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REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências
Nova Série | 2010 | Número 12
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En julio de 1987
viajé a Portugal, con la intención de ver el proceso electoral que se
venía desarrollando entre bombos y platillos. Cuando llegué a Lisboa, la
ciudad blanca y cuna de conquistadores, me sorprendió ver una caravana
de personas vestidas de naranja, cubiertas de pegatinas con el retrato
de Aníbal Covaco Silva y agitando frenéticamente las banderas del
Partido Social Demócrata (PSD).
Mientras era
conducido al hotel, en medio del caótico tráfico, ante mis ojos cruzaban
camionetas cargadas de megáfonos que hacían vivas a sus candidatos entre
un estruendo de voces y bocinas. En las avenidas principales, la
propaganda proselitista estaba dividida casi en partes iguales entre los
carteles naranjas del PSD y los emblemas blanco-azules de la Coalición
Democrática Unitaria (CDU), encabezada por el Partido Comunista
Portugués (PCP). |
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Maria Estela Guedes |
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VÍCTOR MONTOYA
Entre Pessoa
y la Revolución de los Claves
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Victor Montoya . Foto: Baristo Lorenzo |
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La ciudad,
que parecía nacida del abrazo del Tajo y el mar, desparramada
por las siete colinas que dominan las aguas del mar de la Paja,
tenía la fachada leprosa y los pavimentos agujereados. Esta
capital, que antes olía a jazmín y canela, a sardinas asadas a
la brasa y a café recién tostado, no olía más que a tubos de
escape y gases de automóviles, y, por las tardes, cuando los
cubos de basura salían a la calle, se observaba incluso a
personas que buscaban su comida entre los desperdicios como aves
de rapiña.
Todos los
días, cuando el resplandor rosáceo de los rayos del sol
anunciaba el ocaso, unas escalinatas y un laberinto de calles
empinadas me conducían a los barrios típicos de Alfama, la
Mauraria y el Barrio Alto; uno de los más pintorescos del casco
antiguo de la ciudad, y hasta cuya cima se debía ascender por
medio de un funicular en el que cabían pocas personas. Todo
esfuerzo valía la pena si se quería degustar un buen plato de
gambas con piri-piri cerca de la ventana de un restaurante que
permitiera contemplar las aguas glaucas del mar y ver el aire
salpicado de gaviotas.
Por las
noches, como todo visitante ansioso por vivir y revivir las
emociones más vibrantes de la ciudad, recorría las callejuelas
de Alfama. De las ventanas salían jirones de música potuguesa o
africana y de las puertas actores entrados en años. En medio de
la calle habían hombres ataviados de negro, invitando a los
transeúntes a pasar la noche en una especie de peña folklórica
llamada “fado”, donde los portugueses ofrecían un espectáculo de
su tristeza y su tragedia, a través de una viola acompañada de
un canto desgarrado y melancólico. Además, en este barrio de
vida nocturna, al igual que en el centro comercial de Baixa, que
está entre la plaza del Rocío y la del Comercio, daba la
impresión de haberse instalado el lujo en medio de la pobreza. |
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Tras los pasos de Fernando Pessoa |
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Queda claro que
estando en Lisboa se hace necesario recorrer por las mismas calles que
transitó Fernando Pessoa, un hombre enigmático y de heterónimos
diversos, que de día ejercía como traductor, más exactamente como
«corresponsal extranjero de casas comerciales», y de noche escribía
poesía, una poesía que se desdoblaba en varios autores ficticios, como
cuando un niño juega a su gusto y capricho con los personajes creados
por las aventuras de su imaginación.
Aunque sus
biógrafos coinciden en señalar que era partidario de un nacionalismo
místico, del que debía ser abolida toda infiltración católico-romano,
tenía divergencias con las ideas comunistas y simpatizaba con el orden
monárquico de una nación, pues consideraba que el sistema monárquico
sería el más apropiado para un país como Portugal, que en ese entonces
tenía bajo su control a colonias allende los mares. Sin embargo, de
haberse dado un plebiscito para elegir entre un regímen monárquico y un
Estado republicano, él estaba dispuesto a votar a favor de la
República.
