REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências


Nova Série | 2010 | Número 02

 

En esos días de lluvia, Mario se empeñaba en que quería comer buñuelos preparados por la abuela. Ella, con halagada sonrisa, consentía sin dificultad, y mandaba a la Coca a limpiar las pelusas debajo de los roperos o a ordenar el cuartito de las cosas inservibles: tal era su sistema para quedarse dueña absoluta de la cocina. En la casa tan grande, tan oscura, tan sola, yo podía elegir entre permanecer mirando cómo las manos venosas de la abuela elaboraban prolija y lentamente los buñuelos (que ella llamaba biñuelos), o irme con la Coca a verla acomodar los trastos del cuartito de las cosas inservibles. La Coca lo llamaba altillo, pero yo sabía bien, por el Pequeño Larousse Ilustrado, que un altillo no podía hallarse en la planta baja, en un rinconcito
cuya ventana daba a los límites del jardín, junto a la medianera de ladrillos, un lugarcito muy callado y húmedo donde había una plancha rectangular de hierro oxidado, unos azulejos floreados y una canilla para regar el jardín. Aunque el grifo carecía de llave y, de todos modos, nadie regaba el jardín, y ni siquiera era un jardín: no tenía plantas ni flores de cultivo, pero sí yuyos y enredaderas heterogéneas, bichos bolita, hormigas, charcos, sapos y lauchas.

Creo que yo ya tenía catorce años cuando supe cuál era el aspecto exterior de la casa. Yo casi nunca salía, y, en ese caso, iba y volvía por la misma vereda de la casa, de modo tal que sabía de memoria los edificios de enfrente pero no conocía el que me guardaba desde que nací.

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Maria Estela Guedes  
   
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FERNANDO SORRENTINO

 

Cosas de vieja

Coisas de velha

Tradução de Ana Flores

 

                                                               Fernando Sorrentino

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   

 

 


Una vez se me ocurrió no hacer otros ángulos que los rectos, sin cruzar en diagonal ninguna calle. Caminé desde la esquina por la acera de enfrente. Por la izquierda superaba verjas de alambre o de hierro y confusas vegetaciones; por la derecha, cada tantos metros, se renovaba un árbol prisionero en un cuadrado de tierra. En primavera y en verano las ramas se juntaban en el cielo, y el sol pasaba apenas, en retacitos, como a través de un inquieto y fresco cedazo. Pero ese día era invierno y era el atardecer. Tan triste todo, con un vientecito desganado, mudo, la calle vacía y esas lucecitas, que salían ya como apagadas de salas de techos altísimos. No sé por qué, me daban como unas ganas de llorar, y en seguida pensé en Mirta, una chica, mayor que yo, que estudiaba en mi colegio. Yo estaba sobre mosaicos azules y blancos —uno blanco y otro azul—, con nueve cuadraditos en sobrerrelieve, y una página sucia de El Gráfico iba a volarse a caballo del viento. La pisé a tiempo y, sin inclinarme, leí “Musimessi, figura en Newell’s”. Lo liberé, y el papel salió arrastrándose con un gemido áspero, y fue a encallar en el agua servida. ¡Qué lúgubre, mi casa! Apenas si se veía. Enredaderas mustias y oscuras cubrían la verja negra y oxidada; detrás, palmeras grises, pinos descascarados y el omnipotente gomero ni dejaban asomar la osamenta opaca de nuestra casa, cuyas paredes eran mapas de grietas y manchas. Pero contra el cielo blanco se recortaba el puntiagudo techo a dos aguas, techo de tejas que habían sido rojas y ahora eran violetas o del color del barro.

En la casa había también un altillo, pero como en él dormía la Coca, ya no era altillo sino dormitorio; aunque la abuela lo llamaba el cuarto de la muchacha (y además decía tránguay por tranvía y botines por zapatos, y el subte de Primera Junta para ella era siempre el Anglo). A mí me gustaba esa piecita con el cielo raso en V invertida y gruesas vigas de madera oscura. Sobre un banquito de cocina señoreaba una radio muy antigua, muy alta, muy poco audible, en la que cada noche ella escuchaba el radioteatro de Radio El Mundo. Usurpaba media habitación un inmenso ropero de caoba, de tres cuerpos, con un espejo ovalado. Al abrir la puerta, sujetos con chinches, estaban: Gardel, vestido de gaucho celeste; Robert Taylor, de cowboy; y Ángel Magaña, de saco y moñito; también una estampita de la Virgen de Luján y otra de Ceferino Namuncurá. De la pared colgaba una fotografía coloreada (el día de su casamiento con Ricardo), donde la Coca casi no era la Coca, con ese peinado tan alto y esos labios tan rojos y tan finitos.

