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También estoy de acuerdo con su planteo en relación al cuerpo, cuyas
raíces antiguas la mujer trae grabadas en su psique instintiva. Parte de
mi experiencia clínica lo reconfirma. El arquetipo de La Loba o La
Huesera se resume en este relato que transcribo parcialmente: “Hay una
vieja que vive en un escondrijo del alma que todos conocen pero muy
pocos han visto. Como en los cuentos de hadas de la Europa del Este, la
vieja espera que los que se han extraviado, los caminantes y los
buscadores acudan a verla. (…) La única tarea de La Loba consiste en
recoger huesos. Recoge y conserva sobre todo lo que corre peligro de
perderse. (…) Pero su especialidad son los lobos. Se arrastra, trepa
(...) en busca de huesos de lobo y, cuando ha juntado un esqueleto
entero, (...) y tiene ante sus ojos la hermosa escultura blanca de la
criatura, se sienta junto al fuego (...) se sitúa al lado de la
criatura, levanta los brazos sobre ella y se pone a cantar. Entonces los
huesos de las costillas y los huesos de las patas del lobo se cubren de
carne y a la criatura le crece el pelo. La Loba canta un poco más y la
criatura cobra vida y su fuerte y peluda cola se curva hacia arriba. La
Loba sigue cantando y la criatura lobuna empieza a respirar. La Loba
canta con tal intensidad que el suelo del desierto se estremece y,
mientras ella canta, el lobo abre los ojos, pega un brinco y escapa
corriendo (...). En algún momento (...), el lobo se transforma de
repente en una mujer que corre libremente hacia el horizonte, riéndose a
carcajadas. (...) si te adentras en el desierto y está a punto de
ponerse el sol y quizás te has extraviado (...) y te sientes algo
cansada, estás de suerte, pues bien pudiera ser que le cayeras en gracia
a La Loba y ella te enseñara una cosa… una cosa del alma.” (2)
Si
hacemos una lectura con perspectiva psicológica de la obra y también la
vida de Lispector (o al menos en mi lectura y con los datos que tengo a
mi alcance), sucede, entre muchas cosas valiosísimas, una ¿coincidencia?
apasionante: mientras en Estados Unidos Pinkola Estés (1945- )-muy
influida por sus antecesores de Europa del Este-investigaba mitos y
relatos en pos de verificar ciertos principios de una teoría y su
práctica psicoterapéutica; en Brasil, Clarice Lispector (1920-1977),
Ucraniana nacida una guerra antes- podemos decir-en un pueblito llamado
Tchechelnik mientras su familia huía hacia aquel país de Sudamérica,
había sido la encarnación de dichos principios en su vida y muy
especialmente en su escritura, tanto en los escritos germinales más
juveniles como en su literatura final-tan cercana a la filosofía-que
escribió durante su última década de vida. (3)
Y si
de trasponer fronteras se trata (llegamos a una segunda referencia de
trasposición esencial), no hay duda o al menos no tengo duda de que
Clarice Lispector hizo una literatura de atravesamientos, permanentes
actos de libertad en pos de superar el límite de un lenguaje-debo
también decir del silencio-imperante por entonces para la mujer en
general y las escritoras en el caso particular que aquí se trata.
Si
retomamos el mito de La Huesera o La Loba, podemos decir que Clarice
cantó con honda voz, desde las entrañas cantó, desde sus raíces; y dio a
luz una literatura nueva en Brasil y en Latinoamérica: escritura de
sensaciones, no de acontecimientos (“no soy intelectual, escribo con el
cuerpo” dijo nuestra autora).
Como
en el mito redescubierto veinticinco años después, ella canta para
infundir vida a lo que está enfermo o necesita recuperarse (4). Y lo
hace en soledad, en íntima conexión con lo propio. Recobra el cuerpo,
digo, lo revive en medio del desierto social-y de su desierto
personal-en que estaba sumido; cantaescribe
emociones y estremecimientos que la cultura logo-falo-centrista había
ignorado y hasta caratulado incluso como “debilidad” propia de las
mujeres. En una hipótesis tal vez demasiado arriesgada podría si no
afirmar, al menos preguntarme si lo que intentaba revivificar era el
suyo o el cuerpo materno… (5) Para seguir dando un panorama de
cuestiones “originarias” del nacimiento y la infancia, ésas que instalan
huellas hondas, duraderas, es necesario compartir, además, que nuestra
autora nació como se dijo en Ucrania
“alrededor” de 1920 (mientras la familia huía de los progroms), y fue
criada en Brasil, país cuya nacionalidad luego adoptó. Y digo
“alrededor” porque la documentación es algo confusa, se trata de
traducciones (y de comienzos del siglo pasado) y también podría tratarse
del año 1921; el mes, octubre o diciembre. Ni qué decir, Clarice alguna
vez habló (¿por coquetería?) del 1925 y por alguna extraña razón varios
estudiosos de su obra tomaron ese año como el de su nacimiento (aunque
si uno investiga sus años escolares y sus mudanzas, la fecha debe haber
sido casi con seguridad 1920). Nacida en tránsito, a principios del
siglo XX-que no es ningún dato menor-, entonces, durante los tumultuosos
años de post Primera Guerra Mundial, era la menor de las tres hijas del
matrimonio Lispector.
