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REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências
Nova Série | 2010 | Número 02
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En esos días de lluvia, Mario se empeñaba en que quería
comer buñuelos preparados por la abuela. Ella, con halagada sonrisa,
consentía sin dificultad, y mandaba a la Coca a limpiar las pelusas debajo
de los roperos o a ordenar el cuartito de las cosas inservibles: tal era su
sistema para quedarse dueña absoluta de la cocina. En la casa tan grande,
tan oscura, tan sola, yo podía elegir entre permanecer mirando cómo las
manos venosas de la abuela elaboraban prolija y lentamente los buñuelos (que
ella llamaba biñuelos), o irme con la Coca a verla acomodar los trastos del
cuartito de las cosas inservibles. La Coca lo llamaba altillo, pero yo sabía
bien, por el Pequeño Larousse Ilustrado, que un altillo no podía hallarse en
la planta baja, en un rinconcito
cuya ventana daba a los límites del jardín, junto a la medianera de
ladrillos, un lugarcito muy callado y húmedo donde había una plancha
rectangular de hierro oxidado, unos azulejos floreados y una canilla para
regar el jardín. Aunque el grifo carecía de llave y, de todos modos, nadie
regaba el jardín, y ni siquiera era un jardín: no tenía plantas ni flores de
cultivo, pero sí yuyos y enredaderas heterogéneas, bichos bolita, hormigas,
charcos, sapos y lauchas.
Creo que yo ya tenía catorce años cuando supe cuál era el
aspecto exterior de la casa. Yo casi nunca salía, y, en ese caso, iba y
volvía por la misma vereda de la casa, de modo tal que sabía de memoria los
edificios de enfrente pero no conocía el que me guardaba desde que nací. |
DIRECÇÃO |
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Maria Estela Guedes |
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FERNANDO SORRENTINO
Cosas de vieja
Coisas de velha
Tradução de Ana Flores |
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Fernando Sorrentino |
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Una vez se me ocurrió no hacer otros ángulos que los rectos, sin cruzar
en diagonal ninguna calle. Caminé desde la esquina por la acera de
enfrente. Por la izquierda superaba verjas de alambre o de hierro y
confusas vegetaciones; por la derecha, cada tantos metros, se renovaba
un árbol prisionero en un cuadrado de tierra. En primavera y en verano
las ramas se juntaban en el cielo, y el sol pasaba apenas, en retacitos,
como a través de un inquieto y fresco cedazo. Pero ese día era invierno
y era el atardecer. Tan triste todo, con un vientecito desganado, mudo,
la calle vacía y esas lucecitas, que salían ya como apagadas de salas de
techos altísimos. No sé por qué, me daban como unas ganas de llorar, y
en seguida pensé en Mirta, una chica, mayor que yo, que estudiaba en mi
colegio. Yo estaba sobre mosaicos azules y blancos —uno blanco y otro
azul—, con nueve cuadraditos en sobrerrelieve, y una página sucia de El
Gráfico iba a volarse a caballo del viento. La pisé a tiempo y, sin
inclinarme, leí “Musimessi, figura en Newell’s”. Lo liberé, y el papel
salió arrastrándose con un gemido áspero, y fue a encallar en el agua
servida. ¡Qué lúgubre, mi casa! Apenas si se veía. Enredaderas mustias y
oscuras cubrían la verja negra y oxidada; detrás, palmeras grises, pinos
descascarados y el omnipotente gomero ni dejaban asomar la osamenta
opaca de nuestra casa, cuyas paredes eran mapas de grietas y manchas.
Pero contra el cielo blanco se recortaba el puntiagudo techo a dos
aguas, techo de tejas que habían sido rojas y ahora eran violetas o del
color del barro.