Sobre el mármol de la mesita de luz había un frasco de agua de Colonia y una barrita de azufre.

Sin embargo, lo mejor del cuarto era una ventanita circular, como si fuera un ojo de buey, que se abría, por mitades, en dos vidrios rosados.

Por eso, cuando se decía que la Coca iba a limpiar el altillo, significaba, en realidad, que iba a ordenar el cuarto de las cosas inservibles. Mucho le agradaba a la abuela que Mario le pidiese buñuelos, no tanto porque le gustara prepararlos, sino más bien porque así recuperaba un poco de la importancia que tuvo en otros años, cuando era ella quien dirigía todas las cosas de la casa, cuando todavía no habían empezado a dejarla a un lado. Claro que, como chocheaba (arteriosclerosis, ochenta y seis años), no era injustificado que tuviese manías, no era extraño que se confundiese y olvidase, no era censurable que a veces mintiera o inventara. El doctor Calvino afirmó que eran cosas de la edad; para ello no existía solución científica y simplemente había que admitir la situación tal cual. Sea como fuere, de todos modos la abuela era adorable y no molestaba a nadie. Pasaba las tardes de otoño e invierno con una pañoleta en las rodillas y una bufanda en los hombros, hamacándose en la enorme mecedora, que, sin embargo, perdida en la interminable sala empapelada de flores lilas y pájaros verdosos, parecía pequeña. Allí, con las manos entrelazadas, pensaba quién sabe en qué, mirando a través de la mesa negra y ovalada, cubierta siempre por una carpeta cruda tejida al crochet. Cuando no, limpiaba todos los objetos metálicos de la casa hasta darles un brillo enceguecedor, y ese brillo era como un escándalo entre cosas tan opacas y melancólicas. Yo solía buscarle candelabros de bronce o fruteras de plata, pero Mario me lo prohibió, considerando que así estimulaba el desarrollo de algo que podría denominarse manía. De cualquier manera, ahora que los días eran más templados, a la abuela se le había dado por vagar al atardecer por los rincones inexplorados del jardín, que lo eran casi todos; se sentaba, bien lejos de la casa, en una sillita de paja, hasta que al fin la Coca salía a buscarla y la obligaba a entrar, porque podía ser muy peligroso el rocío del anochecer. Convencerla de que se quedase en la sala era difícil, y cada día pasaba más horas en el jardín, generalmente cerca de la estatua destruida. El doctor Calvino aconsejó que se la dejara hacer su voluntad, pero cuidando de que no tomase frío, debido a la endeblez de sus bronquios.

Era cosa de no creer que, la noche de la tormenta de Santa Rosa, cuando Mario se levantó para asegurar las persianas, la abuela ambulara por el jardín, bajo la lluvia y agitada, tenue planta como era, por el viento helado y furioso. El doctor Calvino diagnosticó pulmonía, y, ahora, a la chochera se agregó la fiebre, y la abuela empezó a delirar con los hombrecitos. ¿Los hombrecitos? Sí, los hombrecitos vestidos de calzón amarillo y chaqueta roja, que se empinaban sobre botas negras y muy altas, que se cubrían la cabeza con un bonete azul de terciopelo. Era inútil que la interrumpieran con la noticia de que Telma había tenido mellizos, o que tía Marcelina le mostrara las sábanas que acababa de bordar. La ciudad de los hombrecitos se llamaba Natania y constaba principalmente de bosques, torres y puentes; la ciudadela del rey y los tres ministerios estaban custodiados por leones alados y por toros con cabeza de águila.