Seguir las huellas
de Pessoa en Lisboa, es seguir los pasos de uno de los escritores más
grandes de la lengua portuguesa, aunque él se despidió del mundo sin
haber visto publicada la mayor parte de su obra literaria, que sigue
siendo motivo de análisis y controversias. Murió a los escasos 47 años
de edad debido a afecciones hepáticas, asociadas a una cirrosis
provocada por el excesivo consumo de “Águia Real”, un aguardiente que
hoy se bebe tanto como la poesía de quien lo hizo famoso. Por eso los
aficionados a su obra y al alcohol, están casi obligados a echarse unas
copas de “Águia Real” a su paso por las calles donde estuvo el poeta
como un fantasma enfundado en un traje oscuro, abrigo, sombrero y
gafas.
Caminar por las
calles de Chiado, que es una de las zonas más tradicionales de la
ciudad, entre el Barrio Alto y la Baixa, es respirar y escuchar los
versos de los poetas que frecuentaron los bares y restaurantes de este
barrio a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. De todos
ellos, Fernando Pessoa es quien más huellas ha dejado en las aceras. Por
eso no es casual que, con el transcurso del tiempo, se le haya erigido
una estatua de bronce hoy situada en la calle Garrett, cerca del “Largo
do
Chiado”, donde sus admiradores y admiradoras
pueden verlo sentado en su silla preferida, luciendo sus 1,73 m de
altura, con la pierna cruzada y la mano apoyada sobre la mesa, como
quien espera con insoportable paciencia la copa que solicitó alejado de
los quitasoles y consciente de que “ser poeta o escritor no constituye
una profesión, sino una vocación”. |
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La “Revolución de los Claveles” |
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En abril de 1974,
bajo la luz pálida de un amanecer, se derrumbó a la dictadura fascista
más vieja del Viejo Mundo, en menos de 24 horas y bajo la dirección de
200 capitanes, marcados por la experiencia de la guerra colonial.
Era de esperarse,
pues ya a finales de la década de los ‘60, el régimen dictatorial se
aisló y anquilosó, en un mundo occidental en plena efervescencia social
e intelectual. Entretanto en sus viejas colonias, como Mozambique y
Angola, arrastradas por los movimientos de descolonización, habían
estallado en revueltas desde principios de la década y obligaban a
Portugal a mantener por la fuerza de las armas el imperio portugués que
estaba instalado en el imaginario de los ideólogos del régimen. De ahí
que el país se vio abocado a invertir grandes esfuerzos en una guerra
colonial de pacificación, actitud que contrastaba con el resto de
potencias coloniales que trataban de asegurarse la salida del continente
africano de la mejor manera posible.
Mientras esto
sucedía en las colonias, en la capital portuguesa se abrían las alamedas
para el triunfo de la revolución de abril; una sublevación armada en la
cual no corrió sangre y que fue bautizada casi inmediatamente como la
“Revolución de los Claveles”, gracias a una mujer anónima que,
pertrechada de la flor de temporada, regaló un ramo de claveles a los
soldados que tomaban posición en las calles de Lisboa. Horas más tarde,
los millones de claves, que llegaron de los huertos y los campos
aledaños a la ciudad, fueron puestos en el cañón de los fusiles, en los
ojales de las camisas, en los jarros, cubos y latas. Así, la revolución
de abril encontró su bandera en las manos de una mujer que, besando y
abrazando a los soldados, distribuyó claveles en lugar de pitillos y
cerillas.
En la madrugada del
26 de abril, la Junta de Salvación Nacional aparece en las pantallas de
la televisión. En su primer mensaje, la Junta habla ya de la creación de
una Asamblea Constituyente, de la celebración de elecciones y de la
devolución del poder a los civiles. El pueblo festejó tres días y tres
noches el fin de la dictadura y el desplome de un imperio de siglos en
África. La alegría popular no cesó en las calles y el 1 de mayo,
autorizado por primera vez, fue el punto culminante de la revolución
esperada. Los dirigentes políticos de la oposición retornaron del exilio
y los aliados del Dictador Oliveira Salazar abandonaron el país,
seguidos por los empresarios privados.
Durante veinte
meses, los portugueses vivieron la borrachera revolucionaria. Los
campesinos tomaron las tierras y los obreros ocuparon las fábricas. Los
grandes capitalistas huyeron con el dinero a cuestas y los esbirros de
la dictadura fueron juzgados. La banca y las empresas transnacionales
cayeron a golpes de nacionalización; en otras palabras, se liquidó en
poco tiempo el latifundio y el capitalismo monopolista de Estado. Con
todo, el Portugal, que producía vagones para el Metro de Chicago, grúas
para el puerto de Nueva York y equipaba los teléfonos de Bahreim, seguía
siendo un país subdesarrollado como cualquiera de África o América
Latina.
