A Julia e Inés
Y a Ga, en estas páginas
Historia del periodista XE "Historia
del periodista"
El
día en que Liliana llegó a los galpones, como
decíamos a la oficina, supe que la infelicidad se había abierto paso en
los entretelones de mi destino. Una diseñadora tan hermosa no podía sino
inquietar a todos los de la mesa de redacción, a los que nos tocaba
revisar, reescribir y seleccionar las noticias para el periódico. A los
que sólo podíamos aspirar a que nuestro nombre y nuestra firma
aparecieran en la nómina cada quincena.
A
sus más compulsivos admiradores, Carlota, la gorda de
personal, nos dejó ver el
expediente de Liliana Díaz por 600 pesos de entonces. Ficha de ingreso
del 15 de agosto de 1985. Soltera, 28 años, escuela de monjas, dominio
del inglés y del francés, egresada de una escuela de comunicación y
publicidad reconocida, y lo que era peor: sobrina y heredera única de
uno de los grandes accionistas del diario (aunque esto era murmuración
de los asiduos de la cafetería). En suma, una mujer inalcanzable para
los que ganábamos 5, 500 al mes, pagábamos casa de huéspedes y no
podíamos soñar con un coche propio, ni con unas vacaciones más allá de
los límites del estado dos o tres días al año.
Y
si bien había secretarias de los jefazos que se sentían la Woman in
Red y no pasaban de ser Chachita o Vitola; Lil, Lilianita era un
amigable rayo de sol en los rostros de los prisioneros. Pedía por favor
y no ordenaba. Se disculpaba por dar molestias o incluso por señalar
algún error que el culpable pagaría con uno o dos días de castigo (norma
aplicada en cualquier asunto que equivocadamente ocurra: un nombre mal
escrito de algún famoso, una falta de ortografía en las cabezas, una
imprecisión en la noticia. . .).
Por supuesto que los cinco perros en brama de la
mesa queríamos siempre
llevarle las notas. Ver con qué facilidad ordenaba las secciones y su
asombrosa memoria del archivo de imagen. . . que en un par de semanas
dominó, al punto de que con sólo leer el encabezado y el número de
líneas calculaba sin problema la proporción, la ilustración y la
distribución de la plana, salvándonos de los fatales pases: ‘siga
en la página 9-B’.
Una bruja buena del periodismo, licenciado Ventura, eso era Lilianita.
Incluso, al mes y medio de su llegada El vigía entraba con media
hora de ganancia a prensa —a menos que hubiera algún movimiento de esos
que se dan en el último minuto antes del cierre de las 12:30. Quién no
la iba a apreciar.
En un
diario no se tiene vida propia, eso lo entiende cualquiera. La vida está
en la tinta, en la velocidad para conseguir las exclusivas, en ampliar
los reportajes, en que la nota de siete columnas destaque entre la
competencia, de las fotos de excepción…, incluso de los anunciantes. . .
de tantas cosas. Vivimos de la vida, pero jamás de la propia. Y hay que
estar allí, al pie del cañón, cotejando la nota con el télex, ojo
avizor. Corroborando una fuente, exigiéndoles a las agencias nuevos
datos, insistiendo con los dos oídos pegados al teléfono y a los
auriculares que si esto o aquello: y descubriendo fallas y revisando su
corrección; dejando incluso que la vejiga o los intestinos estallen
porque se debe estar pegado al equipo antes de entrar a prensa. Después
el silencio. La calma chicha.
Pero eso no mata los deseos, no apacigua las ilusiones. Uno anhela
llegar a tener la oportunidad de los editorialistas, de los columnistas.
Y poder largarse —como toda gente sensata, de vez en vez— a un restorán
o a una cantina al caer la tarde y ver películas y acariciar a una
chava. Pero a veces, para eso, hay que esperar una oportunidad, tener
iniciativa, aguardar a veces cinco o seis años para atreverse a cubrir
una nota si alguien del turno falló o hay una emergencia extra para
cubrir. Y otras veces sucede, pero al final el editor y el director
deciden no arriesgar. O esa suerte fue para otro, se entera uno, porque
el número de la suerte cayó en el escritorio vecino, mientras uno gozaba
de un día de descanso.
Pero para Liliana, pareciera, no había hombres ni mujeres: era una
esclava del trabajo, dispuesta a todo en la chamba y aferrada a no
aceptar que la vida estaba afuera; no en aquellos galerones mal
iluminados donde pagábamos la cuota de no tener otras formas de
reconocer el final de nuestra juventud, y la condena de muchos más años
allí. Sino en el exterior, en el puerto, en los barcos rumbo a cualquier
parte, en las carreteras rumbo a otras ciudades. . . pero no. A
Lilianita le gustaba que el tiempo nos devorara en los galpones.
