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-Sé que has nacido en una pequeña ciudad de la provincia de
Buenos Aires, donde tu padre atendía un almacén, despacho de bebidas y
cancha de bochas. Y sé que siendo vos un pibito tu familia se trasladó
al campo y te convertiste en pastor de ovejas y criador de vacunos,
patos, ñandúes y zorrinos. ¿Cómo te recordás hoy en ese paisaje y cómo a
tus padres y a tus hermanos? ¿Cómo transcurrió tu escolaridad? ¿Qué
libros has leído, qué autores, hasta ya adoleciendo tu adolescencia?
¿Fue por entonces que comenzaste a escribir poemas y relatos?
-Lo admito, Maipú es una ciudad pequeña, lo que llamamos un
pueblo, en la panza escurridora y ventosa de la provincia. Sus
habitantes, incluidos los que nunca sabrán
montar a
caballo
ni ordeñar una vaca ni cómo se
degüella un chancho, son tildados de ‘paisanos’ en ambas ciudades
capitales cuya cercanía nos deshonra y nos desangra; pero ellos a su
vez, se permiten diferenciarse otro tanto, llamando paisanos con justa
razón, a los que viven en el campo, sea en ranchos o casas, que en
aquellos tiempos eran y éramos muchos, muchos más que ahora, como
grafica mi singladura. Éramos tantos que podíamos categorizarnos
socioculturalmente en otros tres
niveles, siempre descendentes, según he mirado.
El paisaje pampeano no se recuerda; se lleva puesto. Es una línea
que divide el suelo del cielo. Nada notable; silencio, soledad, rumores
del aire en los pastos. Voces de aves, balidos, mugidos lejanos o
cercanos. Más bien árboles, sol, nubes, gente sola. Pero de eso hay en
todas partes. Lo que de él se extraña
es no ver el horizonte a toda hora, como si hubiésemos perdido el reloj.
No me veo allí y eso me alivia; me siento allí. Es duro decirlo: el
campo embrutece; lo vemos hermoso desde la ciudad.
Comprender la condición de mi padre me ha llevado la vida entera.
Huérfano del suyo a los cinco años, se enteró que no vivía en el País
Vasco cuando empezó a ir a la escuela y tuvo que aprender castellano. A
sus siete años comenzó a trabajar en la huerta de la madre, único medio
de subsistencia familiar de la reciente
viuda, oriunda de Guipuzkoa. Luego, en un luego que debió ser largo
largo, a sus doce aprendiz de armero le valió no morirse de hambre y
asistir al prostíbulo. (De tal época le vienen los rastros de
tuberculosis que, a su agonía, nos informó el médico.) Con parientes
carnales en el comercio local, no bien estuvo más alto que un mostrador,
devino a empleado de comercio. Proletario en vías de inclusión,
socialista cristiano ayudando a algún cura a ayudar, cultivó el odio
secular del buen navarro a los españoles que habían sometido el viejo
reino. Algo intangible
lo destacaba: su afición a la
lectura. Lo visible; su afición a las mujeres, al juego por plata, al
alcohol, los mostradores enchapados, las madrugadas, los amigos de esos
alrededores. Lo apreciable en cualquier caso: su modestia, su
honestidad, su lealtad.
Y debo apuntar porque viene al caso, la condición de mi madre,
nieta de terrateniente castellano, hija de estanciero conservador,
apenas menos iletrada que él, igual de terca, igual de rencorosa y
tascadora, tan apegada al mito de su linaje como él al meritorio
sobreponerse a ese menoscabo. Es decir: lo menos peor de la provincia
bonaerense.
Entrambos, de nexo, una típica mezcla epocal: la pinta y los ojos
azules de mi él, mas el prurito hereditario de mi ella. En el Club
Ferroviario una noche de tango y milonga con la orquesta de Di Sarli,
“Sacarra”, el “Cachafaz”, lo que, mediada muerte de mi abuelo materno,
algunos llamarían ‘braguetazo’. Decirlo es exagerar mucho; toda su vida
mi viejo ganó su guita levantándose a las cinco de la mañana y sudando.
Pero es cierto que el matrimonio de ambos jóvenes pronto pasó a ser
propietario de almacén en una esquina de barrio, despacho de bebidas,
cancha de bochas y un teléfono a manivela que podían usar todos.
Allí, recién terminada la segunda guerra mundial y a la sombra
del hongo atómico, la ‘vasca’ me trajo al mundo. Fui la alegre noticia
superadora, el mimado de los vecinos viejos y del ‘canchero’, entonces
un oficio que permitía comer. Si voy y le vuelvo a preguntar, mi madre
vuelve a contarme cómo fue el parto y su temor a que esa cosa chiquita
entre sus brazos se le muriera por inexperiencia mía y de ella.
Hay un pueblito en la provincia al que pusieron de nombre la
fecha de mi nacimiento. Pero homenajeando al tren; o sea, a su modo
ronda mis afectos profundos. Nací a dos cuadras de la estación de Maipú
y el silbato a vapor de aquellas locomotoras
es el sonido más antiguo que recuerdo. La que fuera
nuestra casa familiar en Chascomús
sigue adosada a los rieles y convoyes
atronando entre los patios; mi primera casa propia
aún los tiene enfrente, cruzando
la calle; mi segunda casa, a ciento cincuenta metros; la actual, a
cincuenta.