En la casa había también un altillo, pero como en él dormía la Coca, ya
no era altillo sino dormitorio; aunque la abuela lo llamaba el cuarto de
la muchacha (y además decía tránguay por tranvía y botines por zapatos,
y el subte de Primera Junta para ella era siempre el Anglo). A mí me
gustaba esa piecita con el cielo raso en V invertida y gruesas vigas de
madera oscura. Sobre un banquito de cocina señoreaba una radio muy
antigua, muy alta, muy poco audible, en la que cada noche ella escuchaba
el radioteatro de Radio El Mundo. Usurpaba media habitación un inmenso
ropero de caoba, de tres cuerpos, con un espejo ovalado. Al abrir la
puerta, sujetos con chinches, estaban: Gardel, vestido de gaucho
celeste; Robert Taylor, de cowboy; y Ángel Magaña, de saco y moñito;
también una estampita de la Virgen de Luján y otra de Ceferino Namuncurá.
De la pared colgaba una fotografía coloreada (el día de su casamiento
con Ricardo), donde la Coca casi no era la Coca, con ese peinado tan
alto y esos labios tan rojos y tan finitos.
Sobre el mármol de la mesita de luz había un frasco
de agua de Colonia y una barrita de azufre.
Sin embargo, lo mejor del cuarto era una ventanita
circular, como si fuera un ojo de buey, que se abría, por mitades, en
dos vidrios rosados.
Por eso, cuando se decía que la Coca iba a limpiar el altillo,
significaba, en realidad, que iba a ordenar el cuarto de las cosas
inservibles. Mucho le agradaba a la abuela que Mario le pidiese buñuelos,
no tanto porque le gustara prepararlos, sino más bien porque así
recuperaba un poco de la importancia que tuvo en otros años, cuando era
ella quien dirigía todas las cosas de la casa, cuando todavía no habían
empezado a dejarla a un lado. Claro que, como chocheaba
(arteriosclerosis, ochenta y seis años), no era injustificado que
tuviese manías, no era extraño que se confundiese y olvidase, no era
censurable que a veces mintiera o inventara. El doctor Calvino afirmó
que eran cosas de la edad; para ello no existía solución científica y
simplemente había que admitir la situación tal cual. Sea como fuere, de
todos modos la abuela era adorable y no molestaba a nadie. Pasaba las
tardes de otoño e invierno con una pañoleta en las rodillas y una
bufanda en los hombros, hamacándose en la enorme mecedora, que, sin
embargo, perdida en la interminable sala empapelada de flores lilas y
pájaros verdosos, parecía pequeña. Allí, con las manos entrelazadas,
pensaba quién sabe en qué, mirando a través de la mesa negra y ovalada,
cubierta siempre por una carpeta cruda tejida al crochet. Cuando no,
limpiaba todos los objetos metálicos de la casa hasta darles un brillo
enceguecedor, y ese brillo era como un escándalo entre cosas tan opacas
y melancólicas. Yo solía buscarle candelabros de bronce o fruteras de
plata, pero Mario me lo prohibió, considerando que así estimulaba el
desarrollo de algo que podría denominarse manía. De cualquier manera,
ahora que los días eran más templados, a la abuela se le había dado por
vagar al atardecer por los rincones inexplorados del jardín, que lo eran
casi todos; se sentaba, bien lejos de la casa, en una sillita de paja,
hasta que al fin la Coca salía a buscarla y la obligaba a entrar, porque
podía ser muy peligroso el rocío del anochecer. Convencerla de que se
quedase en la sala era difícil, y cada día pasaba más horas en el jardín,
generalmente cerca de la estatua destruida. El doctor Calvino aconsejó
que se la dejara hacer su voluntad, pero cuidando de que no tomase frío,
debido a la endeblez de sus bronquios.
Era cosa de no creer que, la noche de la tormenta de Santa Rosa, cuando
Mario se levantó para asegurar las persianas, la abuela ambulara por el
jardín, bajo la lluvia y agitada, tenue planta como era, por el viento
helado y furioso. El doctor Calvino diagnosticó pulmonía, y, ahora, a la
chochera se agregó la fiebre, y la abuela empezó a delirar con los
hombrecitos. ¿Los hombrecitos? Sí, los hombrecitos vestidos de calzón
amarillo y chaqueta roja, que se empinaban sobre botas negras y muy
altas, que se cubrían la cabeza con un bonete azul de terciopelo. Era
inútil que la interrumpieran con la noticia de que Telma había tenido
mellizos, o que tía Marcelina le mostrara las sábanas que acababa de
bordar. La ciudad de los hombrecitos se llamaba Natania y constaba
principalmente de bosques, torres y puentes; la ciudadela del rey y los
tres ministerios estaban custodiados por leones alados y por toros con
cabeza de águila.
