REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências


Nova Série | 2011 | Número 21

 
 

 

 

ANDRÉS GALERA

 

Mariano de la Paz Graells

y la naturaleza útil

 

                                                                  
 

EDITOR | TRIPLOV

 
ISSN 2182-147X  
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Dir. Maria Estela Guedes  
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Aplicando un mínimo razonamiento biológico, resulta evidente que para sobrevivir cualquier organismo necesita hallar en la naturaleza cierto grado de utilidad. El género humano no es ajeno al hecho y, al hilo de su desarrollo cultural, hizo de la necesidad virtud albergando la ególatra actitud  de controla el mundo a su antojo. Como escribe Bertrand Russel en The scientific Outlook, al desvelar el secreto funcionamiento de la máquina natural surge la posibilidad de manipularla. Es el poder de la ciencia. El camino, sirva sólo de ejemplo, se describe en la Biblia, donde no faltan buenos consejos que hemos seguido al pie de la letra: <<poblad la tierra y someterla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y cuantos animales se mueven sobre la tierra>>, proclama a los cuatro vientos el libro del Génesis (1, 28). En tiempos modernos el precepto religioso es paulatinamente remplazado por el dictamen de una comunidad científica autosuficiente, soberbia y sin freno. La biología es deudora de este pragmatismo, y en su historia el adjetivo útil se escribe en mayúsculas convertida en un instrumento al servicio de la humanidad. Fascinado por la zoología aplicada, el naturalista Mariano de la Paz Graells fue un cualificado representante del modelo. Él comprendió, participó, y propagó la idea en una España decimonónica políticamente inestable. Por las venas de este idealismo científico corre sangre francesa insuflada por el colega Isidore Geoffroy Saint-Hilaire desde la Société Zoologique d’Acclimatation, cuyo programa encerraba la vieja ambición de convertir la historia natural en un saber también práctico, no sólo empírico y razonado, subyugando la vida terrenal para dotar a la humanidad de nuevos recursos y riquezas. Deseo compartido por Mariano, que no dudó en alentar el poder del hombre sobre la naturaleza.

 
 

 

 

 

 

 

 

Mariano de la Paz Graells junto a su perro Curicus

 

PEDRUSCOS, PLANTAS Y ANIMALES

 