Cuando nací, una perra de un vecino había parido. Fue mi padre y
se trajo un cachorro para mi regalo. Crecí custodiado por un ovejero
alemán, el ‘Chicho’: nadie me acariciaría sin su consentimiento, él se
comería mi caca y me limpiaría el culo de dos lengüetazos; me ampararía
de los automóviles que pasaban levantando polvareda; me ayudaría a
caminar prestandomé su lomo. Luego de mi madre, no conocería
a nadie más leal.
En algunos momentos del día la cancha de bochas, silenciosa,
alisada, quedaba a mi arbitrio. Tomaba un palito y dibujaba en ella
largas siluetas y diseños. ‘Chicho’ descansaba
en la
sombra; todo bien. El lío se armaba
cuando entraban los paisanos a jugar y pisoteaban mi obra. Venía mamá a
llevarme alzado, pataleante y lloroso; cuánto odio sentía por esos tipos
socarrones, de alpargatas y bigotes. Otras mañanas me iba a la medianera
del fondo a comer polvo de
ladrillo. Hablando de comer, me cruzaba enfrente, donde vivía un
familión de negros amontonados en un ranchito, a comer tallarines en un
plato de aluminio con un tenedor al que le quedaba un diente
solo. O más lejos, más allá de la
vuelta a la esquina, casi donde acababa el mundo, a la casa en ruinas de
otros negros (muy cariñosamente lo digo) que primos de estotros. O a
mitad de cuadra, me sentaba en el suelo, cerca de donde para ganarse su
vida, la ‘Chacha’ Albornoz lavaba ropa en la batea; a responder nunca
sabré cómo las preguntas de su voz profunda y pausada; a observar flores
de yuyo o manosear bichitos. Todas las morochas viejas de ese lado del
barrio tenían voz de bajo y risa larga.
Cuando nací había cosas de moda; entre ellas el tango
Cuartito Azul, de Mores.
Cuando mis padres se mudaron a su casa propia mi padre agregó añil a la
cal, encaló lo que sería cuarto dormitorio y le dijo a su embarazada:
Ahí tenés tu cuartito azul…
Yo era tan capaz de travesuras terribles como tranquilo y
silencioso. Pasaba inadvertido y como en ese tiempo se usaba hacer
referencia a cierto Mongo Aurelio para
calificar a un nadie, el ‘canchero’ empezó a llamarme ‘Mongo Aurelio’ y
todos me llamaron ‘Mongo’, como al famoso planeta de Flash Gordon. Pero
era un sobrenombre muy pesado para un niño, y las mujeres lo llevaron a
‘Mongui’. Y el ‘Mongui’ perduró hasta hoy en el recortado mundo de mi
madre, mis hermanos y parientes carnales.
Mi bisabuelo murió poseyendo 22.000 hectáreas de campo en General
Madariaga. Como también tuvo catorce hijos, volvió innecesaria la
reforma agraria. Mi abuelo murió con 1.200
hectáreas. Cuando me llegaba el turno de iniciar el jardín de
infantes, a mi padre se le dio por establecerse en la parcela de campo
que por sucesión correspondía a mamá. De cuántas atrocidades pueblerinas
me habré salvado, no sé. Sé cuántas campesinas me esperaban y podría
contar cuántas de ellas se concretaron. Fuimos y somos cinco hermanos,
pero me he bastado para oveja negra. El menor me es el más afín, como si
cerráramos una ronda. Eso hemos sido hermanos y hermanas, no más que una
mano juguetona desde el mero principio, que hasta hoy conserva sus cinco
dedos.
A los siete años, unos almaceneros supieron de mi afición a la
lectura; me dijeron: Esperá… e ipso facto volvieron de adentro
para ponerme en las manos un libro
grande, de tapas duras, y me pidieron
que leyera alto. Lo hice fluidamente y se maravillaron hasta hacer
carraspear de orgullo a mi padre. Fue mi primer libro: Los Robinsones
Suizos. Dos años tardé en leerlo; a mi hermano menor, rubio como un
alemán, todavía le decimos el apodo surgido de entre aquellos
personajes.
Un día, a mis nueve años, conciente de
que me había enamorado por vez primera, pero apenas de eso, comencé a
desenrollar versos a rasgos rojos y doble espacio en uno de mis
cuadernos; ella tenía quince, nada menos, y era rubia y cuando dormía
soñaba y conversaba en voz alta. Recuerdo que le hablé al reloj y a
otras cuestiones, casi un Gelman, porque no debía nombrarla ni aludirla.
Mi timidez crecía por el modo alucinante.
Nuestros padres llevaban muchachas a casa para que nos
instruyeran, pero ellas preferían ponerse de novio con nuestros tíos, y
desfilaban. Así que mi escolaridad ocupó, formalmente, dos años: una
fugacidad. Aprendí a jugar a la bolita y a manejar el jeep. Nadie quería
verme en la escuela. Era mucho más alto que las maestras.
