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Pasaron los años, doscientos, desde que Jean-Baptiste
Lamarck publicó su libro Philosophie zoologique, un tratado
materialista relativo a la vida animal tanto en su vertiente
morfológico-organizativa como a nivel fenomenológico-funcional,
contenedor de dos conceptos epistemológicos básicos para la
interpretación moderna de la naturaleza: uno, el común origen biológico
de los seres vivos a partir de materia y por la acción conjunta de
procesos físico-químicos comunes, generándose propiedades animadas y
sensoriales genuinas; dos, el principio transformista por el cual los
organismos se modifican cronológicamente en función de sus necesidades
adaptativas para sobrevivir en nuevos ambientes. Lamarck lo piensa y
Niels Bohr lo escribe en los años 30 del siglo XX, la vida es el
postulado fundamental de la biología;
fundacional diríamos. El individuo la representa, plasma el proceso
diferenciador de la materia, y ese colectivo llamado especie idealiza
una convergencia formal válida sólo mientras permanezcan las condiciones
del medio.
La doctrina lamarckiana supone una renovación del pensar naturalista con
rumbo decidido hacia la biología moderna, y no por casualidad.
Realmente, su proyecto era escribir una monografía titulada Biología
pero se conformará con dar rienda suelta a su pensamiento respetando
la clásica fórmula nominal de Filosofía,
que no hace justicia al innovador contenido.
Cuando en 1859 se publica On the origin of species by
means of natural selection hacía cincuenta años que el ideario
transformista lamarckiano circulaba por el mundillo científico
proyectando la imagen atípica de un mundo orgánico caracterizada por su
variabilidad; esquema rechazado por algunos, ignorado por bastantes y
compartido por los demás, incluido Charles Darwin quien, mucho antes de
la célebre añada del 59, en enero de 1844, reconoce haber llegado a
conclusiones similares a las formuladas por Lamarck sobre la
transformación de los seres vivos.
Básicamente, su discrepancia radica en el mecanismo productor del
cambio. La peculiaridad del testimonio darwiniano estriba en subrayar el
consenso entorno a la idea lamarckiana de interpretar la vida como un
continuado proceso orgánico sustitutivo de unas especies por otras más
adaptadas; que la adaptación sea teleológica o azarosa en mayor o menor
medida diferencia la teoría de cada cual en función de la solución
adaptativa aportada. Lamarck recurrió a la evolución para explicar la
historia de la vida terrestre articulando un armazón cognitivo entorno
al ser vivo convertido en la base epistemológica de la teoría evolutiva.
Sintonizando esta frecuencia ideológica, la darwiniana evolución por
selección natural expuesta en el Origen se presenta como
alternativa modélica que no conceptual. La selección competitiva es una
receta metodológica para resolver parcialmente el reto cognitivo, el
problema biológico-evolutivo planteado por Lamarck: cómo y porqué
cambian las especies durante la historia terrestre. El antievolucionista
Armand de Quatrefages lo tuvo claro hace más de un siglo. Despojada de
la selección natural, el componente intrínseco, la doctrina de Darwin se
reduce a la conocida idea transformista.
Nada nuevo bajo el Sol. Un biempensante de la causa darwinista como
Julian Huxley convino en el juicio declamando que la propuesta de Darwin
no es la idea de evolución sino el mecanismo que la explica
razonablemente.
El modelo evolutivo por transformación cronológica específica se definió
en la década de 1800,
y el mérito de su denominación moderna como Théorie de l’evolution
des formes organiques le corresponde al botánico francés Frédéric
Gérard
alcanzados los años 40; fórmula que Darwin conoció.
Antes y después de publicarse el Origen el debate científico
sobre la evolución mantuvo dos frentes abiertos. Son: la polémica
entorno a la aceptación de la teoría, y, sólo para los partidarios, la
discusión alrededor de la causa y el mecanismo que determinan el
proceso. Este, y no otro, es el escenario, abierto, actual, continuo,
convulso, crítico, plural, renovador, donde se incorpora, toma forma y
será examinada la teoría darwiniana del origen de las especies por
selección natural. Nada de revolución científica al estilo kuhniano.