Nació Mariano Graells un 24 de enero de 1809 en la riojana localidad de Tricio. Estudió medicina en Barcelona, trasladándose a Madrid el año 1837 para poner orden en el Museo de Ciencias Naturales. Instalado en la capital supo capear con tino los sucesivos vaivenes políticos propios del siglo que le tocó vivir, convirtiéndose en una figura indiscutible, y discutida, de la ciencia española. Para nuestros intereses resulta oportuno comenzar repasando la nota necrológica escrita por Graells recordando a su amigo el doctor Marcelino Andrés y Bernat. Entre otras anécdotas, el relato recoge la disputa mantenida sobre los beneficios que la entomología aportaba al quehacer humano. La localidad de Caldas de Montbuy fue el escenario. La fecha, el verano de 1827. Marcelino tuvo el atrevimiento de preguntar a Mariano por su diario, y diríase infructuoso, pasatiempo de recoger insectos. Abrumado por la respuesta, el médico sintió la vergüenza de su ignorancia acerca del beneficio obtenido por el hombre de tan minúsculos seres. Desconocimiento comprensible teniendo en cuenta que entonces, principios del siglo XIX, apenas existían en España instituciones dedicadas al estudio de la naturaleza. Conocimiento que cada cual aprendía por su cuenta en los manuales y en el campo. La historia natural era entonces una disciplina capitidisminuida, carente del organigrama institucional necesario para vertebrar a cualquier comunidad científica tanto en su faceta docente como investigadora. Ser naturalista era nadar contracorriente; era un reto a construir en primera persona, sobre la experiencia propia de leer libros y observar piedras, plantas y animales sin finalidad aparente. La situación no había mejorado cuando, interinamente, en 1837 Graells ocupa la cátedra de zoología en el antiguo Gabinete de Historia Natural. El establecimiento madrileño ilustraba el fracaso científico de la época. Si el catedrático no mentía, el Museo estaba hecho unos zorros, abandonado a su suerte, en total desorden, sin fondos y olvidado por el gobierno. Sus riquezas permanecían huérfanas del talento humano: amontonadas, mal clasificadas o pendientes del trámite, cuando no perdidas por el descuido. Las adversas circunstancias chocaban frontalmente con la seguridad, la protección y el orden disfrutados por Graells en su precedente empleo como catedrático de zoología y taxidermia de la barcelonesa Academia de Ciencias Naturales y Artes. Organizar fue prioritario en su nueva etapa. Recuperado el orden, será el momento de enseñar y propagar la historia natural en aras de construir élites de estudio, de trasmitir a los jóvenes la pasión por la naturaleza formando individuos que practiquen la disciplina en todos los rincones de un país bendecido por un entorno natural único pero olvidado por aquellos a quienes sustenta. Cuestión de idiosincrasia. Este imaginario programa docente fue un hablar en voz alta expresando buenos deseos y mejores intenciones hasta la reforma educativa surgida del plan de estudios promulgado en 1845. La historia natural se incorporaba a la universidad, creándose los institutos de segunda enseñanza con la obligatoriedad de impartir la materia y fomentar el coleccionismo naturalista. El compromiso ideológico de Graells con las líneas directrices del proyecto resulta meridiano y, si nos dejamos influir por su visión optimista de los hechos, deberíamos convenir que se erigieron cátedras de historia natural en todas las universidades, institutos y colegios; que el objetivo era formar naturalistas preparadores para prestar servicio en los distintos establecimientos; y que los profesores excursionarían recolectando objetos para formar museos en cada localidad. Pedruscos, plantas y animales, abarrotarían los anaqueles museísticos descubriendo las riquezas naturales. La cartilla doctrinal del revolucionario programa educativo también paso por las manos de Graells quién, instado por la Dirección General de Instrucción Pública, redactó la Guía del naturalista recolector. La guía era un compendio de consejos prácticos destinados a desarrollar el coleccionismo entre los futuros militantes de la secta natural, quienes debían aprender no sólo qué y cómo recoger las muestras sino también que las excursiones permiten enriquecer la ciencia con nuevos estudios y observaciones. Catalogar la naturaleza no excluía pensar en ella, y ambas tareas colaboraban necesariamente en la infinita labor de conocerla. La bonanza política no duró lo suficiente, y quienes contribuyeron a tan útil obra fueron relevados de sus puestos. La estructura docente se mantuvo pero la guía quedó archivada, inútil, durante varios lustros, hasta 1869.

La frase <<Váyanse formando sucesivamente muchos catálogos de los objetos que produce nuestro suelo, que de ellos resultará el índice general de la historia natural española>> (Graells, 1846, p. vi), es un latiguillo ideológico que fustiga injustamente la memoria de nuestro personaje aunque le pertenezca sin ambigüedades, pero como prestigiosa pieza curricular. Conozcamos los motivos. En 1849 Graells integró el comité de naturalistas formado para describir la gea, la flora y la fauna nacionales -Comisión del Mapa Geológico Español se denominó posteriormente-, y desempeñando esta misión plasmó singularmente la labor de recoger materiales que contribuyesen al conocimiento de la fauna española. Cabe suponer que este conocer fuese una de sus mayores aspiraciones. Buen ejemplo de dicho quehacer es su obra Fauna mastodológica ibérica; un tratado sobre mamíferos peninsulares que hubiera sido de mayor utilidad de haberse publicado cuando se redactó, pero el manuscrito fue relegado al olvido, casi cuatro décadas, hasta que la benefactora Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales tomó partido editándolo el año 1897. Tarde e indiferente vio cumplidos los deseos del implacable recolector que fue: inventariar un mundo desconocido. De los tantos trofeos obtenidos en tan sui géneris safari nacional el más popular es la mariposa Graellsia isabelae. Especie desconocido hasta entonces. El lepidóptero se convirtió en objeto de deseo cuando el naturalista Juan Mieg comunicó el avistamiento en los alrededores de Madrid de un ejemplar, supuestamente, perteneciente a la especie americana Saturnia luna. La historia la cuenta Graells en los anales de la francesa Société entomologique. Once años duró su peregrinar por los agrestes parajes de la sierra de Guadarrama buscando la Saturnia americana. La naturaleza ocultó celosamente el secreto hasta la primavera de 1849, cuando pudo capturar un ejemplar ignoto diferente de la Saturnia luna imaginada por Mieg. La historia cuenta que paseaba con su perro Curicus por los alrededores del pueblo de Peguerinos cuando de improviso el can se paró en seco señalando un extraño ser volador. Era una mariposa admirable por su belleza. La bautizó Saturnia isabelae, en homenaje a la reina Isabel II. Como era de esperar, el cuento de la mariposa terminó felizmente. Ni corta ni perezosa, la soberana testimonió sus simpatías haciéndose engarzar un ejemplar a modo de gargantilla. Así, el hermoso lepidóptero paseo por palacio embelleciendo a su graciosa majestad. Utilidad poética.