Te cuento, para variar, una vez que hicieron a mis hermanas y
compañeros tomar la comunión, y vino el cura al aula. Entre la maestra y
mi madre me obligaron a confesarme y comulgar. Empecé a repetir ante el
cura algunas tonterías preparadas, hasta que me pidió, un poco pálido,
escandalizado: Baja los ojos, hijo. Me quedé mirandoló con la boca
abierta. Algo recuerdo pues, de qué dicen los curas.
Leía y releía cuanto caía en mis manos. Empecé por Verne, Salgari
y Harold Foster. Meché con La Hora Veinticinco, La Revolución Húngara,
Nuestro Enigmático Planeta, El Último Mohicano, El Decamerón, Dumas,
Hugo, Shakespeare, o donde la fuerza aérea norteamericana criticaba el
papel que le habían asignado en la gran contienda, el diario de un
piloto alemán, cuanto hablara de griegos, judíos, indios, Storni,
Cervantes, Fray Mocho, Echeverría, Malaparte, Waltari, Dostoievsky,
Sarmiento, Tolstoi, Twain, Moody, Buck, Uris, Lin Yutang. Todavía no
llegaban Borges, Whitman, Cortázar y reseñas de los poetas considerados
nuevos, como Trejo, Gelman, Urondo, Romano. Y
vuelta a Mc Cullers,
Dalmiro Sáenz, Camus, Miller, Hesse, Hemingway, Baroja, Galdós,
Gómez de la Serna, Vila, Donoso, Pavese, Conti, Marcuse, Salinger,
Engels, Nietzsche, Di Benedetto, Vargas Llosa, García Márquez, Juárroz,
Pizarnik, Hikmet, Montale, Bassani, Rulfo, Foucault...
Fuera en casa, en lo de mis tíos, entre
los cajones de revistas que había en la estancia
principal, en las bibliotecas de las
casas adonde iba con mi familia… Me gustaba leer de historia y de
filosofía. Mis lugares preferidos en Maipú eran un quiosco y la
librería. Hice la colimba en una escuela para cadetes y oficiales, donde
tuve a mi merced toda una biblioteca. Era un ratón de biblioteca. Ahora
apenas leo un libro por mes; de a poco y sentado en el inodoro.
-¿En qué época comenzaste a
publicar en diarios y revistas, Simón? ¿En qué diarios y revistas fuiste
publicado? ¿Estabas inserto siendo muy joven en algún círculo de
escritores o taller o asociación? ¿En aquellos sesentas de la Argentina,
militabas en algún partido político o te formabas ideológicamente?
-Me hace sonreír tu pregunta, querido Rolo, y
a su modo es indudable que comencé a
publicar. Pero tan ridícula su vista comparada
a lo que tengo inédito, que me tienta una carcajada triste. En un
ocasional suplemento literario que sacaba El Día, de La Plata, en 1970
me publicaron el cuento que le había prometido escribir a un tío con uno
de sus sueños que contó. Siendo muy joven y no tanto, mi afición a la
literatura y la poesía fue cruz no más, en mi relieve. Entre Whitman,
Borges y Marcuse me pusieron a escribir algo que apuntaba en alguna
dirección. Pasados los cuarenta, fui a un taller por primera vez. Quizá
un tiempo antes, haya salido de una reunión entre iguales aficionados,
aquí en Chascomús.
Por cierto, los ’60 y ’70 fueron años de formación turbia y
lenta, de algunas charlas con jóvenes o mayores. No milité ni me integré
a grupos clandestinos porque en su momento decidí que no me daban las
convicciones y la imprudencia. Además, salir de la colimba en la Armada
tildado de comunista, habiendosemé confiscado lo que escribí en ese
tiempo y con la seguridad de que su servicio de inteligencia me
vigilaba, trabajó bien para disuadirme. Acabé radicandomé
definitivamente en Chascomús, adoptando un oficio silencioso, casandomé.
La literatura era una afición, un hobby recóndito. No tenía idea de qué
era hacer literatura. Me costó décadas poder escribir prosa, un relato,
un cuento. Me ayudó decidirme el escribir lo que veía en mis sueños
antes que preferir alguna ocurrencia.
Entiendo que fui aparecido en esas revistas en las que nos
publicábamos los unos a los otros, como ahora lo hacen sin retaceo en
los medios internéticos. Sería cálido que me pusiera a revolver
papelerío para hacer una lista, pero mejor
será que te lo quede debiendo. Siempre hay que deberles
algo a los amigos; es parte fundamental del vínculo. Debo mucho
agradecimiento, y me emociona cada vez que lo pienso. Una de esas
personas a las que debo mucho de lo emocionante, sos vos, Rolo. Me han
dicho tanto tus silencios.
-Desde hace décadas residís en Chascomús, esa otra ahora no tan
pequeña ciudad (y su laguna) que para mí es encantadora (hasta he
fantaseado con mudarme a ella). ¿Cuál es tu visión de Chascomús, en
cuanto al quehacer literario, desde que la adoptaste hasta la
actualidad? ¿Cómo has contribuido, de qué modos te has ido involucrando
en lo que solemos denominar "lo cultural"? Y paralelamente, ¿a qué
tareas remuneradas te has ido dedicando?