Portugal nunca fue
una potencia, ni antes ni después de la revolución de abril. Siempre
mantuvo a una enorme burocracia parásita que vivía a costa del Estado, y
a una clase media que se modernizaba por fuera pero no por dentro.
Portugal era un país que importaba la mitad de los alimentos que
consumía, aunque uno de cada cuatro habitantes trabajaba en la
agricultura.
Sin embargo, nadie
duda de que este país crecido a orillas del mar, desde donde un puñado
de aventureros se lanzaron a conquistar África y América, haya sido en
otrora un gran imperio, pero al mismo tiempo una colonia; primero de los
ingleses y después de las transnacionales. Ahora bien, lo extraño no
estriba en que Portugal siga siendo un país capitalista atrasado y
dependiente, sino en que ese movimiento militar iniciado por los
capitanes rebeldes, al son de una canción popular prohibida por el
régimen dictatorial, haya desembocado en un proceso
contrarrevolucionario. Primero, porque eliminó del escenario político al
carismático teniente coronel Otelo Saraiva de Carvalho; y, segundo,
porque el pueblo se volvió a dividir en dos bloques que representan dos
modelos distintos de sociedad: la socialista y la capitalista.
Salir a las calles
de Lisboa en julio de 1987, era como salir a experimentar una confusa
convulsión social, donde nadie entendía a nadie. En las plazas miles de
personas organizaban mítines para respaldar a sus respectivos
candidatos; claro está, en medio de una agitación vocinglera. La
caravana que acompañaba el coche del candidato socialdemócrata, Aníbal
Cavaco Silva, iba rodeado de jóvenes embanderados en una ola de color
naranja, mientras el candidato del Partido Socialista (PS), Víctor
Constancio, caminaba seguido por una camioneta, desde la cual coreaban
sus partidarios: “¡Constancio va a pie y no en un coche blindado!”.
Cuando el líder socialista ingresó a la plaza, abriéndose paso entre la
multitud, algunas de sus admiradoras se le abalanzaron queriendo besarle
en la mejilla mientras otros intentaban mirarle de cerca y estrecharle
la mano. Y, entre vozarrones que ensordecían a cualquier humano,
Constancio levantó el puño y prometió: “No nos aliaremos con el Partido
Socialdemócrata ni negociaremos con el Partido Comunista”.
En medio de este
alboroto organizado, el Partido Comunista, dirigido por Álvaro Cunhal
desde 1961, fue la única fuerza de izquierda capaz de retener un poco el
vendaval de la derecha, con una actitud militante y eficaz. Al cierre de
las urnas, se conocía ya la irresistible ascensión al poder de los
socialdemócratas, con más del cincuenta por ciento de los votos. Este
triunfo histórico de la derecha, que por primera vez obtuvo la mayoría
desde la conquista de la democracia en 1974, implicaba el entierro
definitivo de la “Revolución de los Claveles”, la estrepitosa derrota
del Partido Renovador Democrático (PRD), del general Antonio Ramalho
Eanes, y un jaque peligroso para la oposición de izquierda, dividida
entre socialistas y comunistas.
Años después de
aquel bullicio electoral, donde los partidarios de Cavaco Silva apoyaron
el modelo de modernización marcado por el liberalismo económico, los
portugueses han vuelto a su silenciosa rutina, las contradicciones de
clase se han polarizado, las empresas capitalistas han vuelto a retomar
el control de la economía nacional y, lo que es lamentable, la
“Revolución de los Claveles” no es más que un viejo recuerdo, como
tantas otras que se marchitaron antes de alcanzar su florecimiento
total. |
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Noticias vienen, noticias van |
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En noviembre de
1987, a tres meses de mi retorno a Estocolmo, el teniente coronel Otelo
Saraiva de Carvalho, símbolo de la “Revolución de los Claveles”, fue
condenado a 15 años de prisión, por un tribunal que lo declaró culpable
de sedición contra las instituciones del Estado.