 
 

 

 

Graellsia isabelae

 

DOMESTICAR LA VIDA

 

<<¿Qué provecho, qué bienes sacaría la sociedad de nuestros estudios si estos se limitaran a satisfacer la curiosidad del sabio>>?, preguntaba públicamente Graells en la madrileña Academia de Ciencias justificando la obligada orientación práctica de la ciencia en beneficio de la vida humana. Diríase que sobre el conocimiento básico, los principios que mueven el mundo, echa raíces el progreso social fundamentado en un hedonista modelo científico capaz de aumentar los goces de la vida satisfaciendo las demandas del hombre. Para los zoólogos la cuestión se resuelve en términos de amansar, domesticar y aclimatar animales salvajes moradores de lugares remotos. Doblegar la indómita naturaleza es el lema. La parisina Sociedad zoológica de aclimatación el buque escuela y el naturalista francés Isidore Saint-Hilaire el líder incondicional. Al sui géneris entender de Graells dicha sociedad constituía una asamblea de hombres buenos, sin fronteras sociales, políticas, geográficas ni religiosas, empecinados en aprovecharse de la naturaleza con el filantrópico deseo de asegurar la subsistencia de la humanidad y socorrer sus necesidades. Para alcanzar tal fin estos desinteresados individuos laboraban urbi et orbi connaturalizando especies e intercambiando logros buscando el bien de sus semejantes. El espacio elegido donde concretar este bienaventurado proyecto serían los zoológicos y jardines botánicos del mundo entero, convertidos en parques de aclimatación para adecuarlos al signo de los tiempos y avanzar en la gloriosa tarea de manejar a voluntad el orden natural colocando las ciencias naturales al nivel de las más útiles para el hombre.

La crisis política que aquejó a España durante los años 50 retrasó la actividad de Graells como delegado de la Société zoologique d’acclimatation. Fue en 1857 cuando el gobierno atendió su indicaciones sobre la conveniencia de instalar un zoológico en el Real Jardín Botánico de Madrid e iniciar un novedoso programa de aclimatación, como ocurría en otras partes de Europa. Así, el otrora refinado recinto botánico, a cuyo ingreso se hacía observar estricta etiqueta, las señoras aliviadas de mantilla y los caballeros de capa, amen de prohibirse la entrada a la chiquillería, gente de mal vestir y perros, se pobló de extravagantes y malolientes animales. Los reyes se mostraron solícitos con el establecimiento, la prensa noticiaba sus actividades y el público visitaba el establecimiento atraído por los nuevos inquilinos. Procedentes de América llegaron guanacos, maras, coipús, chinchillas, berniclas, y el venerado cisne de cuello negro. El negocio hubo de ampliarse y los terrenos de la Casa de Campo acogieron las instalaciones de un segundo parque donde pululaban a sus anchas los patos, gansos, cisnes, pelícanos, gaviotas, flamencos, faisanes, perdices, pavos, avestruces, y dromedarios. La fiebre aclimatadora se expandió por la sociedad madrileña. Hasta los pajareros ampliaron el negocio. El cantarín canario competía ahora con aves exóticas a la hora de hacer arrumacos al cliente. Los indicios eran inequívocos, la historia natural dejaba de ser un entretenimiento de curiosos mostrando su cara oculta de progreso y bienestar. El proyecto tuvo su oportuno reglamento, elaborado ex profeso por Graells para diseminar la aclimatación por toda España. El futuro sería expansivo creándose una red de sucursales territoriales tuteladas desde el jardín zoológico, convertido en epicentro del programa zootécnico. Un organigrama geográfico plural que permitiría ampliar el abanico de actuaciones y potenciar los ensayos al amparo de la iniciativa privada, con particular interés por la introducción de especies cinegéticas y piscícolas. Todo fue inútil, el reglamento, que en enero de 1865 estaba redactado pero no impreso, no sería necesario. Los cambios políticos dieron al traste con la aventura científica.