“¿Por estatuas de leones y de toros?”. No, por leones y por toros de carne y hueso. El doctor Calvino puso esa cara tan especial que asumen los médicos amigos de la familia, y la casa fue paso obligado de remotos parientes, solidarios en la desdicha que ya llegaba. Cuando la sutil vidita de la abuela se acabó del todo, llegaron los de la funeraria con los absurdos ornamentos con que se recibe a la muerte. La capilla ardiente se erigió en la sala donde la abuela lustraba metales, y las manijas del ataúd brillaban casi como si ella misma las hubiera bruñido. Las dos hermanas casadas y la solterona la rememoraron joven, siempre tan guapa y dispuesta, y tíos escribanos o abogados consumían café y coñac, y calculaban las posibilidades de Balbín-Frondizi frente a las de Perón-Quijano. Toda la noche contemplé rostros sucesivos (y a veces
pensaba en Mirta) y, desertando del velorio, me interné en la maraña del jardín, entre rugosas palmeras y campanillas azules que se morían apenas se las arrancaba. Lloré, aunque despacito, de sólo recordarla por allí, con sus anteojos y su abrigo negro.

Mario permitió que la Coca, que estaba separada del Ricardo aquel de la foto coloreada, llevase a vivir consigo a un novio o cosa así, ahora que no estaba la abuela para escandalizarse. Resultó ser un individuo torvo, de poco pelo, malas maneras y ninguna palabra. Durante la primera semana, al volver de no sé dónde, siempre más o menos a la misma hora, pasó las tardes observando por la ventanita circular hacia la casa de enfrente. El sábado mostró poseer un perverso espíritu innovador: empezó a introducir toda clase de modificaciones y, con la venia de Mario, se ensañó en revolucionar todas las cosas, que estaban tan bien como estaban.

Proyectó comenzar con el jardín, nada menos: cortar malezas, sembrar césped, cultivar flores. Y entonces el jardín no sería otra cosa que un jardín, es decir, una cosa lisa y limpia y clara, y no un lugar misterioso y secreto. Yo ya no podría pensar y jugar en el rinconcito formado por la palmera más gruesa, el cerco de ligustros desordenados y la estatua tumbada y rota, cubierta de musgos y líquenes, como diría el manual de Botánica de primer año. Alrededor del pedestal de la estatua los yuyos habían crecido hasta ocultarlo por completo, pero debajo — si es que alguien lo podía levantar, ya que era pesadísimo— la tierra era plana y apelmazada en un círculo perfecto, y era en el círculo donde estaban los primeros accesos de comunicación. Hacía mucho tiempo que ese bloque de mármol estaba perdido en el jardín: ELISA Y MARIO, declaraban un corazoncito y una flecha medio borrosos, y Mario hacía más de veinte años que era viudo.

El perro de los vecinos retrasó el plan del novio de la Coca. Ladraba y lloraba día y noche; era un perro estúpido e insoportable y, en efecto, él no pudo soportarlo: en un rasgo muy típico de su manera de resolver los problemas, le arrojó carne envenenada por encima de la medianera. Los vecinos —que también, aunque por otras razones, eran gente desagradable— formularon la denuncia a la policía, y él tuvo que pasarse dos días en la comisaría. Al volver, prefirió remozar el interior de la casa. Ya Mario estaba muy viejo y no influía en absoluto; era un trasto más que, en lugar de ocupar un sitio en el cuartito de las cosas inservibles, lo ocupaba en la biblioteca: con esmerada caligrafía antigua, en un cuaderno escolar copiaba —¿por qué?, ¿para qué?— poesías románticas o altisonantes. Pero las semanas iban pasando, y el sujeto ya terminaba de renovar y pintar toda la casa, unos colores cada vez más claros y luminosos, y en seguida atacaría el jardín. Empezó a limpiarlo avanzando en un círculo cuyo centro era la casa.

Cierto que faltaban muchos metros hasta la estatua, y que aún me quedaba algún tiempo para conversar y enterarme de otros detalles. Mientras tanto, él arrancó las primeras malezas, eliminó las latas y las piedras que se habían acumulado a través de más de veinticinco años de desidia, mató infinidad de sapos inocentes, y trazó así la primera vuelta del círculo. Por suerte, día a día el avance se hacía más lento, pues las nuevas circunferencias eran cada vez mayores. En el colegio yo me hallaba nerviosísimo pensando que ya estaría llegando al pino Julio (mirándolo desde un ángulo muy preciso, los nudos rezaban JULIO), y, en efecto, había llegado: la tierra ya estaba perfectamente desbrozada y alisada a su alrededor. Ellos ya habían comenzado una ordenada migración y, aunque me debían el aviso, nunca consintieron en decirme a dónde irían a instalarse. Para peor de males, el domingo se privó de su habitual tertulia y partida de billar con sus amigos, esos tipejos del café, seres de pucho en los labios, y permaneció en el jardín tomando mate con la Coca y leyendo las mentiras del diario, de modo que nada pude adelantar. Al otro día me esperaba una prueba escrita de zoología, y yo no podía concentrarme, se me iban los ojos por la ventana. No estaba de humor para la ameba y el paramecio; no estaba para pensar en esas estupideces, teniendo la certeza de que el lunes llegaría inevitablemente al pedestal. A las dos de la mañana fui a despedirme, y quedé tan nervioso que ya no pude pegar un ojo. De zoología no me acordaba nada; traté de copiarme y la profesora me sorprendió y me quitó la hoja. Por fin, entonces, en el banco del colegio, pude quedar cómodo y desocupado para poder recordar una vez más a los hombrecitos vestidos de calzón amarillo y chaqueta roja que se empinaban sobre botas negras y muy altas, que se cubrían la cabeza con un bonete azul de terciopelo.