-Sí, Chascomús es una ciudad encantadora e incluye
entre sus encantos la ilusión de
mudarse a ella. Viví esa experiencia del lado agradable, digamos.
Teniendo en cuenta que el quehacer literario desapareció de Maipú en
cuanto sus padres se llevaron a Leopoldo Marechal, igual fue deprimente
lo visible bajo tal denominación que aprecié en Chascomús. Te confieso
mi sospecha de que donde debiera tener el criterio habita un bicharraco.
Acá hay escritores desde que tienen memoria unos de otros; la memoria
local es selecta porque en
algún momento se lesionó.
Reconozco que las novelas europeas nos mostraban cenáculos
rumbosos, distantes, prohijadores de famas llegadoras. He crecido
reparando en esa cara de lo lejano, ajeno, de lo apenas apreciable desde
acá. Que te hace concebir lo que no sos como impropio de lo que sos. Una
mora o una rémora, en el mejor de los casos como puede serlo el mío.
Porque no entendí que acá, a escala menor pero no menos valorada,
incurrían en lo mismo. ¡Misántropo de mí! Una de mis primeras novelas
preferidas fue El Extranjero. También amo El Principito, pero como
cábala falló.
Puedo decir que en Chascomús he vivido de las letras, pero
dejandolás pintadas en paredes, vidrieras, vehículos de transporte,
carteles, automóviles de competición varios de ellos campeones. Que en
cuanto me enteré de talleres de literatura fui, sin tener en cuenta que
nadie del ambiente considerado en sí propio (Dolina dixit) iría. Un
taller que empezó a darse en la Asociación Bancaria y que terminó
funcionando en mi casa, fue decisivo. Por primera vez sonó la palabra
postmodernismo en Chascomús (¡Un redoble ahí!). Fue decisiva una visita
de Néstor Sánchez, el amigo de Cortázar, a comer asado en casa. Ya
habíamos creado el MAYA; y desempolvado y expuesto poemas a víctimas de
la dictadura. (¡Un médico a la derecha!). Estábamos vivos. ¡Pero cómo
no!... si la dictadura genocida había pasado y Raúl Alfonsín era
presidente de la república. Hicimos circular La Silla Tibia. Me encargué
del taller literario del MAYA durante cuatro años. Celeste Diéguez ganó
la medalla de oro en poesía y un viaje a España. ¡Ole! Hasta sucedió que
vinieran dos chicos de Maipú que se colaban en el tren de venida y de
vuelta… ¿Oíste, Marechal? ¡Qué hermoso! Qué caradura o qué falta de
otras cosas, ¿no? Creo que ilustrar con esto me evita describir lo otro.
¿Me lo aceptás? Chascomús desconoce a Juan Antonio Vasco que está
enterrado acá, y venera a Baldomero Fernández Moreno que está enterrado
allá. Quise dar vuelta eso pues de otro modo no va a suceder. ¿Se podrá?
Sí se puede. Aunque me suene horrible que sea posible la cosa
imposible. Aunque los jóvenes más capaces e inquietos se nos sigan yendo
a las metrópolis y se vea eso como
éxito, algunos envejecidos quedamos o vienen de tanto en tanto.
Como que la SADECH sigue andando y este año organiza la sexta o séptima
feria del libro en Chascomús; se siguen publicando libros aunque ya no
se sepa para qué; funcan dos o tres talleres y de tanto en tanto alguien
de acá lee algo que me gusta. He tratado de molestar poco con mis
opiniones y eso me envolvió en una mala fama persistente, tan
persistente que un día comenzarán a considerarla sólo fama. Aquí, mi
único libro exitoso es uno que apareció bajo nombre de otro. ¡Con
decirte que al taller donde concurro, frente a mi casa, lo denominaron
‘Impulso foráneo’!
Una vez me convencí que me habían dejado desocupado para siempre,
hundido en esa mi condición soñada, me dediqué a un montón de
actividades pero, lamento informarte, ninguna de ellas remunerada. No
importa; en nuestra comunidad siempre aparece alguien que sufraga
cobrando.
Un día (nomás unas horas) ¿podré darme el gusto de traerte a
Chascomús a vos, a Roberto Malatesta, a Ale Schmidt, a Rubén Vedovaldi,
a Juan López, a Jorge Omar Altamirano, a Eduardo D’Anna, a Osvaldo
Bossi, a José Emilio Tallarico, a César Cantoni, a Celeste Diéguez, a
Celia Fontán, a Ana Emilia Lahitte, a Cynthia Sabat, a Alicia Gallegos,
a Emilce Rotondo, a Ketty Alejandrina Lis, a Anahí Lazzaroni, tantos
otros y otras, verlos sonreír juntos y hacer oírlos en gran anfiteatro,
presentados en voz alta y decir: ¡Estos son mis amigos!?
-Desde luego, Simón, estaría buenísimo que un festival de poesía
en “tu zona de influencia” nos reuniera a los nombrados y a tantos otros
y otras, que vos, al principio con Chambers y después solo, fuiste
difundiendo en la revista “La Silla Tibia”, la cual mantuviste hasta que
fue materialmente imposible. Te propongo que presentes a los lectores de
este “diálogo” a través del correo electrónico, aquella propuesta
gráfica tuya, artesanal. ¿Cuántas ediciones fueron, durante qué lapso,
qué te fue pasando de grato e ingrato mientras la editabas, cómo armabas
cada número, qué criterio de selección de textos prevalecía...?