Es opinión manifestada por el botánico Alphonse de
Candolle que el sistema propuesto por su contemporáneo Charles Darwin
era el más moderno, ingenioso y completo de los
formulados entonces. Tal esquema selectivo-competitivo ofrecía las
mayores probabilidades de éxito al explicar los datos paleontológicos,
biogeográficos, anatómicos, sistemáticos, relativos al decurso temporal
de los seres vivos. Darwin habría puesto el dedo en la llaga al proponer
la selección natural como modo de fijar las variaciones generación tras
generación. El planteamiento suponía un cambio de rumbo en la mentalidad
evolucionista, aunque no lo explicaba todo y las pruebas directas
resultaban insuficientes. Déficit probatorio que hacía pensar si Darwin
no exageraba atribuyendo todo el protagonismo a la selección natural,
descuidando otras causas posibles.
Notoriamente exultante, acérrimo, confiado en la tesis, el incondicional
Thomas Huxley relata que el Origen trajo consigo la hipótesis
de trabajo que buscábamos. Un rayo en la noche oscura iluminó
súbitamente el camino de la evolución en los términos de lucha por la
existencia y supervivencia del más apto. La cuestión era sencilla y
evidente, tanto que se consideraba un estúpido
por su ceguera mental. Huxley padre tendría sus razones para usar el
calificativo, no le desmentiremos, pero lo conveniente ahora es subrayar
la convergencia de los testimonios resaltando como hecho diferenciador
del acto darwiniano no la idea conocida de evolución sino el sui géneris
mecanismo propuesto, la hipótesis de trabajo: la selección natural,
asimilada como simplificación extrema de un texto que en su primera
edición alcanzó las quinientas páginas. Darwin habría descubierto la
piedra filosofal de la evolución e, intencionadamente o no, la selección
identificará su doctrina. Un concepto fácil de aprender, comprender y
difundir, sin necesidad de ser una lumbrera. Concepto convertido en
singular y oportuna abreviación de la teoría. Lo advierte Ronald Fisher
en el prefacio de su conocido trabajo The genetical theory of natural
selection del año 1930, cuya frase inicial es lapidaria: Natural
Selection is not Evolution.
Escribir que la selección natural no es la evolución tampoco es una
renuncia ideológica, es poner el punto sobre la í respecto al excesivo
valor atribuido a la competencia como parámetro evolutivo; incluso para
la hueste neodarwinista. Afirmándolo, Fisher considera la selección
natural como un mero componente del entramado evolutivo.
Conceptualización que, una década después, Julian Huxley, en su
Modern synthesis, etiqueta como heterogeneidad de la evolución.
Bajo este epígrafe leemos que la selección natural <<por sí sola es
incapaz de extender el límite máximo de la variación, y, por tanto,
incapaz por sí misma, de causar cambios evolutivos>>, en consecuencia la
evolución es el producto combinado de la mutación, la recombinación y la
selección;
procesos complementarios encadenados.
El mismo Darwin puso puertas al campo reconociendo este
límite operativo, aunque esperó a la publicación de la cuarta edición
del Origen para aclarar el malentendido. <<En el sentido literal
de la expresión, selección natural es un nombre erróneo, no hay duda>>,
dice el párrafo añadido a la entrega de 1866. La selección natural no
produce variabilidad, sólo preserva las variaciones beneficiosas para el
organismo en función de las condiciones de vida.
