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MAC: En sus libros regularmente vida y literatura, o más bien vida y
cultura, suelen aliarse íntimamente. Da la impresión de que a usted le
ha gustado hacer el viaje por la tierra y el viaje por los libros…
AT: No era fácil para un joven escribir en Italia en
los años sesenta. Era necesario superar un espinoso dilema: o escribir o
vivir. La vida como literatura o la literatura como vida. Desde luego
era un dilema intimidatorio y suscitaba angustias en un joven espíritu
como el mío, porque me creaba sentimientos de culpa. Muy tarde, cuando
empecé a escribir, me di cuenta de que era un falso dilema. Era una
suerte de trampa que se había creado, porque no existe un hiato entre
vida y literatura. Una y otra se integran con naturalidad. Era uno de
esos falsos dilemas que suele crear la cultura occidental y que utiliza
como una máquina inútil y vacía. Como el dilema, también falso, de forma
y contenido. En el liceo donde yo estudiaba, el benedettocrocianismo
imperaba y el clásico dilema era una suerte de crucero y diferenciación:
la forma y el contenido. Quizá por esto, como reacción, y por la manera
como he afrontado mi vida y mi escritura, el dilema se borró como la
niebla se borra con el sol.
MAC: No en todas partes y no siempre es tan drástica
la diferenciación.
AT: Cierto. Le cuento una anécdota sobre el tema que
pone en ridículo ciertos cánones que en nuestros países nos inculcan o
quisieran inculcarnos. Es otra visión del mundo, otra manera de
enfrentar la vida, el arte, la cultura, las cosas.
En un viaje que hice a Japón con mi esposa
María-José, invitado por la Japan Foundation, pusieron en Tokio a
nuestra disposición a una muchacha gentilísima que nos servía de
traductora. Al término de nuestra estancia, mi mujer quiso darle un
regalo pero no sabía qué darle ni cómo hacerlo. Le recomendé que la
llevara a una tienda y ella misma escogiese el regalo. La muchacha la
llevó a un negocio donde vendían papel finísimo, papel que los japoneses
trabajan prodigiosamente. La muchacha habló con una empleada, la cual,
según supo después mi esposa, había estudiado un curso especial en Kyoto
para aprender a confeccionar el papel y a hacer los nudos. La empleada
tomó una caja de cartón, con la forma de la de los zapatos, y comenzó a
envolverla con papel de arroz pintado, plena de maravillosos detalles.
La muchacha hizo luego con delicadeza el nudo. Finalmente se lo dio a la
muchacha traductora, quien le dijo que mi esposa pagaría. Cuando
salieron, María-José, con nuestro criterio occidental, le preguntó:
“Quería regalarte algo y dentro de la caja no hay nada. ¿Cuál es el
regalo?”. La muchacha repuso: “La misma caja”.
Forma y contenido eran lo mismo.
MAC: ¿Dónde se siente mejor? ¿En las ciudades de la
historia o en las ciudades de la imaginación?
AT: La literatura ha producido numerosas ciudades
reales. Leí hace poco un estudio, que tuvo algún éxito en Italia, hecho
por un crítico italiano que me parece vive en Inglaterra.
Benedettocroceaba con exactitud las geografías de las ciudades de la
literatura. Hacía mapas de la Praga de Kafka o del Dublín de Joyce.
Encontré el estudio extraordinariamente aburrido: una suerte de atlas
geográfico con cientos de mapas del genio militar. Sin embargo, cuando
empezó a explorar las ciudades imaginarias (la Atlántida de Platón, la
Ciudad del Sol de Campanella, la ciudad de la Utopía de Moro, la
Babilonia de la lotería borgeana, las ciudades geométricas de Calvino)
se volvió mucho más interesante. A estas dos suertes de ciudades
añadiría una tercera: las ciudades del deseo. Son fantásticas, como las
ciudades de Calvino, pero existen realmente, sólo que no vivimos en
ellas. En caso de que llegáramos a vivir en alguna, abandonaría de
inmediato su estatuto de ciudad del deseo. Por tanto, se necesita ser
cauto para no habitarlas y cultivar de lejos las ilusiones, como a una
mujer a la que nunca hemos declarado nuestro amor pero con quien
imaginamos que la vida al lado de ella hubiera de dicha continua.