-En verdad sucedió que el taller de Pablo Ingberg y la creación
del MAYA nos movilizaron mucho y en especial a mí, que me había aislado
totalmente durante la dictadura y estaba abocado a la finalización de mi
nueva casa, conclusiones que coincidieron en un mismo tiempo y me
abrieron un amplio panorama de relaciones y actividades. Pablo nos
mostró todo tipo de revistas artesanales y alguna de ellas nos decidió a
imitarla desde Chascomús. Chambers propuso llamarla ‘El último perro’
pero a mí ya me había picado la imagen de esa silla que permanece tibia
en razón de su tarea. Incluso el comprobar la repercusión y
posibilidades de LST, hizo que pronto Chambers quedara desplazado por mi
dedicación, que suele ser obsesiva. Fui el primero en alejarme del MAYA
por diferencias ideológicas y a poco, otro grupo importante me imitó,
así que mi casa (justamente diseñada con ambición) pasó a ser por un
tiempo, centro de reuniones de los ‘desmayados’, como graciosamente nos
calificó una compañera. El mismo taller de Ingberg y algunas propuestas
aledañas, funcionaron en casa a falta de un sitio institucional y fue
así como nos visitaron algunos escritores desde Buenos Aires, entre
ellos Néstor Sánchez.
La edición de La Silla pasó por una etapa de desarrollo y
difusión acelerada (de la que fuiste partícipe), momentos especiales
como la ‘previa’ al Vº Centenario de la invasión de América por los
europeos, ocasión en que me reintegré al MAYA aportando esa misma
inquietud. Fueron años cúlmine. En el ’92 mi situación económica comenzó
a declinar y la pendiente se acentuaría. De cualquier modo continué
sosteniendo la correspondencia, edición y distribución de La Silla hasta
donde pude y lo mejor que pude. Se armaba con un 70 u 80 % de material
inédito, a veces recibido escrito a mano y sin corregir, y el resto
elegido entre publicaciones recientes. Además agregaba artículos
periódicos de mi amigo indigenista, Enrique Marcó del Pont (Rumiñawi,
Piki Chaki y otros seudónimos) y los que secundaran mi visión
ideológica. El criterio para seleccionar el contenido era sumamente
básico: que me gustara y una calidad suficiente. En caso de percibir
errores o correcciones necesarias, consultaba al autor y en general, nos
poníamos de acuerdo. Ignoro en qué consistió el acierto, pero La Silla,
salvo alguna que otra excepción, recibía una notable acogida. Los
números llegaron a treinta a lo largo de diez años. Alguna mereció
llamarse Yawar Silla, porque me costó sangre publicarla. Varios
acontecimientos se precipitaron y no pude sostener el esfuerzo. Pero mi
empeño revela que casi todo alrededor de ella, fue grato, reconfortante.
Obtuve algún apoyo económico de los mismos amigos de La Silla (por
ejemplo, a Alejandrina Ketty Lis debo mucho agradecimiento), la
Municipalidad y empresarios locales, no el suficiente como para
continuar su edición. Tampoco en el ámbito local La Silla provocó lo que
podría haber resultado de su presencia. Mi complicada situación personal
ya pesaba demasiado en mi ánimo y había empezado a militar en varios
frentes contra el gobierno reaccionario de Menem, Cavallo y compañía.
-Antes de publicar tu primer libro habías escrito cinco
poemarios. Me pregunto si los tenés, si los conservás, si los valorás, y
si así fuera, si los publicarías. ¿Escribías prosa antes de 1986? ¿Cómo
se fue dando tu producción antes de sacar “Indignación de Noviembre”? Y
como tengo mi ejemplar a mi lado, leído por tercera vez en 2005, voy a
tu prólogo, a tus palabras prologales, donde es nombrado “Siberia Blues”
de Néstor Sánchez. ¿Cómo perdura en vos aquella influencia? “Una
vivencia indeseable: 1989”, leo en la mentada introducción, y leo “Ese
fantasma, El Año Inútil”. Ampliemos, te propongo. Expláyate.
-Sí, aunque me desentendí totalmente de ellos, conservo casi
todos mis trabajos anteriores al taller con Ingberg. Es que para mí
escribir había sido un hobby sin mayor pretensión; de escritor yo tenía
apenas mi gusto por la lectura y dos años en una escuelita rural.
Rescato algún trabajo aislado, como el poema que dediqué a un amigo
asesinado por la policía en 1974, y otros que se refieren a visiones de
mi infancia rural. Pero no, no los publicaría. Soy muy crítico de mi
pretensión literaria, dada
mi falta de estudios y capacitación para semejante tarea. Salvo
alguna excepción, demoré cuarenta años en escribir prosa. Considero mi
primer relato a ‘El Canto de las Sirenas’, concluido en 1991, y que abre
mi primer libro en prosa: ‘Las Malvinas y Otros Sueños’. Han pasado casi
treinta años desde entonces y por tanto, lo que mi olfato dice de
aquella prosa, de nuevo comienza a provocarme desconfianzas.
