REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências


nova série | número 29 | julho | 2012

 
 

 

 

 

 

BERNARDO RUIZ

Más allá de sus ojos

In: Bernardo Ruiz, Mas allá de sus ojos seguido de Teoría personal del caos lan C editores, S.A. de C.V. . Varsovia 57-301 . Col. Juárez, C. P. 06600, México, D. F. - Sitio en Internet: http://planCeditores.com - Correo electrónico: editor@planceditores.com . 1ª edic., México, D. F., 2011.

 

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A  Julia e Inés
Y a Ga, en estas páginas


Historia del periodista XE "Historia del periodista"   

El día en que Liliana llegó a los galpones, como decíamos a la oficina, supe que la infelicidad se había abierto paso en los entretelones de mi destino. Una diseñadora tan hermosa no podía sino inquietar a todos los de la mesa de redacción, a los que nos tocaba revisar, reescribir y seleccionar las noticias para el periódico. A los que sólo podíamos aspirar a que nuestro nombre y nuestra firma aparecieran en la nómina cada quincena.

A sus más compulsivos admiradores, Carlota, la gorda de personal, nos dejó ver el expediente de Liliana Díaz por 600 pesos de entonces. Ficha de ingreso del 15 de agosto de 1985. Soltera, 28 años, escuela de monjas, dominio del inglés y del francés, egresada de una escuela de comunicación y publicidad reconocida, y lo que era peor: sobrina y heredera única de uno de los grandes accionistas del diario (aunque esto era murmuración de los asiduos de la cafetería). En suma, una mujer inalcanzable para los que ganábamos 5, 500 al mes, pagábamos casa de huéspedes y no podíamos soñar con un coche propio, ni con unas vacaciones más allá de los límites del estado dos o tres días al año.

Y si bien había secretarias de los jefazos que se sentían la Woman in Red y no pasaban de ser Chachita o Vitola; Lil, Lilianita era un amigable rayo de sol en los rostros de los prisioneros. Pedía por favor y no ordenaba. Se disculpaba por dar molestias o incluso por señalar algún error que el culpable pagaría con uno o dos días de castigo (norma aplicada en cualquier asunto que equivocadamente ocurra: un nombre mal escrito de algún famoso, una falta de ortografía en las cabezas, una imprecisión en la noticia. . .).

Por supuesto que los cinco perros en brama de la mesa queríamos siempre llevarle las notas. Ver con qué facilidad ordenaba las secciones y su asombrosa memoria del archivo de imagen. . . que en un par de semanas dominó, al punto de que con sólo leer el encabezado y el número de líneas calculaba sin problema la proporción, la ilustración y la distribución de la plana, salvándonos de los fatales pases: ‘siga en la página 9-B’.

Una bruja buena del periodismo, licenciado Ventura, eso era Lilianita. Incluso, al mes y medio de su llegada El vigía entraba con media hora de ganancia a prensa —a menos que hubiera algún movimiento de esos que se dan en el último minuto antes del cierre de las 12:30. Quién no la iba a apreciar.

 

En un diario no se tiene vida propia, eso lo entiende cualquiera. La vida está en la tinta, en la velocidad para conseguir las exclusivas, en ampliar los reportajes, en que la nota de siete columnas destaque entre la competencia, de las fotos de excepción…, incluso de los anunciantes. . . de tantas cosas. Vivimos de la vida, pero jamás de la propia. Y hay que estar allí, al pie del cañón, cotejando la nota con el télex, ojo avizor. Corroborando una fuente, exigiéndoles a las agencias nuevos datos, insistiendo con los dos oídos pegados al teléfono y a los auriculares que si esto o aquello: y descubriendo fallas y revisando su corrección; dejando incluso que la vejiga o los intestinos estallen porque se debe estar pegado al equipo antes de entrar a prensa. Después el silencio. La calma chicha.

Pero eso no mata los deseos, no apacigua las ilusiones. Uno anhela llegar a tener la oportunidad de los editorialistas, de los columnistas. Y poder largarse —como toda gente sensata, de vez en vez— a un restorán o a una cantina al caer la tarde y ver películas y acariciar a una chava. Pero a veces, para eso, hay que esperar una oportunidad, tener iniciativa, aguardar a veces cinco o seis años para atreverse a cubrir una nota si alguien del turno falló o hay una emergencia extra para cubrir. Y otras veces sucede, pero al final el editor y el director deciden no arriesgar. O esa suerte fue para otro, se entera uno, porque el número de la suerte cayó en el escritorio vecino, mientras uno gozaba de un día de descanso.

Pero para Liliana, pareciera, no había hombres ni mujeres: era una esclava del trabajo, dispuesta a todo en la chamba y aferrada a no aceptar que la vida estaba afuera; no en aquellos galerones mal iluminados donde pagábamos la cuota de no tener otras formas de reconocer el final de nuestra juventud, y la condena de muchos más años allí. Sino en el exterior, en el puerto, en los barcos rumbo a cualquier parte, en las carreteras rumbo a otras ciudades. . . pero no. A Lilianita le gustaba que el tiempo nos devorara en los galpones.