MAC: Las ciudades del deseo quieren vivir en su obra.
AT: Creo que sí. Me parece que en estas ciudades el
espacio literario se siente bien, porque al mismo tiempo son ciudades
que pertenecen a la utopía que diseña nuestra alma y tienen su
existencial real. Y esto nos crea una doble ilusión para crearnos el
doble engaño.
MAC: Cuando empieza a redactar un texto ¿sabe que va
a ser una novela, un cuento, un relato, una fábula, una estampa, una
ficción brevísima?
AT: Algunas veces sí. Siento que hay historias que
necesitan una dimensión de cuento o de novela. Pero no es una norma,
porque hay ocasiones en que la criatura literaria asume una autonomía
muy fuerte y comienza a crecer y a desarrollarse según su inercia. Es
como cuando uno arroja una semilla de una planta desconocida en un
huerto y no sabe si crecerá una plantita o un árbol gigantesco o nada.
MAC: ¿Sabía usted, por ejemplo, que Piazza
d’Italia, Nocturno hindú y Sostiene Pereira serían
novelas?
AT: Piazza d’Italia señaló mi camino en las
letras. Antes había escrito pequeños textos que eran más bien
divertimentos. Empecé de hecho a escribir tarde, porque me había
dedicado a hacer cosas más importantes, como, por ejemplo, dos hijos.
Cuando escribí esta novela, la hice desarrollándola de un modo diegético
-como dicen los ficcionólogos- muy tradicional. Luego la aumenté, corté
partes e hice una suerte de montaje cinematográfico. Y salió así. Pero
puedo decirle que no tenía idea de que terminaría como una novela.
En cuanto a Nocturno hindú quería
simplemente contar una pequeña historia que no sabía ni siquiera en qué
iba a convertirse. En cambio, con Sostiene Pereira tenía la
seguridad previa de que iba a ser una novela, porque es una historia que
creció, que la dejé crecer mucho dentro de mí, que la cultivé largo
tiempo en secreto, es decir, desde antes fue adquiriendo la dimensión
que llegó a tener.
MAC: Cuando un autor escribe mucho es casi inevitable
que se plagie a sí mismo, pero en sus libros, pese a su ya amplia
bibliografía, usted no se repite. Cada libro nuevo se niega a parecerse
al precedente.
AT: Creo que cada libro es una historia en sí misma y
pertenece profundamente a las variables de nuestra vida. No creo mucho
en aquellos que dicen que escriben un solo libro a lo largo de su vida,
porque se encontrará una monotonía existencial muy fuerte. Es una forma
de infidelidad, si se quiere, de lo que somos: diversos y
contradictorios. Lo importante --diría alguien-- es permanecer fiel a
nuestros propios errores.
MAC: Una gran cantidad de escritores sufren por
encontrar historias. A usted parecen sobrarle.
AT: Me siento de alguna manera un coleccionista de
historias. Me llegan de puntos muy distintos: unas nacen espontáneamente
y no sabemos cómo; otras, se atrapan al vuelo; otras, me son contadas...
A mí me deleita escuchar; no lo hago sólo por escribir historias, sino
porque es una curiosidad que no logro vencer. Tal vez la habría vencido
de haber recibido una educación oprimente, una de esas educaciones que
obligan a personas muy curiosas a no serlo o a serlo mucho menos. Mi
naturaleza de curioso se desarrolló en plena libertad.
MAC: ¿Por qué se siente cerca de autores que en vida
aspiraron a ser nadie o varios o que se han sentido más sus personajes
que ellos mismos, como Pessoa o Pirandello?
AT: Considero que la vida que vivimos no es
importante; que es importante cómo la elaboramos, o sea, cómo la vivimos
internamente. Esto no presupone grandes gestos ni vidas extraordinarias.
