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Así me pintaron a Casiopea: cabellimedusiana,
ojidominadora, narihelénica, boquisuculenta, cuellicisnácea,
pechidelicias, cinturiavispada, caderienérgica, glutipasmante,
muslimanjares, chamorriexquisita, casquiligera, manilúdica,
carnientrona, en resumen: una muchacha inteligente. De manera que empecé
a interesarme en su poesía, y acepté que le dieran mi número de teléfono
para que me hablara.
Se puso en contacto conmigo hasta siete días
después porque andaba de viaje en Oaxaca, averiguando acerca de las
influencias de Miró y Picasso en las artesanías populares. Por la
mañana. Digo, me llamó por la mañana, y de entrada me tuteó y en vez de
decirme “señor”, me dijo por mi nombre. Ricurigualada, pensé. La cité
para las ocho de la noche en una cafetería y ella prefirió que fuera a
las nueve y en su departamento. Es más cómodo en casa, explicó, y yo me
pasé el resto del día interrogándome: ¿Hubo sugerencia en esa última
frase? ¿Había segunda intención en su timbre de voz? A mí me pareció
insinuante, me decía yo; pues a mí me sonó de lo más normal, me
respondía yo; a mí en cambio me latió a indirecta, me volvía a decir yo;
pues a mí y etcétera. Por si las dudas, y ante la inutilidad de la
dialéctica, me bañé con champú, me retoqué el bigote y me corté las uñas
de los pies. Faltando escasos dos minutos para las nueve, relajado,
jovial, enteramente vestido de blanco, oprimí el timbre de su puerta.
Tuve que esperar dos minutos exactos para que me abriera.
—¿Casiopea? —pregunté idiotamente. Bastaba
verla, enorme y hermosa como una constelación en la noche sin límites
del universo, para darse cuenta de que era ella.
Ella no tuvo necesidad de inquirir si yo era yo
porque ya me conocía por mis fotos en los periódicos, poetilaureado,
glorinacional, y porque cierta ocasión estuvo en una de mis magníficas
conferencias. Imposible, objeté, machihalagado y de paso
calenturientiarremetedor: Una mujer como tú jamás me hubiera pasado
inadvertida. Bueno, dicho sea con burlifranqueza, lo que sucedió fue que
la lectura estaba tan aburrida que se salió de la sala a los cinco
minutos. Su risa, que borboteó igual de alegre que el agua de la fuente
que tengo en mi estudio, le destapó dos hiladas de dientes salvajes,
briosos y avariciables como los de Berenice (la del cuento de Poe). Yo
sonreí con esa ferocidad humilde que uso frente a mis detractores,
pensando te voy a hacer tragar tus palabras, y sintiendo cómo mi manzana
de Adán forcejeaba con el nudo de mi corbata.
—¿Una copa, un té, un café, un vaso de leche?
¿Qué tomas? ¿Quieres oír algo de música? ¿Como qué te gusta? —ofreció
con sencillez, pero además con una dulzura y una generosidad
geishiencantadoras.
Me sirvió un infame café soluble, que era lo
único que tenía, y puso un disco en un aparato que conjeturé instalado
allá en la pieza contigua, la cual supuse sería la recámara e imaginé
eróticamente acondicionada con un vasto lecho y un morbosiespejo
duplicador efímero de los combates de la carne. Después vino a sentarse
muy cerquita, entre cojines gordos y ceniceros y dos lamparillas
tristes, la vibración de la música creando una atmósfera propicia para
las intimidades.
—Mahler —aseveré cabeciaprobatoriamente,
clasiconocedor.
—No, Prokofiev —corrigió ella sin malicia,
modesta y sensata como el mundo en tiempo de guerra.
Bueno, al grano. Le pedí, no sin energía, que me
leyera algunos de sus poemas, y mientras ella recitaba unos torpes y
horribles versos más cercanos al panfleto revanchimujeril que a la
poesía, yo me la figuraba mugiendo de placer y sucumbiendo al empuje de
mi irrefrenable voluptuosidad. Luego que terminó de leer cuatro cinco de
sus mamarrachadas rencorosas, levantó hacia mí el fulgor de sus ojazos y
me miró, paciente y plácida como una esposa o una vaca. Le dije,
fingiendo un claro y definitivo entusiasmo intelectual, que era
admirable su intuición poética, envidiable su síntesis expresiva,
espléndida su riqueza de vocabulario, magníficas y certeras sus
metáforas, estupendas sus imágenes, asombrosas su precisión, su
frescura, su vitalidad, y agregué, virando de tesitura, con pericia y
cálculo de viejo lobo de amar, que asimismo resultaban impresionantes la
amargura y la honda soledad que semejantes a liebrecitas perdidas
saltaban de esas laboriosas líneas, ah, cuánta tristeza se adivinaba en
ellas, cuánto sufrimiento, cuánto desamparo, se notaba que a la inocente
criatura le había ido muy mal en su trato con los hombres, que sin duda
confundidos por los valores aparentes y pasajeros de lo externo, oh
lamentable ceguera masculina, ninguno había sabido hallar, vamos, ni
siquiera sospechar el prodigioso universo espiritual, el caudal humano
que albergaba en el interior de Casiopea. “Una mujer es un ser que ha
encontrado su propia naturaleza. Tú la buscas. Eres virgen”, declamé
citando a Giraudox.
—Entonces, ¿tú crees...?