 

[1969] [De Imperios y servidumbres, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1972.]

 

 

Coisas de velha

 

 

         Nos dias de chuva, Mário teimava que queria comer sonhos preparados pela avó. Ela, sorrindo envaidecida, consentia sem dificuldade e mandava a Coca limpar os cutões de poeira debaixo dos armários ou arrumar o quartinho de despejo: este era o esquema para tornar-se dona absoluta da cozinha. Na casa tão grande, tão escura e tão solitária, eu podia escolher entre ficar olhando como as mãos venosas da avó elaboravam cuidadosa e lentamente os sonhos (que ela chamava de sonhinhos) ou ir com a Coca vê-la arrumar os trastes do quarto de despejo. A Coca chamava-o de armarinho do sótão, mas eu sabia bem, pelo Pequeno Larousse Ilustrado, que um armarinho do sótão não podia estar no andar térreo, num cantinho cuja janela dava para o final do jardim, junto à parede intermediária de tijolos, um lugarzinho muito sossegado e úmido onde havia uma placa retangular de ferro oxidado, uns azulejos floreados e uma mangueira para regar o jardim. Embora a torneira não tivesse chave e, por isso, ninguém regava o jardim que sequer era um jardim: não tinha plantas nem flores de cultivo, mas capim e trepadeiras heterogêneas, tatus-bola, formigas, charcos, sapos e ratos.

Creio que eu tinha quatorze anos quando soube qual era o aspecto exterior da casa. Eu quase não saía e, quando o fazia, ia e voltava pela mesma calçada da casa, de tal modo que conhecia de memória as casas da frente, mas não conhecia a que me guardava desde que nasci. Uma vez resolvi fazer outros ângulos que não os retos, sem atravessar nenhuma rua na diagonal. Caminhei desde a esquina pela calçada da frente. Pela esquerda passava por cercas de arame ou de ferro e por confusas vegetações; pela direita, a cada tantos metros, se renovava uma árvore prisioneira de uma quadrado de terra. Na primavera e no verão, os galhos se juntavam no céu e o sol passava apenas em fiapos, como através de uma inquieta e fresca peneira. Mas era inverno e entardecia. Tudo tão triste, com um ventinho desanimado, mudo, a rua vazia e umas luzinhas que saíam já como apagadas de salas de tetos altíssimos. Não sei por quê, me dava vontade de chorar e logo pensei em Mirta, uma menina mais velha que eu, que estudava no meu colégio. Eu estava sobre mosaicos azuis e brancos – um branco e outro azul -, com nove quadradinhos em alto-relevo, e uma página suja do El Gráfico ia voar levada pelo vento. Pisei nela a tempo e, sem inclinar-me, li “Musimessi, figura em Newell’s”. Libertei-a, o papel saiu arrastando-se com um gemido áspero e foi encalhar-se na água da sarjeta. Como é lúgubre a minha casa! Mal dava para vê-la. Trepadeiras murchas e escuras cobriam a cerca preta e oxidada; atrás, palmeiras cinzentas, pinheiros descascados e a onipotente seringueira nem deixavam aparecer o esqueleto opaco de nossa casa, cujas paredes eram mapas de gretas e manchas. Mas contra o céu branco se recortava o pontiagudo telhado inclinado, de telhas que haviam sido vermelhas e agora eram violeta ou da cor do barro.