Aun me parece que las vidas muy evidentes de los artistas y escritores,
es algo que pertenece más al siglo XIX. En el siglo XX hay más un anhelo
de entrar en la propia página, de permanecer aparte, de estar entre
bastidores. Usted nombró a Pirandello y a Pessoa pero podrían añadirse
Svevo, Joyce, Kafka. Hoy sabemos que vida hicieron y no hay nada
éclatant. Sabemos que Joyce fue profesor de italiano en una escuela
triestina, que pasó años difíciles en Zurich, que peregrinó por otras
geografías, pero su vida no puede compararse ante la imagen que nos dan
las de Schelley, Lord Byron y Gabrielle d’Annunzio.
MAC: Sus personajes viven --utilizo una definición de
uno de sus cuentos-- vidas grises y escuálidas, y, por otro lado, usted
crea también vidas históricas y legendarias de marginales notables. Creo
que son las principales vertientes.
AT: Sin que eso quiera decir que la elección es muy
consciente, mi simpatía natural tiende hacia este tipo de personajes.
Por demás, los personajes que son centrales, que no son marginales, ya
están impuestos por cuenta suya, la historia los ha acogido, son una
masa gigantesca. Sin embargo, yo he tratado de hospedar a los pobres
diablos pero también a Cecco Angiolieri, a Francois Villon, a Dino
Campana.
MAC: Borges y Schwob, a quienes de hecho no hallo
mencionado en sus textos, o al menos en los que he leído, parecen estar
a menudo cerca o junto a lo que usted escribe. Aun, por ejemplo, es
imposible disociar Sueños de sueños de Vidas imaginarias.
AT: Es verdad.
MAC: ¿Lo han influido?
AT: Todo me ha influenciado, pero nunca he buscado
las influencias como ejercicio gimnástico para desarrollar los músculos.
No, en este sentido, no. Se necesita ser permeable a todo lo que nos
pasa y absorbemos. Como cuando llega la brisa y nos desordena los
cabellos o sentimos el contacto del agua del mar al momento de hundirnos
o como oímos la música de la lluvia... Son cosas que, desde luego,
muchas veces no las percibimos pero que permanecen de alguna forma en
nosotros. Como dijo Borges, la literatura es un río que corre
subterráneo; no es como la llanura que está en la superficie. Decir en
qué exactamente me han influenciado, cuáles son los autores a quienes
más les debo, me sería difícil demarcarlo. Puedo decirle que he leído a
Borges con gran deleite y de seguro me ha influenciado, pero no sé dónde
ni cómo exactamente. Admiro su mirada ciega que logra ver más allá de la
realidad, la manera cómo busca las fisuras y los hechos abstrusos que
luego geometriza con su inteligencia privilegiada.
MAC: ¿Y Papini? Es un escritor también lleno de
historias.
AT: Definitivamente no. Lo he leído poco y mal, y lo
poco no me ha gustado.
MAC: Hay momentos en que usted parece un doble o un
gemelo --un binato-- de Fernando Pessoa. Aparece dondequiera: en
la encantadora pieza de teatro Al señor Pirandello lo llaman por
teléfono, en el principio y al final de Réquiem, en un sueño
de Sueños de sueños, en “Los tres últimos días de Fernando
Pessoa”, o como mención en El juego del revés y en Sostiene
Pereira, y aun, un extremo, usted ha cuidado la edición italiana de
sus obras.
AT: Forma parte de mi familia. De eso no tengo la
menor duda. Son de esas afinidades electivas de las que hablaba Goethe.
Uno sabe, luego de años de leerlo, con quien establece un enlace
privilegiado respecto de los otros.
A Pessoa no lo descubrí ni en Italia ni en
Portugal, sino en París. En 1964 cursé un año en la universidad. No
sospechaba ni siquiera su existencia. Leí una plaqueta en francés. Más
allá de la altísima calidad estética de su obra y aun de la problemática
que esta obra presenta, me ha parecido siempre un magnífico personaje
literario. Me ha gustado invitarlo a que habite en mis páginas.