Fue Néstor Sánchez, a raíz de nuestros comentarios sobre su
Siberia Blues y Diario de Manhattan, quien nos habló de fragmentación
literaria y de una postura distinta frente al impulso de escribir. La
posmodernidad era algo novedoso e inquietante entonces. Nos propuso
repetir una tarea que él mismo se había impuesto: escribir alguna cosa
todos los días a lo largo de un año. Fui el único loco del grupo que lo
hizo, y reconozco que resultó un esfuerzo tremendo, lleno de tropezones
y remiendos. Porque al aficionado la
vida se le
atraviesa e interpone a cada rato. Creo que su influencia significó la
conciencia perdurable del hecho escritural. Coincidió además, con la
decadencia del gobierno de Raúl Alfonsín, el resurgimiento de fantasmas
que creímos superados, la conciencia de nuestras limitaciones sociales y
de nuestra relación con un mundo cada vez más globalizado.
1989 fue un año terrible para mí, plagado de vivencias
indeseables, de reversiones, pérdidas, frustraciones. El Año Inútil, que
es mi fantasma literario, fue el recipiente donde volqué esa amargura y
la ironía consiguiente. Sin embargo, de él surgieron mediante un trabajo
en el que me empeñé a fondo y en absoluta soledad, seis o siete libros
en verso y prosa. Gracias a la entrañable Alicia Gallegos pude publicar
algunos poemarios, pero sinceramente, sigo creyendo que me apresuré en
hacerlo. Es probable que lo necesitara (no lo dudo) para cortar el
cordón que me unía a la experiencia primeriza. Reconozco que el poemario
‘El Momento de Ahogarse’ describe un segundo esfuerzo destinado a sacar
la cabeza del agua, dejar atrás la ironía.
-La trilogía de El Año Inútil, comenzada con “Indignación de
Noviembre”, ve su continuación en “Mayo de 1989 o El Humo”, y allí tu
Introducción determina que se trata de “otro libro extraído de los
borradores de El Año Inútil”. Y llega después la culminación de la
trilogía con “Musa Interventora”, dedicado “a la mujer más despreciable
de la República Argentina”. Te insto, Simón, a que les trasmitas a los
lectores, muchos de ellos extranjeros, qué le pasaba a la República en
cuestión. Qué te pasaba y qué nos pasaba en dicha República.
-Escribí lo que llamo los Borradores del Año Inútil desde fines
de Octubre de 1988 hasta Octubre del ’89. A fines del ’88 otras
cuestiones me frustraban, además del fracaso del Plan Primavera. Lo
grave que nos pasaba, a mi entender, fue la tardía llegada al gobierno
(uno de los regalos o lastres que nos dejaba cada dictadura militar) de
Raúl Alfonsín, su discurso, sus promesas. Sobre todo tardía porque
coincidió con el embate de la ola neoliberal Reagan-Thatcher. Electo
Menem en Mayo de un ’89 que ya arde y quema, muchas cosas humean en el
horno de la hiperinflación sin dinero. Quién
no la vivió ¿puede imaginarse la hiperinflación sin dinero?
Menem, un simple oportunista, se subió en Julio, anticipadamente, al
tren que venía marchando en
otra dirección. Designada la
hija de Álvaro Alsogaray (uno de mis tradicionales detestables)
interventora en la empresa pública de teléfonos, para rifar su
privatización, el asco se me volvió completo; en María Julia Alsogaray
resumo mi desprecio a una sarta de mujeres que luego se hizo cada vez
más larga y pútrida, desgraciadamente (y eso que considero a la mujer
como el verdadero sujeto protagonista del cambio histórico en los
últimos 45 años).
Ya había sufrido este tipo de cólicos proféticos en el ’62 y en
el ’73. Ahora era distinto: dejaba los rastros escriturales de mi
desesperación. Aquellos tres primeros poemarios fueron extraídos de los
chorreantes borradores sugeridos por Sánchez, y nada parecía suceder por
casualidad. Cavallo ministro de economía, Bussi gobernador de Tucumán,
Aldo Rico ministro de seguridad de la provincia de Buenos Aires, eran
porotos comparados a la grosura de lo
precedente.
Finalizado el trabajo sobre esos borradores, tuve dos sueños que
debieron ser productores de sendas prosas. Uno se titula ‘La Espadaña’;
el otro ‘La Valija’. No fui capaz de escribirlos y es una cuenta
pendiente que no me perdono, porque me enredé en pretensiones en lugar
de dar cauce a una creatividad que, es evidente, no tengo. Digo en mi
descargo, que mi vida particular de entonces no era fácil. Considero
anticipatorios a ambos sueños, es decir, que debieron ser escritos y
difundidos oportunamente. Mi consuelo es que, de haberlos escrito
oportunamente su difusión hubiera resultado del todo utópica. Han
quedado en su condición de anécdotas de sobremesa. Luego traté de
resolver algún problema ubicando ‘La Valija’ como relato de un sueño
propio que en el otro narrara el protagonista de ‘La Espadaña’, pero ni
así he podido dedicarme a escribirlos. Ahí están, apagados, juntando
moho, volviéndose ellos sí, inútiles. Creo que no me dan las fuerzas con
que natura me dotó, para trabajos de enjundia, de largo aliento. Con
ellos llegué al borde de mi destino literario.
