad no lo es. La
diferencia la marcó Reynaldo Pérez Só, cuya brevedad obedecía y sigue
obedeciendo a otros parámetros, más ascéticos que literarios, más a una
forma de ver y sentir la naturaleza que a una postura esteticista. Ahora
bien, me pregunto, ¿estaban obligados estos poetas a dinamitar un poder
político y económico que se caía por sí solo? En poesía nadie está
obligado a nada, se asume o no se asume, se sube uno a su torre y se
vuelve lo más parecido a una fría columna de yeso o baja a mezclarse con
la parte más demandante de la vida; la lucha por la sobrevivencia y la
justicia como testimonio de amor verdadero por sí mismo y por el
prójimo. En verdad a la poesía misma no se le puede hablar de utilidad
porque se torna sospechosa de perder su esencialidad.
El tango de Gardel dice que 20 años no es nada; pero si se pueden
revisar para seguir adelante, ahora mismo, cuando otra generación
poética se asoma a las páginas del imaginario libro conjunto de la
poesía venezolana contemporánea y otro es el país demandante, otra la
situación política. La generación poética de los 90, en la cual me
ubico, es la suma de una variedad estética y discursiva, de intentos
fallidos unos y prometedores otros, y esto porque más que de logros
definitivos se trata de obras que aún están en proceso, aunque ya es
legible en qué y cómo se han gestado: el desencanto, la intimidad, el
ámbito doméstico, la ironía, esto desde lo personal, y la
intertextualidad y lo fragmentario, desde lo literario. Lo que no
podemos dejar de lado es constatar si esta generación conserva algún eco
de la vanguardia que la precedió o no. Respondo: "Sí y no". Respuesta
dual, indefinida como su rostro expresivo. Sí porque en ella podemos
rastrear un halo de inconformismo, una intensión más que manifiesta de
construir su propio discurso. Y no, porque pareciera eludir todo intento
de pronunciación política, de elevar su voz a un tono más cuestionador
que autocompasivo.
Imagino que en esta sucesión de palabras que avanzan a su fin, sobra
quién diga: "Bueno es que las mujeres poetas no han jugado un papel
importante en la vanguardia para que sólo dos sean nombradas en este
recorrido". Voy y le respondo inmediatamente in
situ: "Injusto, ¿no?”. Por ello lo he dejado como un
fragmento aparte, como una puerta abierta a la discusión. Si bien es
cierto que las mujeres poetas no han faltado a la cita grupal
cuestionadora y política, más cierto aún es el que no han sido sus
figuras más decisivas en cuanto a lo político, salvo Miyó Vestrini y
Lydda Franco Farías, quienes se jugaron el todo por el todo en sus
poéticas y en sus vidas y sus obras sobresalen incluso por sobre la de
algunos de sus compañeros de generación. Por valientes y certeras, más
que por cualquier postura feminista.
Llegado aquí, al final de estas líneas, entiendo de que de entre el
silencio atento o bien crítico, otro alguien no indiferente a mis
posibles equívocos, me diga: "la vanguardias pasan", enseguida, qué
certeza me diré callado y un segundo más tarde le responderé
afablemente, sin ánimo de polémica: "Pero, su aliento queda, si queda".
Y no más.
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