Y cada día se fue convirtiendo en un tormento atroz para mí; tortura que procuraba ocultar tras una compulsiva eficiencia; porque lo único que calmaba mi deseo de otra vida era la cercanía de aquella bondad, aquella inteligencia y la intensidad, ah, golpe de ola, golpe de viento de una sonrisa siempre acompañada por una nostalgia como si la vida estuviera por terminar. Así leía yo pacientemente las interlíneas de cada gesto de Liliana Díaz.

Poco a poco acepté resignado a no acariciar nunca aquella piel, ni el brillo de aquel cabello negro que ocultaba su belleza casi todo el tiempo, porque su atención estaba clavada casi siempre en el restirador o en la computadora. Y sonará absurdo que un tipo de 34 años hablara de este modo en referencia a una mujer como si apenas tuviera 17, pero así me sucedía.

 

Una tarde averigüé su secreto. Bajé al archivo del periódico y escarbando entre los volúmenes de hacía 15 años —cuando (no como ahora), nadie se imaginaba esto de las noticias en línea, ni facilidad alguna más allá del microfilm—, encontré en la sección de policía un volumen intocado desde su colocación en la gaveta. en ella estaba la historia anterior de Lilianita. Un jefe de la judicial había peleado con Anselmo Díaz, papá de Lil, y había jurado vengarse de éste. Le pareció fácil una noche meterse a la casa de los Díaz y degollar al viejo y a su esposa. . . y agarrar a tubazos a los tres hijos. Sólo Liliana había sobrevivido: perdió un riñón y le habían perforado la matriz. La niña estuvo dos semanas entre la vida y la muerte. Al judicial, curiosamente, nunca le comprobaron la autoría intelectual, y sus esbirros se echaron la culpa, por miedo, dinero o  por prebendas en prisión y para su familia, sospecho. Así es México.

Guardé el secreto. Y aumentó mi admiración por una mujer que había pasado demoledoras pruebas de entereza y terrores de una dimensión extraordinaria.

 

El cambio de sexenio le pegó fuerte al diario. El nuevo gobernador resultó de oposición y nos quitó anunciantes. Como a usted, como a todos, con la inicial sacudida del dólar y la aplicación de los primeros acuerdos del tlc, se acentuó la crisis estatal. Finalmente, ésta alcanzó a los suscriptores y nuestros problemas internos fueron los primeros en salir a flote. No los veíamos tan difíciles de superar hasta que nos avisaron los del Consejo que iban a vender El Vigía ‘porque ya no era negocio’. Los del sindicato se arreglaron para no chistar si garantizaban plazas y antigüedades los nuevos dueños. . . en caso de que las cosas siguieran en picada.

Ahí fue cuando me entró la desconfianza. Las cosas nunca mejoran. Pero la venta se hizo. Al principio, a punto de instalarse la nueva administración, las cosas parecieron recuperar su nivel —hasta el día en que nos citaron para dar la bienvenida al nuevo dueño.

Ahí estábamos enfilados todos, como si fuera el primer día de escuela, y el saludo al director y a la bandera, cuando vi que el rostro de Lilianita se descompuso. Y salió corriendo. Se fue a refugiar a su oficina. cuando terminó el acto, la encontré ahí todavía, pálida y sombría. Llegué solo y un poco hastiado. El resto del grupo se había quedado al brindis y a los antojitos, como es natural entre la perrada.

Noté que lloraba y había empacado sus cosas. Todas, las personales. Diez, casi once años de su vida, casi todo el tiempo ahí y ahora, en un súbito arrebato, estaba por irse... Caí en la cuenta de que ya no habría motivo para volvernos a ver. Caí en la cuenta de mi vacío en adelante. . .

Me hizo seña de que la ayudara con un bolso y una caja. Y no quise resignarme a una tan fría y olvidable despedida. Finalmente durante el trayecto de los galerones hacia su viejo Nissan, me decidí a hacer algo por mí, además de cargar con sus cosas.

A punto de cerrar la puerta de su auto, sin oportunidad siquiera de darle un beso en la mejilla, lancé mi envío:

—¿Ése, el nuevo, algo tuvo que ver con. . . tus papás? —Escuché que dije con un último resto de timidez.

Sólo asintió un poco sorprendida.

—Vete al Café Catedral. Ahí te alcanzo. —Ordené con decisión.

 

Y en efecto, llegué ahí exhausto, cuarenta minutos después.

—Ya no tienes de qué apurarte —le dije. —Quizá Dios me puso ahí por una razón que no había entendido.

Y le conté, señor abogado, como le señalo a usted con más detalle todavía en la solicitud de revisión de mi condena por buena conducta, cómo rocié de thinner y gasolina los talleres y el periódico; y lo que sucedió después, que muchos aún recuerdan.

Lo que nadie sabía, ni quise mencionar hasta ahora, es lo que le expliqué al principio: el día en que Liliana llegó a la oficina, supe que la infelicidad se había abierto paso a través de los entretelones de mi destino.

 

 

 

 

© Maria Estela Guedes
estela@triplov.com
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