En mi relación con Pessoa distingo dos actividades
distintas: una, que llamaría ortodoxa, que es la del exégeta y el
crítico, donde busco explorar la obra dentro del texto para entender y
explicar los mecanismos y las causas que lo desencadenaron o produjeron;
la otra, la del autor de ficción, donde utilizo el espacio creativo,
literario, para hospedarlo como personaje, porque estoy convencido de
que es un personaje excepcional, incluso de sí mismo. Todo esto me
autoriza a decir que es del todo natural incluirlo como protagonista en
una novela o un cuento.
MAC: Yo no sé si Al señor Pirandello lo llaman por
teléfono sea una pieza ideal para una puesta en escena, si es muy
teatral, pero como texto literario tiene gran encanto. Está lleno de
simpatía y ternura. Todo parte de aquel encuentro, que no se dio, en
1931, entre Pirandello y Pessoa. En su pieza parece que Pirandello, que
convocaba a sus futuros personajes los domingos de nueve de la mañana a
una de la tarde, había ido a Lisboa para convocarlo a él. O al menos
queremos, en una vía, leerlo así.
AT: Pessoa es como un personaje de Pirandello. Mi
pieza nació de una especie de rendición de justicia, de justicia
poética, contra la historia. A veces la historia literaria es injusta.
Yo consideraba, considero una grandísima lástima que estas dos personas,
teniendo todas las posibilidades de encontrarse, aun geográfica y
físicamente, cuando Pirandello eligió Lisboa para el estreno de
Sueño, pero quizá no, no hayan podido hacerlo, porque Pessoa estaba
allí, o circulaba cerca, o se hallaba sentado en el café, o quizá aun en
una butaca del mismo Teatro Nacional. ¿Cómo es posible que el destino no
haya permitido que dos personas así se conozcan? ¿Cómo entender esto?
Entonces busqué hacer que la literatura ocupara el lugar de la realidad.
MAC: En el capítulo final de Requiem usted
parece despedirse, quiere despedirse, de Pessoa, como diciendo: Ya he
hablado demasiado de ti. Basta.
AT: Era una broma. Pessoa siguió siendo un personaje
mío. En realidad aquel personaje, el yo narrativo de Requiem, es
un portavoz, pero también tiene independencia y autonomía. Yo, como
autor, no como personaje, quería ver lo que nacía de esta suerte de
educado diálogo entre ambos.
MAC: El libro, que es supuestamente una alucinación,
parece salir, o sale literalmente, de El libro del desasosiego y
termina en una suerte de restaurante imaginario que existe en el sueño
de Tabucchi, donde se da una melancólica conversación imaginaria.
AT: Es como Alicia que debe llegar al final del
sueño.
MAC: Usted dice que en sus textos hay “el virus del
inconsciente”.
AT: He leído mucho psicoanálisis, sobre todo en lo
que se refiere a la creatividad, al orbe literario, a la lingüística.
Escribí esa definición con una dosis de ironía. Era una manera de
delimitar el terreno y amablemente decir: “Escuchen, conténtense con el
producto”.
MAC: ¿Cuánto compromiso humano hay detrás de los
fuegos de artificio culturales y literarios que deslumbran en su
obra?
AT: La cultura acompaña a los hombres. Es evidente
que en este tipo de entretejimientos, o si quiere, de dialéctica, se
halla el afán lúdico, el juego múltiple, aunque sea un juego serio, un
juego en serio. El hombre cultural hace brotar la actividad
policreadora. Esto lo dicen antropólogos o grandes historiadores como
Huizinga. Como dice el proverbio italiano: “Es un poco por juego y un
poco por no morir”.
MAC: Usted ha hablado en conferencias del derecho del
hombre a los sueños y a las ilusiones para aspirar a ser un hombre
libre. ¿No puede serlo sin esto?
AT: No, creo que no, porque el gran componente de las
ilusiones y del sueño es el deseo. Sin deseo el hombre está muerto. Es
un cadáver anticipado que procrea. Atención: esta suerte de Casandras
que determinan el fin de las utopías o de los sueños, han olvidado que
el hombre ante todo es una criatura de deseos.
MAC: ¿Qué relación hay entre usted y sus personajes?
¿Fría, cálida, cercana, distante? ¿Los convoca como Pirandello para
conversar y discutir?