El testimonio del díscolo botánico Miguel Colmeiro, regidor del Real Jardín, contradice la idílica visión del maestro. A su entender, el honor botánico fue mancillado por estos invasores de dos y cuatro patas que arruinaban el vergel desnaturalizándolo. Los animales usurpaban agua y espacio, se comían  las plantas, infestaban la atmósfera del recinto con su porquería y sustraían recursos humanos y pecuniarios descuidándose lo principal: las plantas, favoreciéndose lo advenedizo: los bichos. Connaturalizar animales estaba fuera de lugar en el santuario verde. Cualquier otro lugar serviría, la escuela de agricultura por ejemplo. ¡Que daño produce la ignorancia!, imaginamos pensando a don Miguel cuando el año 1869 pudo desbaratar el tinglado. Por su gusto no hubiera durado tanto si el comisario responsable del tema hubiese compartido su opinión. Cedidos a la municipalidad, la troupe terminó emplazado en zoo aledaño del parque del Buen Retiro; convertido en casa de fieras para solaz entretenimiento de niños y acompañantes felices de ver saltar las monas, ironizaba Graells. Pero el desaguisado había comenzado antes, cuando el otoño del 68 la hueste revolucionaria antimonárquica, alzamiento conocido como La gloriosa, alcanzó la sede de la Casa de Campo. No dejaron títere con cabeza. Los pocos supervivientes dieron igualmente con sus huesos en el Retiro. Aquí reunida, la tropa zoológica servirá a la ciencia al menos póstumamente, cuando sus cadáveres lleguen a las hábiles manos de los profesores del Museo. Anatómica utilidad post mórtem.

La piscicultura fue otro de los charcos científicos chapoteados por Graells en su afán de calibrar los recursos naturales ofertados por el mundo animal. Gracias al apoyo regio las dependencias acuáticas del Real Sitio de San Ildefonso devinieron piscifactorías. Serían el escaparate nacional para quienes deseasen aprender y fomentar una lucrativa industria piscícola. Finalizaba 1867 cuando todo comenzó. Al año siguiente, millares de especimenes crecían en los lagos del recinto y repoblaban las empobrecidas aguas de los arroyos cercanos. Principio y final de un proyecto que la vandálica devastación de La gloriosa tampoco respeto, y cuya primera piedra fue la publicación de un Manual de piscicultura escrito por Graells para popularizar la aplicación de tan útil materia zoológica. El texto es un volumen compilatorio de saberes, propios y ajenos, analizados comparativamente. La Biblia en verso sobre <<el arte de hacer producir a las aguas como la agricultura a las tierras>> (Graells, 1867, p. 119). En él la ciencia aplicada transforma el medio acuático en un espacio fértil regulado por el hombre. La pesca ampliaba su horizonte posibilista dejando de ser el tradicional arte de destruir sin producir derivado de la mera captura de ejemplares. Creada en 1865, la Comisión Permanente de Pesca será el referente institucional donde Graells, era vocal científico, actuó con el firme propósito de desarrollar la cría y propagación de los productos marinos. La encomienda de la Comisión le llevó a inspeccionar las piscifactorías del litoral francés alcanzando también los establecimientos suizos. En precisas y razonadas memorias se recogen los adelantos teóricos y prácticos de un ramo que en el extranjero estaba en ebullición. Si la acuicultura española no obtuvo mejores resultados no fue por su culpa. A instancias de los comisionados, esta mar domesticada tuvo un espacio expositivo nominado Museo de la Pesca. Situado en el Museo Naval, fue ideado como escenario para la industria marítima. Entre redes, cebos, aparejos, conservas, y toda la gama pesquera, la historia natural mostrará una faz radicalmente pragmática. Lo explica Graells, y sabemos que nunca se pretendió formar otro gabinete naturalístico. La muestra representaría un abanico zoobotánico dirigido a fomentar el conocimiento de los organismos marinos beneficiosos y nocivos para el hombre. Coleccionismo útil.