Na casa também havia um sótão, mas como aí dormia a Coca, já não era um “sótão” mas um dormitório; apesar de minha avó chamá-lo de o quarto da moça (e além disso dizia trolley em vez de bonde e botinas no lugar de sapatos, e o metrô da Primeira Junta, para ela, era simplesmente o Anglo). Eu gostava deste lugarzinho com o teto em forma de “V” invertido e grossas vigas de madeira escura. Sobre um banquinho de cozinha reinava um rádio muito antigo, muito alto, muito pouco audível, no qual toda noite ela escutava o radioteatro da Rádio El Mundo. Ocupava metade do quarto um imenso guarda-roupa de mogno, de três corpos, com um espelho ovalado. Ao abrir a porta, presos com tachinhas, estavam: Gardel, vestido de roupa gaúcha azul; Robert Taylor, de cowboy; e Ángel Magaña de paletó e gravata de lenço; também uma pequena estampa da Virgem de Lugán e outra de Ceferino Namuncurá. Pendurada na parede, uma fotografia colorida (o dia de seu casamento com Ricardo), onde a Coca quase não era a Coca, com aquele penteado tão alto e aqueles lábios tão vermelhos e tão delineados. Sobre o mármore da mesinha de luz havia um frasco de água de Colônia e uma barrinha de enxofre. Entretanto, o melhor do quarto era uma janelinha circular, como se fosse um olho de boi, que se abria, em metades, em dois vidros rosados.

Por isso, quando se dizia que a Coca ia limpar o sótão, significava, de verdade, que ia arrumar o quarto de despejo. Bem que a avó gostava que Mário lhe pedisse sonhos, não tanto porque gostasse de fazê-los, mas principalmente porque dessa maneira recuperava um pouco da importância que teve em outros anos, quando era ela quem dirigia todas as coisas da casa, quando ainda não haviam começado a deixá-la de lado. Claro que, como variava da cabeça (arteriosclerose, oitenta e seis anos), não era injustificado que tivesse manias, não era estranho que se confundisse e esquecesse, não era censurável que às vezes mentisse ou inventasse. O doutor Calvino afirmou que eram coisas da idade; para isso não existia solução científica e simplesmente tinha-se que aceitar a situação daquele jeito. O que quer que fosse, de qualquer maneira a avó era adorável e não incomodava ninguém. Passava as tardes de outono e de inverno com um lenço nos joelhos e um cachecol nos ombros, movimentado-se na cadeira de balanço que, apesar de enorme, parecia perdida na interminável sala forrada de papel de flores lilás e pássaros esverdeados. Ali, com as mãos entrelaçadas, pensava em sabe-se lá o quê, olhando através da mesa preta e ovalada, sempre coberta por um forro cru de crochê. Quando não, limpava todos os objetos metálicos da casa até dar-lhes um brilho ofuscante e esse brilho era como um escândalo entre coisas tão opacas e melancólicas. Eu costumava trazer-lhe candelabros de bronze ou fruteiras de prata, mas Mário me proibiu, considerando que assim estimulava o desenvolvimento de algo que poderia denominar-se mania. De qualquer maneira, agora que os dias eram mais temperados, a avó resolvia vagar ao entardecer pelos cantos inexplorados do jardim, que eram quase todos; sentava-se bem longe da casa, numa cadeirinha de palha, até que, finalmente, a Coca vinha buscá-la e a obrigava a entrar, porque podia ser muito perigoso o sereno do anoitecer. Era difícil convencê-la a permanecer na sala, e cada dia passava mais horas no jardim, geralmente perto da estátua destruída. O doutor Calvino aconselhou que a deixassem fazer sua vontade, apenas cuidando para que não tomasse frio, devido à fragilidade de seus brônquios.