En
su niñez Clarice perdió a la madre; en su juventud, al padre. Ni bien se
recibió de Abogada se casó y durante 16 años viajó por el mundo junto a
su esposo diplomático, cumpliendo el rol socialmente estipulado (“todo
ese mes de viaje no hice nada, no leí, ni nada-soy enteramente Clarice
Gurgel Valente” le escribió a su amigo Lúcio Cardoso). Matrimonio y
maternidad, también se constituyeron en tránsito, fuera de su querido
Brasil.
La
búsqueda de identidad y de una salida es tema de buena parte de sus
escritos; y es también búsqueda de un lugar que es país-casa-cuerpo,
vida cotidiana, pasión y literatura. En su
libro Silencio (en la magnífica traducción de Cristina Peri Rossi), en
sus dos primeros y perturbadores relatos, Clarice nos sumerge desde los
renglones iniciales en la esencia de su escritura: una suerte de caída
inicial en ese hueco desconocido (o inconsciente) que parece aludir a
Alicia en el país de las maravillas: Le parecía que
[…] había entrado por una
especie de estrecha abertura […]
como si hubiera entrado de soslayo por un agujero hecho sólo para ella.
El hecho es que cuando se dio cuenta, ya estaba adentro.
Ese
primer relato del libro se llama “La búsqueda de la dignidad”. Así,
vertiginosamente y sin defensas, nos despeñamos en el pozo ¿o la
maravilla? de la vejez del cuerpo: [...]
perdida en los meandros internos y oscuros del Maracaná, ya arrastraba
pies pesados de vieja. Y también caemos en la sexualidad de ese cuerpo
de mujer un agujero hecho sólo para ella; cuerpo viejo, apenas tocado,
más bien rechazado en varios de sus cuentos y casi sin identidad para un
mundo que ya aplaudía una juventud por demás efímera. Por otra parte, no
me resulta difícil imaginar la gestación de una creencia en una niña de
8 años que vive con su madre enferma como una vieja (joven).
Como
si nos llevara de la mano, tal vez literalmente con su mano de eximia
escritora que nos arrastra por las páginas de sus libros, caemos con
Lispector, leyéndola; sufriéndola descendemos con ella en ese pozo,
mientras buscamos y redescubrimos nuestra dignidad-y su menoscabo-. (6)
En
el párrafo previo hablé de caída; caída pero también nacimiento estrecha
abertura en medio de los escombros (para mí una clara alusión al cuerpo
de la mujer en el instante en que está pariendo), y al mismo tiempo
símbolo de penetración había entrado por una especie de estrecha
abertura-lo que abre la puerta al tema de la sexualidad-. En el segundo
cuento del libro antes mencionado asistimos al viaje y a la vez somos
ese viaje en “La partida del tren” que va ahondando más y más en el
sentido de la vida: en la vejez, el amor y la muerte (sus protagonistas
son una vieja de 77 años y una mujer de alrededor de treinta y cinco; la
primera viaja para ir a vivir sus últimos años a la casa del hijo y la
otra a visitar a sus parientes pues está recién separada).
Desde su ser en el mundo y una angustia existencial flotante que se
capta en cada lectura, Clarice nos hace aseverar su indagación en la
filosofía, la psicología y quizás incluso el ocultismo para trascender
su cuerpo y reflexionar sobre la condición humana, Dios, el mundo, la
libertad. Tal vez su obra paradigmática (y genial) con respecto a esta
búsqueda de la esencia del ser, la constituye La pasión según G. H.
donde la creencia de la muerte de una cucaracha que al fin sobrevivió,
la lleva a identificarse y preguntarse por el ser.