 

PENSAR LA NATURALEZA

 

En su libro Sobre la interpretación de la naturaleza el filósofo Diderot explica la necesaria convergencia entre teoría y práctica, argumenta la imprescindible complicidad de observar con pensar para desenredar la maraña de fenómenos naturales. A pesar de su mala prensa como genuino recolector, Graells también sintió esta tentación unitaria, la practicó y la enseñó. Su Guía del naturalista recolector lo demuestra. Buscar objetos no era recompensa suficiente, y tras la recolección es en el gabinete donde cristaliza la verdad coordinando y meditando las ideas y las cosas adquiridas durante el viaje. Más tarde, la hipótesis resultante se comprueba experimentalmente. Modelo científico aprendido ya en su juventud a expensas de su maestro Antonio Martí. En el siglo XIX pensar la naturaleza conlleva reflexionar sobre la idea de evolución, tarea que Graells no rehusó. Lo hizo a su modo, desenterrando fósiles y teorizando sobre el significado de estas pretéritas formas temporalmente desubicadas. En su mente, el acontecimiento evolutivo, definido como un proceso de extinción, cambio morfológico y relación genética de los individuos, fue una posibilidad cuestionada y aceptada sucesivamente bajo supervisión científica. El año 1850 se descubrían en el cerro contiguo a la madrileña ermita de San Isidro los restos óseos de un gigantesco mamífero. 10 días tardó en exhumar el cadáver ayudado por su cohorte estudiantil. Los resultados fueron incontestables: el elefante pertenecía a una especie desconocida, un habitante de otra época paleontológica, infiriéndose de la presencia de estos herbívoros la coetánea existencia de unas condiciones del terreno muy diferentes al suelo actual, <<hoy seco y árido, entonces húmedo e inundado; ahora cubierto por una vegetación miserable, raquítica y enjuta, y en aquellos días alfombrado por otra abundantísima, jugosa y probablemente gigantesca>> (Graells, 1850, pp. 572-5). En aquel entonces, la ribera del Manzanares había incubado una población animal y vegetal distinta, y dictaminar su desaparición en tiempos remotos era un paso obligado y necesario para adentrarse por los vericuetos del evolucionismo biológico. Luego vendrán preguntas más exigentes: ¿cuál fue la causa de su desaparición?, ¿qué relación mantienen con la flora y la fauna vigentes? En primera instancia, la evolución no fue la idea elegida por Graells para explicar tan extravagantes e inauditas desapariciones sino el fijismo paleontológico descrito por el anatomista francés Georges Cuvier en un libro de manifiesta repercusión internacional: Investigaciones sobre los huesos fósiles de los cuadrúpedos. La extinción orgánica era un fenómeno biológico causado por reiteradas catástrofes medioambientales, inundaciones, cuya consecuencia eran cambios orográficos y la eliminación de los seres inadaptados, prorrumpiendo los supervivientes a expandirse y colonizar las zonas desabitadas al retornar las condiciones ambientales propicias.

Graells compartió esta visión geográfica, defendió la continuidad de las formas contemporáneas como los supervivientes del último diluvio, destinados por Dios a repoblar la tierra sin necesidad de que aparezcan nuevos tipos remplazando las especies perdidas. La vida era mutable por modificaciones derivadas del clima, la nutrición y la hibridación, variaciones, en cualquier caso, incapaces de consolidarse individualmente ni, consecuentemente, de desencadenar la aparición de otras especies. Renacer a partir de las cenizas de nuestros antepasados era una hipótesis admisible sólo en el idealizado pensar del filósofo; ¿Jean Baptiste Lamarck, tal vez? Conviene recordar que estamos en 1850, los albores del darwinismo, y el principio transformista interacciona aún débilmente con una naturaleza cercana para cuya comprensión no se precisa. Es sólo, y lo será por décadas, la ilusión extrema de desempolvar un misterioso pasado, temporal y científicamente distante.

Los hechos <<apoyan grandemente las doctrinas de Lamarck y las de Darwin>>, escribía Graells en la década de los setenta suscribiendo incondicionalmente las tesis de estas lumbreras de la ciencia (Graells, 1877, p. 38). ¿Esporádico cambio de opinión? No, la consecuencia de un giro ideológico de 180º consistente en leer el libro de la naturaleza de lo simple a lo complejo integrando sucesivamente los fenómenos en sus distintos niveles de complicación, desde el átomo hasta los organismos superiores. Con este enfoque la evolución es un fenómeno lógico, cierto y necesario. Ya no hay dudas sobre la diversificación de la célula primitiva hacia las múltiples formas que poblaron y pueblan la tierra; ni las habrá sobre la capacidad de la vida para orientar los organismos en la dirección correcta del medio; ni tampoco que la evolución es un cuento común visualizado durante la embriogenia, como explicaba Ernst Haeckel. Graells no lo sabe, ni lo sabrá, pero su coetáneo alemán, al compararlas, trucó las imágenes embrionarias del pez, la salamandra, la tortuga, el pollo, el cerdo, la vaca, el conejo y el hombre, haciéndolas verosímiles con su versión darwinista del desarrollo embrionario. Pero a esta altura del partido poco importa invocar en vano el nombre de Darwin, discernir si tiene o no razón, lo trascendente, como reflexiona Graells, es definir la vida como un fenómeno biológico continuo basado en la herencia de caracteres y la capacidad de los organismos para adaptarse al medioambiente desarrollando modificaciones útiles en el combate por la existencia. Ahora, adaptación y herencia se dan la mano construyendo una naturaleza cambiante de generación en generación por los siglos de los siglos. Porque la evolución es útil para sobrevivir. 