“¿Por estatuas de leones y de toros?”. No, por leones
y por toros de carne y hueso. El doctor
Calvino puso esa cara tan especial que asumen los médicos amigos de la
familia, y la casa fue
paso obligado de remotos parientes, solidarios en la desdicha que ya
llegaba. Cuando la sutil
vidita de la abuela se acabó del todo, llegaron los de la funeraria con
los absurdos ornamentos
con que se recibe a la muerte. La capilla ardiente se erigió en la sala
donde la abuela lustraba
metales, y las manijas del ataúd brillaban casi como si ella misma las
hubiera bruñido. Las dos
hermanas casadas y la solterona la rememoraron joven, siempre tan guapa
y dispuesta, y tíos
escribanos o abogados consumían café y coñac, y calculaban las
posibilidades de Balbín-Frondizi frente a las de Perón-Quijano. Toda la noche contemplé rostros
sucesivos (y a veces
pensaba en Mirta) y, desertando del velorio, me interné en la maraña del
jardín, entre rugosas
palmeras y campanillas azules que se morían apenas se las arrancaba.
Lloré, aunque despacito,
de sólo recordarla por allí, con sus anteojos y su abrigo negro.
Mario permitió que la Coca, que estaba separada del Ricardo aquel de la
foto coloreada,
llevase a vivir consigo a un novio o cosa así, ahora que no estaba la
abuela para escandalizarse.
Resultó ser un individuo torvo, de poco pelo, malas maneras y ninguna
palabra. Durante la
primera semana, al volver de no sé dónde, siempre más o menos a la misma
hora, pasó las
tardes observando por la ventanita circular hacia la casa de enfrente.
El sábado mostró poseer
un perverso espíritu innovador: empezó a introducir toda clase de
modificaciones y, con la venia
de Mario, se ensañó en revolucionar todas las cosas, que estaban tan
bien como estaban.
Proyectó comenzar con el jardín, nada menos: cortar malezas, sembrar
césped, cultivar
flores. Y entonces el jardín no sería otra cosa que un jardín, es decir,
una cosa lisa y limpia y
clara, y no un lugar misterioso y secreto. Yo ya no podría pensar y
jugar en el rinconcito formado
por la palmera más gruesa, el cerco de ligustros desordenados y la
estatua tumbada y rota,
cubierta de musgos y líquenes, como diría el manual de Botánica de
primer año. Alrededor del
pedestal de la estatua los yuyos habían crecido hasta ocultarlo por
completo, pero debajo — si es
que alguien lo podía levantar, ya que era pesadísimo— la tierra era
plana y apelmazada en un
círculo perfecto, y era en el círculo donde estaban los primeros accesos
de comunicación. Hacía
mucho tiempo que ese bloque de mármol estaba perdido en el jardín: ELISA
Y MARIO, declaraban
un corazoncito y una flecha medio borrosos, y Mario hacía más de veinte
años que era viudo.
El perro de los vecinos retrasó el plan del novio de la Coca. Ladraba y
lloraba día y noche;
era un perro estúpido e insoportable y, en efecto, él no pudo soportarlo:
en un rasgo muy típico
de su manera de resolver los problemas, le arrojó carne envenenada por
encima de la
medianera. Los vecinos —que también, aunque por otras razones, eran
gente desagradable—
formularon la denuncia a la policía, y él tuvo que pasarse dos días en
la comisaría. Al volver,
prefirió remozar el interior de la casa. Ya Mario estaba muy viejo y no
influía en absoluto; era un
trasto más que, en lugar de ocupar un sitio en el cuartito de las cosas
inservibles, lo ocupaba en
la biblioteca: con esmerada caligrafía antigua, en un cuaderno escolar
copiaba —¿por qué?,
¿para qué?— poesías románticas o altisonantes. Pero las semanas iban
pasando, y el sujeto ya
terminaba de renovar y pintar toda la casa, unos colores cada vez más
claros y luminosos, y en
seguida atacaría el jardín. Empezó a limpiarlo avanzando en un círculo
cuyo centro era la casa.