Foi algo difícil de acreditar que, na noite da tormenta de Santa Rosa, quando Mário se levantou para prender as persianas, a avó perambulava pelo jardim, na chuva e agitada, tênue planta que era, no vento gelado e furioso. O doutor Calvino diagnosticou pneumonia, e, agora, à fragilidade mental se juntou a febre, e a avó começou a delirar com os homenzinhos. Os homenzinhos? Sim, os homenzinhos vestidos de calça amarela e jaqueta vermelha, que se empinavam sobre botas negras e muito altas, que cobriam a cabeça com um boné azul de veludo. Era inútil tentar interrompê-la com a notícia de que Telma havia tido gêmeos, ou que tia Marcelina lhe mostrasse os lençóis que acabara de bordar. A cidade dos homenzinhos se chamava Natania e tinha principalmente bosques, torres e pontes; a cidadela do rei e os três ministérios estavam guardados por leões alados e por touros com cabeças de águia. “Por estátuas de leões e de touros?” Não, por leões e touros de carne e osso. O doutor Calvino fez a cara especial que assumem os médicos amigos da família e a casa se tornou passagem obrigatória de parentes longínquos, solidários na desdita que se aproximava. Quando a sutil vidinha da avó se acabou de todo, chegaram os da funerária com os absurdos enfeites com que se recebe a morte. A capela ardente foi montada na sala onde a avó lustrava metais, e as alças do ataúde brilhavam quase como se ela mesma as tivesse polido. As duas irmãs casadas e a solteirona lembraram dela jovem, sempre tão bonita e disposta, e tios escrivães e advogados consumiam café e conhaque, e calculavam as possibilidades de Balbín-Frondizi com as de Perón-Quijano. A noite toda contemplei rostos diferentes (e às vezes pensava em Mirta) e, abandonando o velório, embrenhei-me no emaranhado do jardim, entre palmeiras enrugadas e flores azuis que morriam logo que eram arrancadas. Chorei, embora devagarzinho, só de recordá-la por ali, com seus óculos e seu casaco preto.

Mário permitiu que a Coca, que estava separada daquele Ricardo da foto colorida, levasse para morar com ela um namorado ou coisa parecida, agora que a avó já não estava ali para escandalizar-se. Acabou mostrando-se um indivíduo ignorante, de maus modos e caladão. Durante a primeira semana, ao voltar não sei de onde, sempre mais ou menos à mesma hora, passou as tardes examinando a casa da frente pela janelinha circular. No sábado, mostrou ser dono de um perverso espírito inovador: começou a fazer todo tipo de modificações e, com a permissão de Mário, meteu-se a revolucionar todas as coisas que estavam tão bem como estavam.

Planejou nada menos que começar pelo jardim: cortar ervas daninhas, plantar grama, cultivar flores. E então o jardim seria apenas um jardim, ou seja, uma coisa limpa e clara, e não um lugar misterioso e secreto. Eu já não poderia pensar nem brincar no cantinho formado pela palmeira mais grossa, o cercado de ligústicas desordenadas e a estátua derrubada e quebrada, coberta de musgo e líquen, como diria o manual de Botânica do primeiro ano. Em volta do pedestal da estátua, o mato havia crescido até ocultá-lo por completo, mas sob ele – se é que alguém podia levantá-lo, já que era pesadíssimo – a terra era plana e compacta num círculo perfeito, e era no círculo onde estavam os primeiros acessos de comunicação. Havia muito tempo que esse bloco de mármore estava perdido no jardim: ELISA E MÁRIO, declaravam um coraçãozinho e uma flecha meio esmaecidos e já fazia mais de vinte anos que Mário era viúvo.

O cachorro dos vizinhos atrasou os planos do namorado da Coca. Ladrava e uivava dia e noite; era um cachorro burro e insuportável e, com efeito, ele não pôde agüentá-lo: num gesto típico de sua maneira de resolver problemas, jogou-lhe carne envenenada por cima da cerca. Os vizinhos – que também, embora por outras razões, eram gente desagradável – formalizaram uma denúncia à polícia e ele teve que passar dois dias na delegacia. Ao voltar, preferiu renovar o interior da casa. Mário já estava muito velho e não influía em absoluto; era mais um traste que, em vez de ocupar um espaço no quartinho de despejo, ficava na biblioteca: com esmerada caligrafia antiga, num caderno escolar, copiava – por quê?, para quê? – poesias românticas e altissonantes. Mas as semanas iam passando e o sujeito já terminava de reformar e pintar a casa toda, umas cores cada vez mais claras e luminosas, e em seguida atacaria o jardim. Começou por limpá-lo, avançando um círculo cujo centro era a casa. Claro que faltavam muitos metros até a estátua, e que ainda me restava algum tempo para conversar e saber de outros detalhes. Enquanto isso, ele arrancou as primeiras ervas daninhas, eliminou as latas e as pedras que se haviam acumulado através de mais de vinte e cinco anos de desleixo, matou uma infinidade de sapos inocentes, e desta forma traçou a primeira volta do círculo. Por sorte, dia a dia o avanço se fazia mais lento, pois as novas circunferências eram cada vez maiores. No colégio eu me sentia nervosíssimo, achando que ele já estaria chegando no pinheiro Júlio (olhando-o de um ângulo muito especial, os nós de seu tronco desenhavam JÚLIO) e, com efeito, havia chegado: a terra já estava perfeitamente limpa e alisada à sua volta. Eles já haviam começado uma ordenada migração e, embora me devessem o aviso, nunca consentiram em me dizer onde iriam instalar-se. Para piorar tudo, no domingo se privou de sua habitual conversa e partida de bilhar com seus amigos, esses tipinhos de bar, seres de guimba de cigarro pendurada na boca, e permaneceu no jardim tomando mate com a Coca e lendo as mentiras do jornal, de modo que nada pude saber. No outro dia me aguardava uma prova escrita de zoologia, e eu não podia me concentrar, os olhos fugiam pela janela. Não estava a fim da ameba nem do paramécio; não estava a fim de pensar nessas bobagens, tendo a certeza de que na segunda-feira chegaria inevitavelmente ao pedestal. Às duas da manhã fui me despedir, e fiquei tão nervoso que não consegui pregar o olho. De zoologia não me lembrava nada; tentei colar, a professora me pegou e me tirou a folha. Finalmente, no banco do colégio, pude ficar confortável e livre para mais uma vez poder me lembrar dos homenzinhos vestidos de calção amarelo e jaqueta vermelha que se empinavam nas botas pretas e muito altas, que cobriam a cabeça com um boné azul de veludo.