-Trasmitamos a los lectores, Simón, que mientras conveníamos este
método de diálogo, me enviaste un texto redactado por vos en tercera
persona, sarcástico-biográfico, del que yo he capturado el presentatorio
detalle curricular. Transcribo un fragmento: “Por romper las pelotas,
adopta progresivamente la acentuación conjugacional en los enclíticos
finales, como un tiempo antes lo hiciera José Hernández y hasta el
mismísimo Mempo Giardinelli. Esto le impidió ganar numerosísimos
concursos literarios en los que, por lo general, no participa. Pero dice
que procura la consolidación de un idioma netamente argentino.” ¿Qué
otras apreciaciones respecto de tu escritura nos podrías brindar? ¿En
qué escritores intuís búsquedas más o menos semejantes a las tuyas? Y
extemporáneamente –me hago cargo- algo más: ¿Intentaste incursionar en
la dramaturgia o en el guión cinematográfico?
-Permitime incursionar en el amplio terreno de las decepciones
a mi cargo, Rolando, ya que mis respuestas al respecto no saldrán de ese
solar. Pasó que observé, no recuerdo a partir de qué antecedente, el
modo en que pronunciamos los enclíticos finales, supongo que en razón de
ensayar diálogos coloquiales en mis intentos por alcanzar la prosa
narrativa. Una frase como: Se quedó mirandolá… permanece enquistada en mi memoria y ha obtenido
carácter paradigmático, indesvirtuable. Puse y pongo atención cuando
escucho hablar a mis vecinos, a los funcionarios políticos, y al cabo
transformé en norma esa acentuación, que es real. Sobre todo porque
mostramos poner el peso fonético en la partícula
que señala a la persona. Me llama mucho
la atención esa singularidad: el acento sobre el lá, el ló, el mé, el
lés… También advertir que, al menos hace un tiempo, Giardinelli usaba
ese modo en uno de sus cuentos. Más luego paré mientes en que Hernández
había cometido la trampita de utilizar
ambas acentuaciones, la castiza y la nuestra. Y bueno…
tengo una excusa para consolarme: me
descalifican a priori por escribir incorrectamente. Siguiendo esa línea,
a veces el diálogo coloquial me tienta a imitar otras innovaciones que
ya no lo son mucho: yuvia, eya, yegar, güeno. Escribí un cuento (“De
regreso al zoológico”) donde a título de muestra gratis, abundé en la
transcripción de estos modismos. ¿Porqué en ese cuento?… Porque converso
con una víbora y sucede en el futuro. Es como una manera de trasladar,
de extrañar de entrada nomás, al lector. Me gusta, pero no lo he
repetido. El castellano es un prodigio lingüístico y tienta. Las lenguas
criollas, las añadiduras indígenas, los modismos campiranos, todo
tienta. Y tiene que dejar de ser tentación para ser asumido como
identitario. Después de todo, allá en España se enfrentan a algo
bastante similar. Creo que uno de los compromisos de un escritor pasa
por mantener vivo su idioma, y muy sujeto a su tiempo y a sus
personajes. Uno también es un personaje. Por su lado, la globalización
pretende homogeneizar y neutralizar lenguajes. Creo que, como siempre ha
sucedido, vamos a seguir creando y manejandonós con dos maneras
lingüísticas, la espontánea y la intencional; la del poder y la
insurreccional. Recuerdo que al idioma inglés lo hablaban los siervos,
que la aristocracia normanda hablaba en francés, y lo mismo sucedía en
Rusia: al ruso lo hablaban los mujiks.
Sí, hace muchos años, traté de escribir algo parecido al teatro.
Muy difícil, muy peliagudo. Creo que di la vuelta y volví adonde había
estado; uno no se merece fracasar tanto. Respecto del cine, del lenguaje
cinematográfico, tengo por ahí algo sin terminar. También surgió en
ocasión de un sueño donde uno que era yo pero que no lo era, tenía la
capacidad de moverse en un tiempo distinto al de los demás. Eso le
permitía delinquir, atacar, huir sin obstáculos. La única explicación a
mano fue que se trataba de la compaginación de dos películas. Por el
momento es un relato en ciernes.
-Ocupaste diversos puestos en entidades sociales. ¿Nos contás de
algunas, qué has sido y cómo han resultado esas experiencias? Sos
miembro fundador del Círculo de Ajedrez Chascomús en 2005: este novel
interrogador que durante sólo unos meses de su juventud jugó varias
partidas, mientras aprendía, y después nunca más lo hizo, inquiere: ¿La
literatura y el ajedrez contactan entre sí en vos? ¿Tenés detectados a
escritores aficionados al ajedrez que te hayan promovido inferir
incidencia del ajedrez en parte de sus obras?