Cierto que faltaban muchos metros hasta la estatua, y que aún me quedaba
algún tiempo para
conversar y enterarme de otros detalles. Mientras tanto, él arrancó las
primeras malezas,
eliminó las latas y las piedras que se habían acumulado a través de más
de veinticinco años de
desidia, mató infinidad de sapos inocentes, y trazó así la primera
vuelta del círculo. Por suerte,
día a día el avance se hacía más lento, pues las nuevas circunferencias
eran cada vez mayores.
En el colegio yo me hallaba nerviosísimo pensando que ya estaría
llegando al pino Julio
(mirándolo desde un ángulo muy preciso, los nudos rezaban JULIO), y, en
efecto, había llegado:
la tierra ya estaba perfectamente desbrozada y alisada a su alrededor.
Ellos ya habían
comenzado una ordenada migración y, aunque me debían el aviso, nunca
consintieron en
decirme a dónde irían a instalarse. Para peor de males, el domingo se
privó de su habitual
tertulia y partida de billar con sus amigos, esos tipejos del café,
seres de pucho en los labios, y
permaneció en el jardín tomando mate con la Coca y leyendo las mentiras
del diario, de modo
que nada pude adelantar. Al otro día me esperaba una prueba escrita de
zoología, y yo no podía
concentrarme, se me iban los ojos por la ventana. No estaba de humor
para la ameba y el
paramecio; no estaba para pensar en esas estupideces, teniendo la
certeza de que el lunes
llegaría inevitablemente al pedestal. A las dos de la mañana fui a
despedirme, y quedé tan
nervioso que ya no pude pegar un ojo. De zoología no me acordaba nada;
traté de copiarme y la
profesora me sorprendió y me quitó la hoja. Por fin, entonces, en el
banco del colegio, pude
quedar cómodo y desocupado para poder recordar una vez más a los
hombrecitos vestidos de
calzón amarillo y chaqueta roja que se empinaban sobre botas negras y
muy altas, que se
cubrían la cabeza con un bonete azul de terciopelo. |
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[1969]
[De Imperios y servidumbres, Barcelona, Editorial Seix
Barral, 1972.] |
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Coisas de velha |
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Nos dias de chuva, Mário teimava que queria
comer sonhos preparados pela avó. Ela, sorrindo envaidecida, consentia
sem dificuldade e mandava a Coca limpar os cutões de poeira debaixo dos
armários ou arrumar o quartinho de despejo: este era o esquema para
tornar-se dona absoluta da cozinha. Na casa tão grande, tão escura e tão
solitária, eu podia escolher entre ficar olhando como as mãos venosas da
avó elaboravam cuidadosa e lentamente os sonhos (que ela chamava de
sonhinhos) ou ir com a Coca vê-la arrumar os trastes do quarto de
despejo. A Coca chamava-o de armarinho do sótão, mas eu sabia bem, pelo
Pequeno Larousse Ilustrado, que um armarinho do sótão não podia estar no
andar térreo, num cantinho cuja janela dava para o final do jardim,
junto à parede intermediária de tijolos, um lugarzinho muito sossegado e
úmido onde havia uma placa retangular de ferro oxidado, uns azulejos
floreados e uma mangueira para regar o jardim. Embora a torneira não
tivesse chave e, por isso, ninguém regava o jardim que sequer era um
jardim: não tinha plantas nem flores de cultivo, mas capim e trepadeiras
heterogêneas, tatus-bola, formigas, charcos, sapos e ratos.