AT: Me llegan a menudo con una voz, eso que los
psiquiatras llaman ferozmente la alucinación sonora. En efecto, hay una
pequeña voz que comienza a decir una palabra pequeña, pequeña, que luego
empieza a crecer y con ella el personaje empieza a crecer. Voces de
muertos que, como en un famoso poema, nos hablan en el sueño o vibran en
el pecho.
MAC: Leonardo Sciascia sospechaba, estaba casi
seguro, de que Pirandello tomaba los nombres de sus personajes del
directorio telefónico siciliano. ¿Usted de dónde los toma?
AT: Puedo decirle de donde tomé dos.
Pereira, lo dije en la nota introductoria, es un homenaje a la cultura
de los hebreos portugueses, que dejaron una gran cultura en la península
ibérica hasta que los reyes de Portugal siguieron el perverso ejemplo de
los reyes católicos y los expulsaron. Pereira es el árbol del peral.
En cuanto a Damasceno Monteiro es una historia
curiosa. Yo tenía la imagen del cadáver decapitado, o más propiamente,
una cabeza perdida. María-José y yo poseíamos una casa, donde vivimos
mucho, en un barrio muy popular de Lisboa, situada en una calle que sube
hasta el castillo, que se llama Damasceno Monteiro. Al mudarnos a otra
casa, un día reparé que nunca me había interesado en saber quién era el
hombre que daba nombre a la calle. Lo busqué en la enciclopedia
lusitano-brasileña, y no lo encontré. Telefoneé al ayuntamiento de
Lisboa, a la toponomástica, y me respondieron que el archivo de esa zona
de la ciudad se perdió en el gran incendio. Entonces me dije: “He aquí
el personaje sin la cabeza”.
MAC: ¿Qué es más importante para usted en una
narración: la anécdota, la atmósfera, el personaje...?
AT: El personaje. Es el que crea y aun determina la
historia y la atmósfera. La cosa más importante de un cuento o de una
novela es cuando aparece el personaje. De allí emanará lo demás.
MAC: En sus novelas sobre todo, con la excepción de
Sostiene Pereira, no hay una secuencia lógica, queda al final
algo trunco, incomprensible, vacío.
AT: Mis novelas están llenas de hoyos pero la vida
también lo está. Hay tantas zonas oscuras que no entendemos... Me
parecería de una insoportable arrogancia comprender todo, aun la vida de
un personaje. Se busca unir los pedazos, pues tengo la convicción de que
sólo existen fragmentos y no una totalidad.
MAC: En sus ficciones las mujeres, o el amor de una
mujer, crean contrapesos o contrafuertes a las incertidumbres y
angustias de los personajes masculinos.
AT: Pero también sufren mucho y a veces más que los
personajes masculinos. Se parecen a los pararrayos que a veces
concentran en sí la furia de la tempestad. Son seres sacrificados.
Pienso en Asmara de Piazza d’Italia, en la ausente Isabel de
Requiem, en Dolores Ibarruri. La mujer en mis libros, si hay una
analogía literaria, quizá sea como el personaje femenino en la obra de
Eugenio Montale. Lleva consigo pequeños amuletos, es una criatura
auroral que atraviesa el espacio masculino y muchas veces concentra
destino y sufrimiento.
MAC: Algunos libros como Dama de Puerto Pim y
Los volátiles del Beato Angélico están hechos de trozos y como
trozos. Esto es más o menos común en la tradición hispanoamericana (el
Borges de El Hacedor, libros de Cortázar, los Tres libros
de Julio Torri, Cantos de mal dolor y Prosodia de Juan
José Arreola, Movimiento perpetuo de Augusto Monterroso) pero no
lo hallo casi en la europea más dada a la geometría y a la unidad.
AT: En Europa, no mucho. Los míos son como
desprendimientos de un libro de apuntes, de un cuaderno que se lleva en
el bolsillo y donde cabe un poco de todo. Dama de Puerto Pim es
un cuaderno de memorias, que en un principio no quería serlo. Yo quería
más bien unas hojas donde uno va escribiendo notas: si uno oye una
historia, la apunta, si ve un paisaje lo esboza. En Dama de Puerto
Pim no hay ninguna sistematización, quizá porque la sistematización
no se corresponde con mi naturaleza.