Claro que sí, cachorrita ingenua, ella lo que
necesitaba era un hombre que la ayudara a encontrarse consigo misma, un
maestro, un guía, un varón solícito, maduro, cariñoso, tierno,
comprensivo, experimentado, carilascivo, gestibabeante, aquí me tienes a
tus pies rendido y mi rodilla nunca tocó el suelo, yo te haré penetrar
en los arduos mitos de Pound, sólo tienes que ser boquifuente para mi
sed; yo te develaré el misterio de las catedrales, sólo tienes que ser
pechiabrevadero para mis fatigas; yo te enseñaré a recorrer todos los
caminos proustianos del amor, sólo tienes que ser caderiensamble para
mis noches inciertas; yo te conduciré por los laberintos lingüísticos de
Joyce, sólo tienes que ser carnientrega conmigo, mamacita, yo haré de ti
una gran poeta, yo te haré mujer.
—Creo que ya se rayó el disco —pretextó
zafándose de mi asalto mortal y yéndose a buscar el refugio de la pieza
contigua, de seguro con el fin de arreglar el vasto lecho y conectar
alguna luz indirecta y rociarse una gota de perfume en las orejas. Es
cierto que a mi edad ya la carne es débil, y que una mujer como ésta
requiere de los máximos esfuerzos, pero siempre quedan los recursos de
la técnica y la sapiencia, no en balde ha vivido uno tantos años. La
sentí regresar, pasos morosos, pies sobre nubes. Miré hacia arriba: sus
labios adelgazados en una íntima sonrisa que acentuaba aún más la
severidad desvalida de su belleza.
—¿Sabes qué, poetiglorioso?— masculló
imponiéndome su fiera estatura y conteniendo a duras penas el
enronquecimiento pasional de la voz—. Estoy harta de los imbéciles, de
los enanos ridículos como tú.
Y envalentonada ante mi caballerosa
estupefacción, metamorfoseada en energúmena, me llamó piltrafa miserable
y andrajo de porquería y pedazo de estiércol y gusano y piojo y
cucaracha y rata de albañal y sapo inmundo y araña grasienta y así hasta
que me acabé el café y el cigarro y me incorporé y me fui, no sin antes
advertirle que con esos modos no iba a llegar a ninguna parte. No hace
falta decir que más tardé en irme que en perdonar a esa pobre muchachita
víctima de los tiempos pretenciosamente feministas que corren. El perdón
es un don natural que nos da la estirpe. Aunque eso sí, juro por Júpiter
trinchador de sirenas que la tal Casiopea no estará incluida en mi
próxima antología ni obtendrá jamás la Beca. |
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Agustín Monsreal (Mérida,
Yucatán, México, 1941)
Inicia su carrera
literaria con la publicación del libro colectivo 22 Cuentos 4 Autores
(Punto de Partida, UNAM, 1970) y con la obtención del Premio
Nacional de Cuento patrocinado por el INJM. En 1978 es
finalista del Premio Nacional de Poesía Aguascalientes con el libro
Canción de amor al revés (Ed. La bolsa y la vida, 1980) y se le
otorga el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí por el volumen
Los ángeles enfermos (Ed. Joaquín Mortiz, 1979). En 1982 es
galardonado en el XIV Certamen Nacional de Periodismo por su columna
Tachas del periódico Excelesior. Y en 1987 también obtiene el premio
Antonio Mediz Bolio con el libro La banda de los enanos calvos
(Ed. Lecturas mexicanas No. 83, Segunda Serie, 1987). También tiene publicados los
títulos de poesía Punto de fuga (Cuadernos de Estraza, 1979),
Cantar sin designio (Ed. Col. Molinos de Viento, Serie mayor,
Poesía, UAM, 1995) y de cuentos cazadores de fantasmas (Ed.
Práctica de vuelo, 1982), Sueños de segunda mano (Ed. Folios,
1983), Pájaros de la misma sombra (Ed. Océano, 1987), Lugares
en el abismo (Ed. García y Valadés, 1993), Infierno para dos
(Ed. Textos de Difusión Cultural, Serie Rayuela, UNAM, 1995),
Diccionario de Juguetería (Ed. Aldus, Col. La Torre Inclinada,
1996), Las terrazas del purgatorio (Ed. Plaza y Janés, Col. Ave
Fénix, 1998), Tercia de ases (Ed. FCE, Col. letras mexicanas,
1998) y Cuentos para no dormir esta noche (Ed. Secretaría de
Cultura del Gobierno de Jalisco, Col. Hojas Literarias, Serie Cuento No.
27, 1998). Son famosas
sus cuatro columnas de cuento semanal escritas en el diario Excelsior:
Tachas, Gato encerrado, Barril sin fondo y Purgatorio, la de cuento de
Revista de Revistas y la de Varia Invención en La Cultura en México.
Colaborador habitual de revistas y suplementos culturales, traducido al
inglés y francés, este autor forma parte del Consejo de Redacción de las
revistas El Cuento, Tierra Adentro y Fronteras, además del Concilio de
Ficticia. En 1971-72,
es becario del Centro Mexicano de Escritores; por más de 25 años dirige
uno de los talleres de cuento más importantes de México; en 1996 se le
vuelve a otorgar el premio Antonio Mediz Bolio, en esta ocasión por su
trayectoria literaria; y en 1998 se instituye en la Ciudad de Mérida el
Premio Nacional de Cuento Agustín Monsreal, el cual, por su magnífica
acogida, se instituye a partir del año 2000 como Premio Iberoamericano
de Cuento Agustín Monsreal. Desde 1996
es miembro del Sistema nacional de Creadores de Arte, y en 1999 es
galardonado con la medalla Yucatán, máxima distinción que otorga el
gobierno del Estado de Yucatán. En el sello
editorial Laberinto Ediciones ha publicado La banda de los enanos
calvos (2008), Diccionario al desnudo. No ilustrado (2009) y
Desde el vientre de la ballena (2010), que forman parte de la
Biblioteca Monsreal, que incluirá la totalidad de su obra. |