Creio que eu tinha quatorze anos quando soube qual
era o aspecto exterior da casa. Eu quase não saía e, quando o fazia, ia
e voltava pela mesma calçada da casa, de tal modo que conhecia de
memória as casas da frente, mas não conhecia a que me guardava desde que
nasci. Uma vez resolvi fazer outros ângulos que não os retos, sem
atravessar nenhuma rua na diagonal. Caminhei desde a esquina pela
calçada da frente. Pela esquerda passava por cercas de arame ou de ferro
e por confusas vegetações; pela direita, a cada tantos metros, se
renovava uma árvore prisioneira de uma quadrado de terra. Na primavera e
no verão, os galhos se juntavam no céu e o sol passava apenas em fiapos,
como através de uma inquieta e fresca peneira. Mas era inverno e
entardecia. Tudo tão triste, com um ventinho desanimado, mudo, a rua
vazia e umas luzinhas que saíam já como apagadas de salas de tetos
altíssimos. Não sei por quê, me dava vontade de chorar e logo pensei em
Mirta, uma menina mais velha que eu, que estudava no meu colégio. Eu
estava sobre mosaicos azuis e brancos – um branco e outro azul -, com
nove quadradinhos em alto-relevo, e uma página suja do El Gráfico ia
voar levada pelo vento. Pisei nela a tempo e, sem inclinar-me, li
“Musimessi, figura em Newell’s”. Libertei-a, o papel saiu arrastando-se
com um gemido áspero e foi encalhar-se na água da sarjeta. Como é
lúgubre a minha casa! Mal dava para vê-la. Trepadeiras murchas e escuras
cobriam a cerca preta e oxidada; atrás, palmeiras cinzentas, pinheiros
descascados e a onipotente seringueira nem deixavam aparecer o esqueleto
opaco de nossa casa, cujas paredes eram mapas de gretas e manchas. Mas
contra o céu branco se recortava o pontiagudo telhado inclinado, de
telhas que haviam sido vermelhas e agora eram violeta ou da cor do
barro.
Na casa também havia um sótão, mas como aí dormia a
Coca, já não era um “sótão” mas um dormitório; apesar de minha avó
chamá-lo de o quarto da moça (e além disso dizia trolley em vez de bonde
e botinas no lugar de sapatos, e o metrô da Primeira Junta, para ela,
era simplesmente o Anglo). Eu gostava deste lugarzinho com o teto em
forma de “V” invertido e grossas vigas de madeira escura. Sobre um
banquinho de cozinha reinava um rádio muito antigo, muito alto, muito
pouco audível, no qual toda noite ela escutava o radioteatro da Rádio El
Mundo. Ocupava metade do quarto um imenso guarda-roupa de mogno, de três
corpos, com um espelho ovalado. Ao abrir a porta, presos com tachinhas,
estavam: Gardel, vestido de roupa gaúcha azul; Robert Taylor, de cowboy;
e Ángel Magaña de paletó e gravata de lenço; também uma pequena estampa
da Virgem de Lugán e outra de Ceferino Namuncurá. Pendurada na parede,
uma fotografia colorida (o dia de seu casamento com Ricardo), onde a
Coca quase não era a Coca, com aquele penteado tão alto e aqueles lábios
tão vermelhos e tão delineados. Sobre o mármore da mesinha de luz havia
um frasco de água de Colônia e uma barrinha de enxofre. Entretanto, o
melhor do quarto era uma janelinha circular, como se fosse um olho de
boi, que se abria, em metades, em dois vidros rosados.
