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Nacida en Amalfi, pequeño pueblo del departamento de
Antioquia, en Colombia, en el año de 1951, Piedad Bonnett es una de las
actuales voces más reconocidas en nuestra lengua. Del linaje de Rosario
Castellanos, Blanca Varela y Alejandra Pizarnik, en la lírica de Piedad
Bonnett se tiene la impresión de que el paraíso se perdió hace mucho,
pero pudo recobrarse, o se cree que se recobró, al menos por pequeñas
temporadas. La complejidad en su obra poética no está en su lenguaje
sencillo y directo, ajeno a toda decoración barroca, sino al indagar en
sus contenidos, se descubren honduras de quien ha sabido de la soledad y
la pena, y en quien hay algo roto, algo triste, algo que toca el miedo,
pero del que oímos asimismo un grito de rebeldía y encontramos ternuras
como sorpresivas violetas leves y una sombra de piedad que se parece a
su nombre. Desde sus inicios Piedad Bonnett intuyó o supo que el
objetivo esencial del artista en sus creaciones, en este caso el poeta,
es explorar los sentidos y sentimientos propios y de los otros para
emocionar a los lectores. Una poesía de solitarios que busca –anhela- la
comunión.
Aislada en la academia, escribiendo casi secretamente, Piedad
publicó tardíamente su primer libro (Círculo
de ceniza) en 1989, a la edad de 38 años. Desde ese libro inicial
hasta Explicaciones no pedidas (2011), da la impresión de haber escrito, a
base de poemas breves, con múltiples variaciones, un solo y extenso
poema. Aun las piezas líricas más largas están articuladas como serie de
fragmentos, o si se quiere, son una sucesión de poemas breves. En
general Piedad Bonnett se inclinó por el verso libre y tal vez, para no
tener ataduras que constriñeran los sentimientos, no se ciñó al metro,
ni buscó, como diría en una carta el muy joven Cesare Pavese, encerrarse
en “la jaula de la rima”. Por lo común en sus poemas, Piedad parte de
una idea o una imagen o un hecho y los desarrolla con habilidad y
cálculo hasta la línea final. Si los dos motivos que sostienen su poesía
son los recuerdos y regresos a la tierra natal y los poemas de
encuentros y desencuentros amorosos, hay, no una diversidad de poéticas,
como decía José Watanabe en su prólogo a la antología personal (Privilegios del olvido), sino más bien una diversidad temática.
Algunos títulos de libros de Piedad -De
círculo y ceniza (1979), Nadie
en casa (1994), Ese animal
triste (1996), Tretas del
débil (2004), Las herencias
(2008)- nos hablan de alguien frágil y solitaria, pero quien también
tiene dientes y garras para defenderse o atacar. De sus libros me son
especialmente próximos El hilo de
los días y el antepenúltimo y el último,
Tretas del débil y
Explicaciones no pedidas, lo
cual muestra que su poesía, en lugar de decaer o apagarse con los años,
se volvió más concentrada y aceradamente intensa. En su obra ensombrecen
los fracasos, cala el miedo, la pérdida causa angustia, el dolor es una
llaga que, incluso cuando se cierra, las cicatrices lo recuerdan, la
rabia la lleva a soltar invectivas que son como pedradas de fuego…
Contra lo que escribió o por lo que escribió, en ocasiones tenemos la
imagen de que Piedad vivió en un cerco de agujas. Podrán reprochársele
otras cosas, nunca el haber pecado de insinceridad o de no haber puesto
en sus versos el corazón desangrado. Si para Pessoa el poeta es un
fingidor, Piedad no cabría en esa categoría.
Muchos de los momentos más grabables o inolvidables de Piedad los
encontramos cuando habla sobre su pueblo natal. Ya en la infancia lejana
Piedad intuía que en alguna parte, al oír las mareas verbales, llamaba
la palabra mágica. En esos
poemas de una infancia y una adolescencia lejanas hallamos el callado
lenguaje de los ascendientes inmediatos que quieren perdurar en un
gesto, la abuela que desciende y arriba “de su muerte de siglos”, las
tías ultraconservadoras sólo fijas en el instante gastado de los
retratos, “el tío remoto de ademanes adustos y sueños militares”, el
padre solo e inseguro, la madre pragmática que alguna vez fue bella, los
hermanos y, por supuesto, los habitantes de Amalfi mencionados aquí y
allá con nombre propio y en ocasiones con el agregado del oficio o del
trabajo que ejercen: figuras íntimas que tarde o temprano se volverán
nubes grises en un cielo deslucido. Uno siente en la poesía de Piedad
Bonnett que quiso irse –huir- de su pueblo, pero no hubo un solo día que
estuviera lejos de él.