Y
cada día se fue convirtiendo en un tormento atroz para mí; tortura que
procuraba ocultar tras una compulsiva eficiencia; porque lo único que
calmaba mi deseo de otra vida era la cercanía de aquella bondad, aquella
inteligencia y la intensidad, ah, golpe de ola, golpe de viento de una
sonrisa siempre acompañada por una nostalgia como si la vida estuviera
por terminar. Así leía yo pacientemente las interlíneas de cada gesto de
Liliana Díaz.
Poco a poco acepté resignado a no acariciar nunca aquella piel, ni el
brillo de aquel cabello negro que ocultaba su belleza casi todo el
tiempo, porque su atención estaba clavada casi siempre en el restirador
o en la computadora. Y sonará absurdo que un tipo de 34 años hablara de
este modo en referencia a una mujer como si apenas tuviera 17, pero así
me sucedía.
Una
tarde averigüé su secreto. Bajé al archivo del periódico y escarbando
entre los volúmenes de hacía 15 años —cuando (no como ahora), nadie se
imaginaba esto de las noticias en línea, ni facilidad alguna más allá
del microfilm—, encontré en la sección de policía un volumen intocado
desde su colocación en la gaveta.
en ella estaba la historia anterior de Lilianita. Un jefe de la
judicial había peleado con Anselmo Díaz, papá de Lil, y había jurado
vengarse de éste. Le pareció fácil una noche meterse a la casa de los
Díaz y degollar al viejo y a su esposa. . . y agarrar a tubazos a los
tres hijos. Sólo Liliana había sobrevivido: perdió un riñón y le habían
perforado la matriz. La niña estuvo dos semanas entre la vida y la
muerte. Al judicial, curiosamente, nunca le comprobaron la autoría
intelectual, y sus esbirros se echaron la culpa, por miedo, dinero o
por prebendas en prisión y para su familia, sospecho. Así es México.
Guardé el secreto. Y aumentó mi admiración por una mujer que había
pasado demoledoras pruebas de entereza y terrores de una dimensión
extraordinaria.
El
cambio de sexenio le pegó fuerte al diario. El nuevo gobernador resultó
de oposición y nos quitó anunciantes. Como a usted, como a todos, con la
inicial sacudida del dólar y la aplicación de los primeros acuerdos del
tlc, se acentuó la crisis
estatal. Finalmente, ésta alcanzó a los suscriptores y nuestros
problemas internos fueron los primeros en salir a flote. No los veíamos
tan difíciles de superar hasta que nos avisaron los del Consejo que iban
a vender El Vigía ‘porque ya no era negocio’. Los del sindicato
se arreglaron para no chistar si garantizaban plazas y antigüedades los
nuevos dueños. . . en caso de que las cosas siguieran en picada.
Ahí fue cuando me entró la desconfianza. Las cosas nunca mejoran. Pero
la venta se hizo. Al principio, a punto de instalarse la nueva
administración, las cosas parecieron recuperar su nivel —hasta el día en
que nos citaron para dar la bienvenida al nuevo dueño.
Ahí estábamos enfilados todos, como si fuera el primer día de escuela, y
el saludo al director y a la bandera, cuando vi que el rostro de
Lilianita se descompuso. Y salió corriendo. Se fue a refugiar a su
oficina. cuando terminó el
acto, la encontré ahí todavía, pálida y sombría. Llegué solo y un poco
hastiado. El resto del grupo se había quedado al brindis y a los
antojitos, como es natural entre la perrada.
Noté que lloraba y había empacado sus cosas. Todas, las personales.
Diez, casi once años de su vida, casi todo el tiempo ahí y ahora, en un
súbito arrebato, estaba por irse... Caí en la cuenta de que ya no habría
motivo para volvernos a ver. Caí en la cuenta de mi vacío en adelante. .
.
Me
hizo seña de que la ayudara con un bolso y una caja. Y no quise
resignarme a una tan fría y olvidable despedida. Finalmente durante el
trayecto de los galerones hacia su viejo Nissan, me decidí a hacer algo
por mí, además de cargar con sus cosas.
A
punto de cerrar la puerta de su auto, sin oportunidad siquiera de darle
un beso en la mejilla, lancé mi envío:
—¿Ése, el nuevo, algo tuvo que ver con. . . tus papás? —Escuché que dije
con un último resto de timidez.
Sólo asintió un poco sorprendida.
—Vete al Café Catedral. Ahí te alcanzo. —Ordené con decisión.
Y en
efecto, llegué ahí exhausto, cuarenta minutos después.
—Ya no tienes de qué apurarte —le dije. —Quizá Dios me puso ahí por una
razón que no había entendido.
Y
le conté, señor abogado, como le señalo a usted con más detalle todavía
en la solicitud de revisión de mi condena por buena conducta, cómo rocié
de thinner y gasolina los talleres y el periódico; y lo que sucedió
después, que muchos aún recuerdan.
Lo
que nadie sabía, ni quise mencionar hasta ahora, es lo que le expliqué
al principio: el día en que Liliana llegó a la oficina, supe que la
infelicidad se había abierto paso a través de los entretelones de mi
destino. |