Por isso, quando se dizia que a Coca ia limpar o
sótão, significava, de verdade, que ia arrumar o quarto de despejo. Bem
que a avó gostava que Mário lhe pedisse sonhos, não tanto porque
gostasse de fazê-los, mas principalmente porque dessa maneira recuperava
um pouco da importância que teve em outros anos, quando era ela quem
dirigia todas as coisas da casa, quando ainda não haviam começado a
deixá-la de lado. Claro que, como variava da cabeça (arteriosclerose,
oitenta e seis anos), não era injustificado que tivesse manias, não era
estranho que se confundisse e esquecesse, não era censurável que às
vezes mentisse ou inventasse. O doutor Calvino afirmou que eram coisas
da idade; para isso não existia solução científica e simplesmente
tinha-se que aceitar a situação daquele jeito. O que quer que fosse, de
qualquer maneira a avó era adorável e não incomodava ninguém. Passava as
tardes de outono e de inverno com um lenço nos joelhos e um cachecol nos
ombros, movimentado-se na cadeira de balanço que, apesar de enorme,
parecia perdida na interminável sala forrada de papel de flores lilás e
pássaros esverdeados. Ali, com as mãos entrelaçadas, pensava em sabe-se
lá o quê, olhando através da mesa preta e ovalada, sempre coberta por um
forro cru de crochê. Quando não, limpava todos os objetos metálicos da
casa até dar-lhes um brilho ofuscante e esse brilho era como um
escândalo entre coisas tão opacas e melancólicas. Eu costumava
trazer-lhe candelabros de bronze ou fruteiras de prata, mas Mário me
proibiu, considerando que assim estimulava o desenvolvimento de algo que
poderia denominar-se mania. De qualquer maneira, agora que os dias eram
mais temperados, a avó resolvia vagar ao entardecer pelos cantos
inexplorados do jardim, que eram quase todos; sentava-se bem longe da
casa, numa cadeirinha de palha, até que, finalmente, a Coca vinha
buscá-la e a obrigava a entrar, porque podia ser muito perigoso o sereno
do anoitecer. Era difícil convencê-la a permanecer na sala, e cada dia
passava mais horas no jardim, geralmente perto da estátua destruída. O
doutor Calvino aconselhou que a deixassem fazer sua vontade, apenas
cuidando para que não tomasse frio, devido à fragilidade de seus
brônquios.
Foi algo difícil de acreditar que, na noite da
tormenta de Santa Rosa, quando Mário se levantou para prender as
persianas, a avó perambulava pelo jardim, na chuva e agitada, tênue
planta que era, no vento gelado e furioso. O doutor Calvino diagnosticou
pneumonia, e, agora, à fragilidade mental se juntou a febre, e a avó
começou a delirar com os homenzinhos. Os homenzinhos? Sim, os
homenzinhos vestidos de calça amarela e jaqueta vermelha, que se
empinavam sobre botas negras e muito altas, que cobriam a cabeça com um
boné azul de veludo. Era inútil tentar interrompê-la com a notícia de
que Telma havia tido gêmeos, ou que tia Marcelina lhe mostrasse os
lençóis que acabara de bordar. A cidade dos homenzinhos se chamava
Natania e tinha principalmente bosques, torres e pontes; a cidadela do
rei e os três ministérios estavam guardados por leões alados e por
touros com cabeças de águia. “Por estátuas de leões e de touros?” Não,
por leões e touros de carne e osso. O doutor Calvino fez a cara especial
que assumem os médicos amigos da família e a casa se tornou passagem
obrigatória de parentes longínquos, solidários na desdita que se
aproximava. Quando a sutil vidinha da avó se acabou de todo, chegaram os
da funerária com os absurdos enfeites com que se recebe a morte. A
capela ardente foi montada na sala onde a avó lustrava metais, e as
alças do ataúde brilhavam quase como se ela mesma as tivesse polido. As
duas irmãs casadas e a solteirona lembraram dela jovem, sempre tão
bonita e disposta, e tios escrivães e advogados consumiam café e
conhaque, e calculavam as possibilidades de Balbín-Frondizi com as de
Perón-Quijano. A noite toda contemplei rostos diferentes (e às vezes
pensava em Mirta) e, abandonando o velório, embrenhei-me no emaranhado
do jardim, entre palmeiras enrugadas e flores azuis que morriam logo que
eram arrancadas. Chorei, embora devagarzinho, só de recordá-la por ali,
com seus óculos e seu casaco preto.