-La cuestión de participar a nivel social comenzó con la creación
del MAYA (Movimiento de Artistas y Artesanos de Chascomús) en la
primavera democrática. Funcionábamos en estado de asamblea y a veces
asumíamos tareas de promoción y difusión. Una escisión en ese movimiento
provocó la continuidad y práctica de cierta línea cuasi ideológica, muy
unida a la praxis. De resultas, un grupo más nucleado dio lugar a la
creación de una agrupación política informal. A pesar de su pequeñez,
impulsamos la creación de una comisión de derechos humanos para
Chascomús y cuando, a veinte años, por
primera vez se conformó aquí una multipartidaria y se memoró entre
nosotros el 24 de Marzo, gestamos la Delegación Chascomús de la APDH.
Como premio fui su secretario coordinador ad límine. La actuación de una
entidad de derechos humanos resultó tan notoria que era convocada a
integrar otros organismos participativos. Así me tocó ser secretario del
Foro Vecinal de Seguridad, electo durante cuatro períodos consecutivos,
y cuando quise retirarme me nombraron tesorero. Desde este otro peldaño
también integré el Foro Municipal y el Interforos regional. Todas
experiencias enriquecedoras. Pero a la vez (yo había quedado sin trabajo
a fines de 1997) integré la CTA local, nuestro pequeño grupo político
actuó bajo el rótulo de otras minorías formalizadas en frentes
electorales, y al cabo de idas y vueltas siempre esclarecedoras, nos
dimos el gusto con otros grupos, de parir un partido vecinal con todas
las de la ley que, desde hace años tiene en su haber el principal bloque
de concejales municipales. E intacta la esperanza de ocupar el ejecutivo
municipal.
La actividad política (por la que toda persona debiera transitar
en serio y alguna
vez en la vida, así cuando opina tan alegremente sabe un poco de
qué cuernos habla) expande tu visión y comprensión de muchas situaciones
sociales y culturales. Con el SUTEBA
local, que tanto nos apoyó siempre,
pude enseñar ajedrez a niños en ese gremio y en varias escuelas. Lo hice
gratuitamente
durante cinco años. Mi idea era que no
destruyeran al ajedrez en Chascomús en nombre y colofón de algo que se
veía venir. Pero al cabo, creo que lo destruyeron exitosamente. El
Círculo de Ajedrez fue un intento, no más, durante dos o tres años, de
extender hacia arriba lo que se producía por debajo. Vino gente de la
provincia, prometió mucho,
no cumplió nada. Me ha quedado el
dulce, reconfortante recuerdo, de haber trabajado con los chicos.
El ajedrez es un hobby bastante común a la gente que escribe.
Tiene fama de serlo. Lo que el ajedrez enseña viene bien para casi todo.
Un buen cuento es comparable a una buena partida. En los últimos años he
participado jugando a las damas en torneos de mayores (cantera en donde
persisten los mejores jugadores) y he llegado cuatro veces a las finales
en Mar del Plata. Cuarto en la provincia es mi mejor clasificación, pero
lo principal es haber entendido que las
damas no es un simple juego de mesa; que toda
actividad es compleja y proclive a la especialización.
-Fuimos incluidos vos y yo en una Antología –concurso en 1998,
impulsado por la Revista del diario “La Nación”, de la ciudad de Buenos
Aires, y con el auspicio de la empresa Metrovías, imitando una
iniciativa del Metro de París, socializada como volumen en 1999 a través
de Ediciones de la Flor, y entre agosto del ’98 y febrero del ’99,
difundidos los poemas que iban siendo seleccionados en la Revista y en
simultánea en las carteleras de las estaciones de subterráneos- que se
tituló “Poesía en el subte”. ¿Recordás otros emprendimientos (hayan
prosperado o no) originales en el género poesía? ¿Propondrías alguno?
¿Fantaseaste con ser el antologador de alguna muestra poética o de prosa
breve, sus características, su impronta?
-Fijate que, a pesar de mi antipatía por los concursos, participé
en esa iniciativa de ‘Poesía en el Subte’ porque la difusión de las
obras seleccionadas era algo prioritario, y por suerte así ocurrió.
Recuerdo lo que hicieron un grupo de poetisas neoyorquinas hace unos
años: volantear la ciudad con poemas recortados. Con el MAYA incluíamos
a la poesía y la narrativa en nuestras mega muestras anuales, material
expuesto y lecturas de autores locales. También me he encargado de
microprogramas radiales con lectura de poesía en FM locales. Sigo
pensando que la radio es el medio casi ideal para difundir literatura;
pero sus dueños creen que lo es para difundir publicidad.
Para Chascomús me gustaría que los poetas del lugar tuvieran
ocasión anual de recorrer las aulas del secundario y leer personalmente
para los alumnos, y que estos
pudieran, ipso facto, charlar con los autores. Creo que esa
actividad debiera ser rutinaria. Una vez fuimos a dos escuelas, y me
gustó mucho la experiencia. Pero no pasó de ahí. En los municipios se
designa ‘director de cultura’ (un oxímoron) a gente que le interesa un
soto la cultura, en especial la literatura, que es pensamiento en
libertad.
No (dios me libre), no se me ha ocurrido ni en sueños meterme con
la obra de otros escritores. A vos te constan qué escasas pautas llevaba
adelante LST. Ya bastante deliro
tratando de que me cuenten entre ellos.
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