La
escritura de Lispector, desdoblada casi hasta el desquicio, despliega
una mirada sagaz y despiadada hacia afuera y adentro de sí; busca alguna
respuesta para el dolor y la soledad de la-de nuestra-existencia
humana.(7)
Con maestría singular su biógrafa, Nádia Battella Gotlib (8),
nos trae muchos datos que iluminan la niñez dolorosa y a la vez
“despreocupada” de Lispector. Como una señal desde el inicio, la niña
reía y al mismo tiempo buscaba con poco éxito amigos con quienes jugar;
o anhelaba comprar un libro al que no podía acceder y por el cual era
capaz hasta de someterse para conseguirlo. O era capaz de inventar e
interpretar una bella pieza musical al piano solamente en el año de la
muerte de su madre. Tantas y variadas contradicciones luego se verían
amplificadas con esplendor único en su escritura, como una conmovedora y
ansiosa búsqueda de sentido, con su rabia muchas veces y una melancolía
de la que no desaparece nunca una ironía en ocasiones bastante cruel.
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo
excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras
que todas nosotras éramos planas. (…). Pero qué talento tenía para la
crueldad. (…) toda ella era pura venganza. (9)
Por todo lo anterior, esta presentación
sostiene la peculiar modalidad que asume la “escritura de cuerpo que se
narra” en Clarice Lispector, o que busca un soporte narrativo como
manera de contrarrestar su mismidad de raíces inestables.
Es
un cuerpo que solicita y hasta exige; y Clarice que lo escucha y le pone
voz y canta como pocas: canta desde fingimientos y condicionantes
sociales hasta nuestra desnudez. Así es narrado su ¿personaje? Lori, de
la novela Aprendizaje o el libro de los placeres:
[…] hasta que su rostro
blanco de polvo parecía una máscara, estaba poniendo sobre sí misma
algún otro: ese alguien era fantásticamente atrevido
[…] La máscara la molestaba, para colmo sabía que
era más guapa sin pintura. O en un cuento de El vía crucis del cuerpo,
donde hace referencia a la máscara debajo de la cual late el rostro
desnudo. Clarice es brillantemente capaz de trascender la frontera del
género para presentar la desolación del ser y la existencia nuestra como
humanos; será por eso que resulta tan fácil tenerla cerca, como
compañera de ruta.
Si la identidad es
nombrar el cuerpo como propio (mi cuerpo, cuerpo mío, o bien yo habito
este cuerpo mío), ese acto significa que existe un Yo diferenciado del
resto del mundo viviente. Y en Lispector este Yo asume una forma
corporal casi siempre femenina, en ocasiones infantil o joven y la mayor
parte de las veces madura o vieja: un cuerpo dueño de un dolor
psicológico angustioso por la conciencia que tiene de su envejecimiento
y mortalidad. “Me da rabia pero la acepto” dijo en una entrevista en
referencia a la vejez. Por otra parte, en sus trabajos como cronista y
en sus relatos, o en la correspondencia que mantenía con su íntimo amigo
Lúcio Cardoso, por ejemplo, nos muestra a una mujer que se percibe
“tironeada” entre su “función estatuida” (esposa de un diplomático,
madre, ama de casa) y sus ansias de escapar de toda rutina y escribir y
escribir. Gran parte de su obra plantea esta batalla de roles
identitarios. Por cierto, ella transportaba su máquina de escribir
colgada al cuello y la apoyaba en su falda mientras acompañaba y veía
jugar a sus hijos...
Y si la identidad se
configura a través de modelos de identificación y de rechazo, el relato
erótico “Mejor que arder” del libro Vía crucis del cuerpo, nos conecta
fuertemente una vez más con el tema de cuerpo recuperado, y notas de la
época y la herencia de condicionamientos; también con las rebeliones de
la autora. (10)
Llegada a este punto,
soy conciente de que es necesario dar un cierre, provisorio por supuesto,
a esta presentación. Remarco entonces la búsqueda interior incesante de
Lispector, y la recuperación del cuerpo en una voz nueva, original, que
se arriesga a mostrar cabalmente su desesperación.
En
resumen, nuestra escritora asume un paradigma
de cuerpo que se narra o que busca soporte narrativo como manera de
configurar una identidad de raíces sólidas.
Lo
que a mi entender la hace única es que produce una obra literaria capaz
de superar las barreras personales, y de la literatura, y de su época.
Sin temor ambas-la creadora y su obra-se plenifican curiosamente
simbiotizadas en una multiplicidad de asociaciones libres. Clarice
Lispector fue capaz de mirarse, escucharse, traducir y transcribir la
voz de su inconsciente; trató de no dejarse atrapar del todo por él.
Podemos hablar en presente: Clarice “es” capaz; ella vive y nos inspira
con su magnífica creación. |