Mário permitiu que a Coca, que estava separada
daquele Ricardo da foto colorida, levasse para morar com ela um namorado
ou coisa parecida, agora que a avó já não estava ali para
escandalizar-se. Acabou mostrando-se um indivíduo ignorante, de maus
modos e caladão. Durante a primeira semana, ao voltar não sei de onde,
sempre mais ou menos à mesma hora, passou as tardes examinando a casa da
frente pela janelinha circular. No sábado, mostrou ser dono de um
perverso espírito inovador: começou a fazer todo tipo de modificações e,
com a permissão de Mário, meteu-se a revolucionar todas as coisas que
estavam tão bem como estavam.
Planejou nada menos que começar pelo jardim: cortar
ervas daninhas, plantar grama, cultivar flores. E então o jardim seria
apenas um jardim, ou seja, uma coisa limpa e clara, e não um lugar
misterioso e secreto. Eu já não poderia pensar nem brincar no cantinho
formado pela palmeira mais grossa, o cercado de ligústicas desordenadas
e a estátua derrubada e quebrada, coberta de musgo e líquen, como diria
o manual de Botânica do primeiro ano. Em volta do pedestal da estátua, o
mato havia crescido até ocultá-lo por completo, mas sob ele – se é que
alguém podia levantá-lo, já que era pesadíssimo – a terra era plana e
compacta num círculo perfeito, e era no círculo onde estavam os
primeiros acessos de comunicação. Havia muito tempo que esse bloco de
mármore estava perdido no jardim: ELISA E MÁRIO, declaravam um
coraçãozinho e uma flecha meio esmaecidos e já fazia mais de vinte anos
que Mário era viúvo.
O cachorro dos vizinhos atrasou os planos do namorado
da Coca. Ladrava e uivava dia e noite; era um cachorro burro e
insuportável e, com efeito, ele não pôde agüentá-lo: num gesto típico de
sua maneira de resolver problemas, jogou-lhe carne envenenada por cima
da cerca. Os vizinhos – que também, embora por outras razões, eram gente
desagradável – formalizaram uma denúncia à polícia e ele teve que passar
dois dias na delegacia. Ao voltar, preferiu renovar o interior da casa.
Mário já estava muito velho e não influía em absoluto; era mais um
traste que, em vez de ocupar um espaço no quartinho de despejo, ficava
na biblioteca: com esmerada caligrafia antiga, num caderno escolar,
copiava – por quê?, para quê? – poesias românticas e altissonantes. Mas
as semanas iam passando e o sujeito já terminava de reformar e pintar a
casa toda, umas cores cada vez mais claras e luminosas, e em seguida
atacaria o jardim. Começou por limpá-lo, avançando um círculo cujo
centro era a casa. Claro que faltavam muitos metros até a estátua, e que
ainda me restava algum tempo para conversar e saber de outros detalhes.
Enquanto isso, ele arrancou as primeiras ervas daninhas, eliminou as
latas e as pedras que se haviam acumulado através de mais de vinte e
cinco anos de desleixo, matou uma infinidade de sapos inocentes, e desta
forma traçou a primeira volta do círculo. Por sorte, dia a dia o avanço
se fazia mais lento, pois as novas circunferências eram cada vez
maiores. No colégio eu me sentia nervosíssimo, achando que ele já
estaria chegando no pinheiro Júlio (olhando-o de um ângulo muito
especial, os nós de seu tronco desenhavam JÚLIO) e, com efeito, havia
chegado: a terra já estava perfeitamente limpa e alisada à sua volta.