Los volátiles del Beato Angélico era más una
criatura larval, cosas sin lógica ni sistematización ni, menos,
geometría. Criaturitas con mal humor y rencores. Lo digo al principio de
la nota introductoria: “Hipocondrías, insomnios, impaciencias y
desazones, son las musas cojas de estas breves páginas”. Los rencores y
los malos humores a menudo llevan a escribir libros. Lo decía Drummond
de Andrade: “Porque un poeta es un rencoroso y lo demás son nubes”. Sin
duda el rencor es la parte menos noble del escritor ¿pero qué hacer sin
él?
MAC: Hablemos de su novela más celebrada, Sostiene
Pereira. Creo que es la narración más musical de su obra.
AT: Tal vez sí, pero en Pereira es muy
importante la voz del personaje buscando establecer contacto con
Pereira, de ponerse á l’ecoute. La novela se modula por la voz de
Pereira, de su modo de contar, y aun, si me permite, de su fisonomía.
Creo que un cuerpo modula la voz. De alguna forma la voz corresponde a
aquello que somos física y espiritualmente. Así en Pereira se
corresponde con esa manera sumisa, a veces incierta, a veces más segura
de contar, pero donde domina siempre una gran discreción, aun diría, un
poco de pudor.
MAC: Es una novela extraña dentro del conjunto de sus
ficciones, porque hay un final inteligible, sin ambigüedades ni
demasiado abierto. Sostiene Pereira termina en un grito de
satisfacción que es también una sensación de profundo alivio.
AT: La única incertidumbre de este libro es adonde
va Pereira y a quien cuenta, pero es verdad que hay una certeza, y
es que Pereira ha encontrado otra dimensión existencial. Ha hecho una
elección.
MAC: En el filme se percibe en la escena final que
Pereira respira de una manera que deja ver el gran alivio que siente por
haber hecho --él, hombre gris y olvidado-- la gran acción de su vida.
AT: Es como cuando alguien se ha sumergido
profundamente en el agua y al ascender a la superficie respira con toda
amplitud.
MAC: En sus libros los países que más aparecen son
Italia y Portugal, y luego, pero más como decorado teatral, la India.
¿Pero por qué tanto Portugal? ¿Usted se siente portugués?
AT: En parte sí. Una parte de mi alma es
portuguesa pero de un portugués que ha vivido en el extranjero. En mis
libros las ciudades portuguesas son una escenografía muy visual, y aun
en el último, en La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, ha
funcionado casi como la definición de Sciascia: Portugal como metáfora.
Es verdad que aquel episodio de violencia acaeció en Portugal, que lo
ubiqué en Oporto --donde no ocurrió--, pero pude haberlo ubicado en
cualquier parte.
MAC: Es rarísimo que un escritor italiano se haya
ocupado de tal modo por Portugal. Los italianos vuelven la vista mucho
más hacia Francia, Alemania, Inglaterra, aun la Europa central.
AT: A mí me atrae mucho Portugal porque es un país
con mitos fundadores poderosos. Le pongo dos ejemplos: el mito
saudadore y el mito del sebastianismo. Este último es la historia
del rey niño, que organiza una cruzada contra los moros de Marruecos. Se
destruye el ejército (y con él la elite portuguesa), el rey niño
desaparece, pero --dice la leyenda-- volverá algún día a Portugal y le
devolverá sus glorias. Estos mitos son como invitaciones para proyectar
o hacer hipótesis de nuevas creaciones culturales.
MAC: Cuando los escritores italianos escriben sobre
política existe una obsesión de regreso a los años fascistas. En sus
libros lo hallamos desde Piazza d’Italia hasta Sostiene
Pereira. ¿Por qué? ¿Qué sentimientos de culpa hay en todo esto?
AT: Es un fantasma que recorre Italia. Probablemente
sea porque se trata de una pacificación no realizada. Aun si hoy los
políticos quieren imponerla de un modo institucional, sus invitaciones
terminan siendo estériles, amén de que irritan la inteligencia y los
sentimientos de los italianos. La elaboración del luto no puede llevarse
a cabo burocráticamente.