Aún se dedicaba a la enseñanza cuando el 14 de febrero de 1898, cumplidos los 89, fallecía Mariano Graells en su domicilio madrileño de la calle de la Bola. Entre sus pertenencias se hallaba una espléndida biblioteca próxima a 7000 títulos, relativos a los diversos ramos de la historia natural. La ocasión la pintan calva y hubiera hecho bien el gobierno de turno en adquirirla enriqueciendo el patrimonio universitario con un colección de libros única. Sin embargo, la ocasión fue aprovechada por un tal Felix Dames, librero establecido en Berlín, quien vendió los ejemplares por toda Europa. Tampoco los católicos salieron mal parados del luctuoso trance. La esquela impresa en el Heraldo de Madrid anunciaba que el Cardenal de Santiago, el Nuncio de su Santidad, y algunos prelados más, concedían 100 y 40 días de indulgencia por las misas,  comuniones y rosarios, aplicados al alma del difunto. Nunca el cielo estuvo tan cerca. Ocurrencias al margen, el retrato literario del personaje le pertenece al padre Agustín Jesús Barreiro en su historia del Museo de Ciencias Naturales. La frase es eficaz, concisa y lapidaria: <<Fue D. Mariano de la Paz Graells naturalista por vocación y por instinto, y su obra quedará siempre como testimonio irrecusable de una vida consagrada por completo a la investigación y a la enseñanza de la Historia Natural>> (Barreiro, 1992, p. 330). Un epitafio útil.

  BIBLIOGRAFÍA
 

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Memorias de la Comisión del Mapa Geológico, 1850-1854, facsímil, Madrid, Instituto Geológico y Minero, 2005.

 

 

 

Andrés Galera (Espanha)
Doctor en ciencias biológicas por la Universidad Complutense de Madrdi, investigador científico del CSIC y profesor honorario de la Universidad Autónoma de Madrid. Ha sido responsable del
departamento de Historia de la Ciencia (CSIC) en el periodo 2002-2006. Miembro fundacional del Grupo de Estudios Americanos (GEA). Su trabajo de investigación se desarrollado en dos áreas temáticas: las expediciones científicas en el siglo XVIII, y teoría del pensamiento evolucionista. Entre sus publicaciones se cuentan los siguientes trabajos: Evolución y cultura. Darwinismo en Europa e Iberoamérica, Madrid, Doce Calles, 2002 (en col. con M.A. Puig-Samper  y R. Ruiz); Ciencia a la sombra del Vesubio. Ensayo sobre el conocimiento de la naturaleza, Madrid, CSIC, 2003; <<El concepto biológico de naturaleza un instrumento cognitivo>>, Éndoxas, UNED, nº 19, 2005, pp. 359-371; <<La alquimia de la vida. Etienne Geoffroy Saint-Hilaire y el evolucionismo experimental>>, en E. Guedes (ed.), Numeros e outras coisas da vida, Lisboa, Apenas livros, 2006; <<Naturaleza mítica, jardín utópico>>, en E.Guedes (ed.), Jardins no corpo, Lisboa, Apenas livros, 2006; <<El significado religioso de la teoría de la evolución>>, en Macario Polo (coord.), Religión y ciencia, Cuenca, Universidad Castilla La Mancha, 2007; <<Jardins com plantas>> en J. E. Franco; A. C. da Costa Gomez (coord.), Jardins do mundo. Discursos e prácticas, Portugal, Gradiva, 2008. <<Lamarck y la conservación adaptativa de la vida>>, Asclepio, vol. LII, nº 2, 2009; <<La omnipresente selección natural>>, Endoxa,vol. 24, 2009; <<La darwiniana especie Homo sapiens>> Antropologia portuguesa, 2010. Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC. andres.galera@cchs.csic.es

 

 

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