  Tradução de Ana Flores 

[De Imperios y servidumbres, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1972]

 

 

Fernando Sorrentino (Argentina)
Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de Lengua y Literatura. Sus cuentos se caracterizan por entrelazar de manera muy sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que el lector no siempre logra determinar dónde termina la primera y empieza la segunda. Suele partir de situaciones muy “normales” y “cotidianas” que, paulatinamente, se van enrareciendo y convirtiéndose en insólitas o turbadoras, pero siempre recorridas por un arroyo sinuoso de espléndido y sorprendente sentido del humor.
Algunos de sus libros de relatos son Imperios y servidumbres (1972), El mejor de los mundos posibles (1976), Sanitarios centenarios (1979), En defensa propia (1982), El rigor de las desdichas (1994), Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (2005), El regreso (2005), Costumbres del alcaucil (2008), El crimen de san Alberto (2008), El centro de la telaraña (2008). Numerosos cuentos suyos han sido traducidos a diversas lenguas europeas y asiáticas. Su página web es la siguiente: http://www.fernandosorrentino.com.ar

 

Fernando Sorrentino (Argentina)
Nasci em Buenos Aires em 8 de novembro de 1942. A maior parte de minha infância e de minha adolescência transcorreu no cinzento quadrilátero formado pelas avenidas Santa Fe, Juan B. Justo, Córdoba e Dorrego. Em épocas muito juvenis, fui um simples funcionário de escritório. Em épocas não tão juvenis, e durante muito tempo, fui professor de língua e literatura em diversos colégios secundários; em geral, recebi o afeto de meus alunos e de meus colegas, o que me diz que sou um cara legal. Nos interstícios laborais, tento ler e tento escrever. Tenho sensibilidade para gostar da beleza poética, mas me falta um mínimo de talento para escrever um poema com algum mérito. Destruí sem culpa minhas poesias juvenis, pois não achei sensato acrescentar mais fealdade ao mundo. Por outro lado, estou bastante satisfeito com minhas invencionices narrativas. Como dizem os homens dignos de fé, em minha literatura de ficção há uma curiosa mistura de fantasia e humor que conduz a um estilo às vezes grotesco e razoavelmente verossímil. Em geral, sinto-me muito à vontade comigo mesmo. Não tenho nenhuma vocação para fazer parte de nenhum grupo literário, de nenhum comitê de inabilidades afins, de nenhum clube de elogios recíprocos. Mas confesso, isto sim, que milito nas perseverantes hostes do Racing Club de Avellaneda. Gosto mais de ler do que de escrever, e na verdade escrevo muito pouco. Ao longo de quase quarenta anos, não tenho muita bibliografia para exibir. Como todo o mundo, em maior ou menor medida, ganhei alguns prêmios literários. Em resumo, sou relativamente feliz. F. S. (Tradução de Ana Flores)
http://www.fernandosorrentino.com.ar

 

 

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