Eles já haviam começado uma ordenada migração e, embora me devessem o
aviso, nunca consentiram em me dizer onde iriam instalar-se. Para piorar
tudo, no domingo se privou de sua habitual conversa e partida de bilhar
com seus amigos, esses tipinhos de bar, seres de guimba de cigarro
pendurada na boca, e permaneceu no jardim tomando mate com a Coca e
lendo as mentiras do jornal, de modo que nada pude saber. No outro dia
me aguardava uma prova escrita de zoologia, e eu não podia me
concentrar, os olhos fugiam pela janela. Não estava a fim da ameba nem
do paramécio; não estava a fim de pensar nessas bobagens, tendo a
certeza de que na segunda-feira chegaria inevitavelmente ao pedestal. Às
duas da manhã fui me despedir, e fiquei tão nervoso que não consegui
pregar o olho. De zoologia não me lembrava nada; tentei colar, a
professora me pegou e me tirou a folha. Finalmente, no banco do colégio,
pude ficar confortável e livre para mais uma vez poder me lembrar dos
homenzinhos vestidos de calção amarelo e jaqueta vermelha que se
empinavam nas botas pretas e muito altas, que cobriam a cabeça com um
boné azul de veludo. |
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Tradução de Ana Flores
[De Imperios y servidumbres,
Barcelona, Editorial Seix Barral, 1972] |
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Fernando Sorrentino
(Argentina)
Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es
profesor de Lengua y Literatura. Sus cuentos se caracterizan por
entrelazar de manera muy sutil, y casi subrepticia, la realidad con la
fantasía, de manera que el lector no siempre logra determinar dónde
termina la primera y empieza la segunda. Suele partir de situaciones muy
“normales” y “cotidianas” que, paulatinamente, se van enrareciendo y
convirtiéndose en insólitas o turbadoras, pero siempre recorridas por un
arroyo sinuoso de espléndido y sorprendente sentido del humor.
Algunos de sus libros de relatos son Imperios y servidumbres
(1972), El mejor de los mundos posibles (1976), Sanitarios
centenarios (1979), En defensa propia (1982), El rigor de
las desdichas (1994), Existe un hombre que tiene la costumbre de
pegarme con un paraguas en la cabeza (2005), El regreso
(2005), Costumbres del alcaucil (2008), El crimen de san
Alberto (2008), El centro de la telaraña (2008).
Numerosos
cuentos suyos han sido traducidos a diversas lenguas europeas y
asiáticas. Su página web es la siguiente:
http://www.fernandosorrentino.com.ar |
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Fernando Sorrentino
(Argentina)
Nasci em Buenos Aires em 8 de novembro de 1942. A maior parte de minha
infância e de minha adolescência transcorreu no cinzento quadrilátero
formado pelas avenidas Santa Fe, Juan B. Justo, Córdoba e Dorrego. Em
épocas muito juvenis, fui um simples funcionário de escritório. Em
épocas não tão juvenis, e durante muito tempo, fui professor de língua e
literatura em diversos colégios secundários; em geral, recebi o afeto de
meus alunos e de meus colegas, o que me diz que sou um cara legal. Nos
interstícios laborais, tento ler e tento escrever. Tenho sensibilidade
para gostar da beleza poética, mas me falta um mínimo de talento para
escrever um poema com algum mérito. Destruí sem culpa minhas poesias
juvenis, pois não achei sensato acrescentar mais fealdade ao mundo. Por
outro lado, estou bastante satisfeito com minhas invencionices
narrativas. Como dizem os homens dignos de fé, em minha literatura de
ficção há uma curiosa mistura de fantasia e humor que conduz a um estilo
às vezes grotesco e razoavelmente verossímil. Em geral, sinto-me muito à
vontade comigo mesmo. Não tenho nenhuma vocação para fazer parte de
nenhum grupo literário, de nenhum comitê de inabilidades afins, de
nenhum clube de elogios recíprocos. Mas confesso, isto sim, que milito
nas perseverantes hostes do Racing Club de Avellaneda. Gosto mais de ler
do que de escrever, e na verdade escrevo muito pouco. Ao longo de quase
quarenta anos, não tenho muita bibliografia para exibir. Como todo o
mundo, em maior ou menor medida, ganhei alguns prêmios literários. Em
resumo, sou relativamente feliz. F. S. (Tradução de Ana Flores)http://www.fernandosorrentino.com.ar |
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© Maria Estela Guedes
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5100-344 Britiande
PORTUGAL |
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