MAC: Permítame una dicotomía que, pese a su manoseo,
resulta atractiva. Hay como decía un escritor siciliano, los escritores
nórdicos y meridionales. Usted está nítidamente en los segundos.
AT: Como espíritu sí, pero debo decir que en la
actualidad debe tenerse cuidado con estas palabras. Cuando oigo utilizar
la palabra “meridional” con cierto tinte racista, reacciono ofendido. De
inmediato. En estos años, en Italia, ha habido hombres de determinadas
tendencias políticas e ideológicas que pronuncian la palabra
“meridional” con una carga peyorativa y aun negativa. Geográficamente yo
soy toscano pero de la costa. Me siento íntimamente vinculado al
Mediterráneo y a ciudades como Pisa y Livorno. Livorno, por caso, fue
antiguamente una ciudad franca, donde llegaron los judíos, los polacos,
los desterrados griegos.
MAC: ¿Cómo nació, si la hay, su relación con la
cultura hindú?
AT: La cultura hindú no me fascina demasiado y creo
haberlo dicho de un modo insolente en ese carteo entre mi protagonista y
el teósofo hinduista en el texto “La frase siguiente es falsa, la frase
anterior es verdadera” de Los volátiles del Beato Angélico. Es un
mundo que me resulta difícil penetrar, tal vez por su excesiva
jerarquización teológica. Por demás, confieso mi ignorancia, como la
confiesa mi protagonista en su respuesta cuando dice que apenas ha leído
sobre la India un libro de la colección Que sais-je? La India me
fascina desde un punto de vista sensorial pero no desde la especulación
teológica-filosófica.
MAC: Aparte de la literatura, las dos artes que más
hallo en sus libros son la pintura y el cine.
AT: Pintura, mucho. Aunque quizá en esto existe una
predisposición natural, influyó asimismo que haya crecido en Toscana,
donde se da una educación visual a lo que uno no puede sustraerse. En
Toscana está mi infancia, los museos maravillosos, los prodigios de
Florencia, los domingos pasados en el claustro de San Marcos... Todo
esto, cuando nacemos, forma parte del equipaje de todo toscano.
MAC: Usted ha hecho historias con pintores como Paolo
Uccelo y Van Gogh.
AT: Contar un cuadro.
MAC: ¿Y el cine?
AT: El cine me dio las primeras emociones de niño; la
literatura la descubrí hasta los 14 años, siendo un adolescente, cuando,
inmovilizado por una enfermedad en el cama, mi tío empezó a darme libros
para leer.
De niño me tocó el cine del inmediato
Dopoguerra. Por primera vez se veía la verdadera Italia en la
pantalla. Hasta 1945 eso no existía. Era una Italia artificial, falsa,
de utilería: aquella de los teléfonos blancos, de la pequeña burguesía
fascista. Y de pronto los italianos se encontraron de frente con las
películas de Rossellini, de Visconti, de Fellini, de Antonioni... Yo las
veía, entendía muy poco, pero me emocionaban profundamente, no sólo por
las historias en la pantalla, sino por las reacciones del público, que
gritaba, lloraba, aplaudía. Imagínese lo que sintió un niño al ver la
escena en Roma, ciudad abierta cuando Anna Magnani corre en la
calle hacia la camioneta para tratar de salvar al amante, y alguien
grita: ¡Cuidado! ¡Cuidado!, y se oye un disparo, y otro grita: ¡Asesino!
Para un niño muy pequeño la ficción era realidad porque no entendía la
división, porque aun los adultos, a mi lado, la daban como real.
De éstos me gusta mucho Fellini, porque restituye
la vida de provincia con un humor y una imaginación originalísimos, pero
también, como reverso de la medalla, opuesto a la exuberancia felliniana, admiro la sobriedad de los filmes de Antonioni, la sobriedad
de un intelectual seco, que come sólo alimentos severos, a diferencia de
la capacidad digestiva del estómago de Fellini. Me gusta mucho Blow
Up pero también la famosa trilogía.
El cine fue quizá la primera escuela que me dio
fantasías y sueños. |