He aquí el quid de la cuestión. El modelo por la selección natural es
una hipótesis restringida a explicar la presión fenotípica sin nada que
decir sobre el cómo y el porqué de la variación orgánica que alimentan
la evolución. Puntos cruciales para interpretarla. Considerando que toda
teoría evolutiva debe justificar dos niveles cognitivos básicos:
¨
primero, el vínculo genésico de las actuales formas vivas con sus
antecesores; ¨
segundo, la existencia de mecanismos biológicos capaces de generar dicha
variabilidad; aceptando que antes la paleontología, la embriología, la
anatomía comparada, después también la genética, la bioquímica, la
biología molecular, verbigracia, aportan las pruebas de primer nivel
-correspondiente a la definición de evolución como principio biológico
general-, es en el segundo estadio donde cada ideario particulariza la
teoría. En este capítulo Darwin, contemplando el origen de las especies
bajo el prisma dominante de la selección natural, asume un déficit
científico invalidante relativo a la condición diversificadora de la
naturaleza, sin la cual el proceso no existe. La situación mejoró el año
1868 al publicar The variation of plants and aimals under
domestication
que incluía la pangenesis theory, un mecanismo hereditario
complemento de su planteamiento evolutivo. Era <<una dificultad que
siempre me había inquietado>>, escribía Alfred Russel Wallace tras
conocer la buena nueva;
aunque la tranquilidad duró poco y hubo de reconocer que por su
complejidad y dificultad la pangénesis mereció un rechazo generalizado.
En idéntica dirección, la de resolver el problema del
origen biológico de la biodiversidad, remaba entonces Gregor Mendel
investigando el fenómeno de la hibridación botánica. El resultado de su
consabida experimentación con guisantes se publicó el año 1866,
información que Darwin no pudo, no quiso, no supo, no alcanzó a
comprender.
La hibridación fue un obstáculo superlativo para lograr la plena
aceptación del principio darwinista. El mismo Darwin lo anunció en años
posteriores.
Duda y pregunta son inmediatas, ¿podemos aceptar el testimonio como un
reconocimiento implícito de las dificultades añadidas por Mendel a su
teoría? Aunque la tentación sea afirmativa objetivamente no es posible
asegurarlo y sí atribuir la opinión a su fracaso experimental.
El hecho no es relevante, lo importante es el sentido evolutivo marcado
por la norma mendeliana, distante del principio selectivo planteado por
Darwin. Bajo el peso de la ley genética la especie no evoluciona
influenciada por el medio ni está controlada por la selección natural,
es en la azarosa combinación de los caracteres parentales, dentro del
marco exclusivo de la línea celular germinal, cuando se generan otros
genotipos que darán lugar, fortuita e intermitentemente, a nuevas
especies puras.
En tal caso, la selección natural ni produce formas nuevas ni su acción
es continua y unidireccional, su manifestación se reduce al incremento
selectivo del número de individuos con mutaciones favorables frente al
resto. Esta concentración poblacional determinará una tendencia
morfológica probabilística al ser más verosímil que las futuras
modificaciones ocurran en el grupo mayoritario. Mero cálculo de
probabilidades. Así lo interpreta y expone un mendelista reputado
galardonado con el premio Nobel: Thomas Hunt Morgan.
Simultáneamente, el ideario mendeliano se postula como alternativa
epistemológica realizando un heterodoxo giro metodológico. Dos aspectos
a resaltar del nuevo episteme:
¨ uno
el cambio orientativo cognitivo que supone analizar el problema desde la
fisiología celular hasta su realidad fenotípica específica,
individualizando la expresión evolutiva desde la inicial fase
informativa hasta la conversión final en objeto real permanente;
¨
otro integrar la evolución como una manifestación no competitiva,
coordinando génesis y consolidación de nuevos sistemas biológicos
mediante la reproducción. Evolucionar resulta de la acción armónica de
la naturaleza, deriva de la mecánica vital, está ahí pero no es un fin
sólo una tendencia sostenida por la inconsciente condición mudable del
ser vivo. Este principio natural no finalista lo anunció Kant con
carácter general en la Crítica del juicio,
y lo cumple también la selección darwiniana aunque adornada con una
aparente direccionalidad entorno al perfeccionamiento morfológico
marcado por la acción de sobrevivir, convertida en diseño anatómico. El
diseño es real pero sin intención, la percepción finalista es una
virtualidad consecuencia de observar el producto sin haber leído el
libro de instrucciones. Se tardaron décadas en percibir y adoptar los
cambios derivados del modelo mendeliano, pero la revolución genética
será el subsiguiente movimiento adaptativo neodarwinista; obligado. Un
enfoque diferente de la selección natural nominado en última instancia
síntesis moderna.