En las fotografías
de la prensa se lo veía sentado dentro de una jaula de cristal y de
hierro, en tanto el tribunal declaraba que la organización clandestina
denominada Fuerza Revolucionaria, fundadas y comandada por él, se dedicó
a realizar “actos voluntarios y violencia armada”, como atentados con
explosivos, atracos y atentados personales contra empresarios y agentes
de las fuerzas de seguridad del Estado. El tribunal también consideró
que la organización defendía el uso de la violencia para impedir un
eventual golpe fascista e instaurar el poder popular por vía de la
insurrección amada.
El encarcelamiento
de este militar carismático, que devolvió la democracia en Portugal y la
independencia en Mozambique (colonia donde nació en 1936), dividió a los
portugueses en partidarios y adversarios de la tesis de culpabilidad o
inocencia. Los que estaban a favor dijeron que el proceso judicial
contra él era un proceso político contra la “Revolución de los
Claveles”, en tanto los más reaccionarios e institucionalistas dijeron
que había que condenarlo a cadena perpetua por terrorista de extrema
izquierda. Cuando en realidad, este hombre que fue el estratega del
golpe de Estado que volteó a la dictadura fascista, debía haber sido
considerado un héroe no sólo para Portugal sino también para todo el
mundo. No en vano Saraiva de Carvalho fue homenajeado por Fidel Castro
en persona, el 26 de julio de 1975; ocasión en la cual el mandatario
cubano consideró al carismático líder militar "un héroe de la revolución
portuguesa contra el fascismo, el imperialismo y la reacción".
De todos modos,
Saraiva de Carvalho pasó varios años haciendo rayitas en las paredes de
su celda, como quien ha perdido toda esperanza de transformarse en el
Fidel Castro portugués y en el protagonista de un proceso histórico que
empezó con él y que acabó arrojándolo a la cárcel, como si hubiese sido
estrangulado por la misma criatura que él vio nacer. Por suerte, como
todo tiene su solución en esta vida, gracias a su condición de héroe del
25 de abril, se formó un amplio movimiento popular en demanda de su
indulto, a consecuencia de lo cual se abrevió notoriamente su condena y
el presidente Mário Soares le otorgó la amnistía en 1996, aun sabiendo
que Saraiva de Carvalho seguiría siendo un puntal de referencia para la
izquierda alternativa en Portugal, porque quien nació un día para vocear
las aspiraciones populares, voceando muere otro día. |
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Víctor Montoya (La Paz,
Bolivia, 1958).
Escritor, periodista cultural y pedagogo. Vivió desde su infancia en las poblaciones mineras de Siglo
XX y Llallagua, al norte de la ciudad de Potosí, donde
conoció el sufrimiento humano y compartió la lucha de los
trabajadores del subsuelo. En 1976, como consecuencia de sus
actividades políticas, fue perseguido, torturado y
encarcelado durante la dictadura militar de Hugo Banzer
Suárez. Estando en el Panóptico Nacional de San Pedro y en
la cárcel de mayor seguridad de Chonchocoro-Viacha, escribió
su primer libro de testimonio Huelga y represión (1979). Liberado de la prisión por
una campaña de Amnistía Internacional, llegó exiliado a
Suecia en 1977. En Estocolmo, donde fijó su residencia,
cursó estudios de pedagogía en el Instituto Superior de
Profesores y ejerció la docencia durante varios años.
Dirigió las revistas literarias PuertAbierta y Contraluz. Es
miembro de la Sociedad de Escritores Suecos y del PEN-Club
Internacional. Dictó conferencias en China, España,
Alemania, Suecia, Francia, México, Venezuela y Estados
Unidos. Su obra está traducida a varios idiomas y tiene
cuentos en antologías internacionales. Escribe en
publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos.
Entre sus libros, que abarcan el género de la novela, el
cuento, el ensayo y la crónica periodística, destacan: Días
y noches de angustia (1982), Cuentos violentos (1991), El
laberinto del pecado (1993), El eco de la conciencia (1994),
Antología del cuento latinoamericano en Suecia (1995),
Palabra encendida (1996), El niño en el cuento boliviano
(1999), Cuentos de la mina (2000), Entre tumbas y pesadillas
(2002), Fugas y socavones (2002), Literatura infantil:
Lenguaje y fantasía (2003), Poesía boliviana en Suecia
(2005), Retratos (2006) y Cuentos en el exilio (2008). |
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© Maria Estela Guedes
estela@triplov.com
PORTUGAL |
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