En
varios poemas la autora deja ver que sigue siendo la niña asustada a
quien le da miedo el mundo. Ese temor o miedo se muestra, por ejemplo,
en recuerdos del terruño o no: pueblan espectralmente, por ejemplo, tres
jinetes que sorprendió la muerte, el niño que murió de culebrilla,
cuartos habitados por fantasmas, el toro desbocado que entraba en la
casa durante el sueño y no acababa de irse, los inquilinos que aún
habitan la casa de la cual ya se mudaron hace tiempo… Son
especialmente emotivos, entran y se quedan en la casa antigua de Amalfi
y en la casa del corazón, poemas o versos aislados donde es figura el
padre, un hombre difícilmente tierno, tesonero para las pequeñas cosas,
que se cuida al máximo de los imprevistos, a quien le enseñaron
severamente “a rezar, a ahorrar, a trabajar”, pero de quien siente la
autora que le dio como especial herencia el regalo del miedo.
Transcribamos estos versos que nos dejan en el alma una sensación de
ahogo y un sentimiento de desamparo:
De mi padre,
que de niño tuvo los ojos tristes y de viejo
unas manos tan graves y tan limpias
como el silencio de las madrugadas.
Y siempre, siempre un aire de hombre solo.
De tal modo que cuando yo nací me dio mi padre
todo lo que su corazón desorientado
sabía dar”.
Hay
en sus poemas de amor y deseo o el goce quemante o el rencoroso desamor.
En el lecho de los amantes la autora ha oscilado entre las aguas del mar
borrascoso y las aguas del lago sereno. A menudo admirables, no siempre
sus piezas líricas amorosas son afortunadas, como, por caso, muy
específicamente las de su libro
Todos los amantes son guerreros, donde parece no haber quitado la
suficiente hierba seca ni alcanzado a redondear del todo los poemas. Por
demás, suenan menos elocuentes que molestas las exaltaciones al amado
como un guerrero, un minotauro, un dios, un ser divino… Viceversa,
poemas de despedida y desamor, como los que se hallan en las
Tretas del débil y en
Explicaciones no pedidas,
están escritos con dolor penetrante y rabia ácida, donde se corta la
piel del otro y se la corta a sí misma. El
cuerpo desollado arde –duele- por todas partes y la boca no puede
callar el grito.
Igualmente hay poemas muy logrados donde se alude a la guerra infinita
en su querible Colombia contradictoria, esa guerra fratricida, absurda y
espantosa, en la que cada facción (gobiernos, las FARC, los
paramilitares, el ejército, el narco) ha dado por décadas su aporte para
destruir al país, y donde hace mucho, como en el México del crimen
organizado, todo acaba siendo “cuestión de estadísticas”. Asimismo se
encuentran textos, donde en una suerte de fábula, objetos o animales
viven experiencias que pudimos o podemos vivir cualquiera. Ninguno me
impresiona tanto como “Lección de supervivencia”, en el que describe la
manera como el pepino o carajo de mar se defiende del enemigo expulsando
las vísceras hasta quedar vacío, o “El oscuro, el cual toca dos momentos
extremos del escorpión: cuando de noche utiliza “el aguijón
traicionero”, pero enloquece con un “pequeño círculo de fuego” súbito y
se aniquila a sí mismo. “El oscuro” tiene un vínculo magnético con otro
epigrama feroz titulado “El envidioso” (Las
herencias).
Hay
poemas en su último libro (Explicaciones
no pedidas) que contienen aspectos característicos que resuelve de
modo notable: son más sugerentes, el
yo se convierte de forma más
natural en nosotros, trabaja
con mayor precisión el verso objetivo y los juegos de contradicciones
personales encuentran muy bien su síntesis como cuando las estalactitas
y las estalagmitas se unen en una sola columna. Pongamos dos emotivos
ejemplos sobre esto último. Uno:
Lo oscuro pare la luz, y eso consuela
Y el último verso del libro:
El desamor del que amas te hace libre
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