En History of western philosophy del año 1946, el
filósofo Bertrand Russell deconstruye la teoría darwinista en sendas
partes ya trilladas: una general sobre la conocida doctrina de la
evolución -repetida por Darwin donde él interfiere con valor
testimonial, aportando pruebas del suceso-; otra específica, innovadora,
relativa a la selección natural, concepto discutible y discutido, sujeto
a revisión por los biólogos, representativo de <<una suerte de economía
biológica en un mundo de libre competencia>>
consecuencia de aplicar al comportamiento animal y vegetal el esquema
socio-económico desarrollado, amplificado, por Thomas Robert Malthus.
Traer a colación el dictamen de Russell tiene doble intención pues sirve
de conciso resumen y sitúa a la selección natural ante un nuevo
horizonte: la naturaleza en guerra.
Corría el mes de agosto de 1858, el Journal de la
londinense Linnean Society pone negro sobre blanco el académico
debate Darwin versus Wallace para dictar sentencia sobre la
paternidad de la teoría evolutiva por selección natural.
Mera pantomima oficialista porque el resultado no ofrecía dudas. Darwin
presentó como alegato un fragmento perteneciente a la versión manuscrita
del Origen concluida en 1844, concretamente el extracto del
segundo capítulo titulado On the variation of organic beings in a
state of nature; on the natural means of selection; on the comparison of
domestic races and true species. Fue la primera manifestación
impresa de la teoría. Para la ocasión Darwin no esconde las cartas, al
contrario, da un golpe de efecto revelando la autoridad del botánico
Augustin-Pyramus De Candolle con la inequívoca intención de reforzar y
refrendar su ideario. <<De Candolle, en un pasaje elocuente, ha
declarado que toda la naturaleza está en guerra, un organismo contra
otro o con la naturaleza circundante>>, es el ideológico párrafo inicial
del documento.
Astutamente, Darwin encubre la antagónica posición del maestro
concordante con él en visionar la naturaleza como entidad abierta en
permanente competencia, discordante en concluir que tal proceder
biológico pervierta los fundamentos de las especies, las transforme.
Opuesto a la evolución, De Candolle defendía la constancia de las
especies frente a los partidarios de su no permanencia real.
Géographie botanique es un conocido texto, incluso por Darwin,
donde el naturalista suizo expuso su peculiar visión botánica de una
naturaleza conflictiva. Resumiendo: todas las plantas de un determinado
lugar están en guerra unas contra otras; los primeros ocupantes del
espacio tienden a ser excluyentes; las grandes sofocan a las pequeñas;
las especies longevas remplazan a aquellas que no lo son; las más
fecundas invaden el puesto de las otras.
Esta guerra natural botánica contiene las claves del futuro proceso
evolutivo-competitivo aunque De Candolle no quisiera verlo. Información
que Darwin maceró junto al malthusiano principio de supervivencia para
formular su teoría, componiendo una terna ideológica, lucha
«
demografía
«
selección (De Candolle
«
Malthus
« Darwin),
ya evidente en el borrador del Origen redactado en 1842.
La guerra natural obtuvo una expresión superlativa con la forma y el
sentido darwiniano, dejando de ser el antecedente concepto fijista
regulador de una naturaleza inalterable gobernada por el principio de
crecer y multiplicarse. Principio este que tampoco eximía de
temporalizar el acto orgánico-formativo de los seres vivos,
secuenciación temporal imprescindible para respetar la bipolarización
autotrófica-heterotrófica de los organismos. Es una cronología obligada
para permitir la reproducción sin sucumbir a la presión demográfica: al
contemplar los objetos como alimento el orden natural se desvía hacia
una gradación trófica ascendente desde las plantas hasta el hombre;
servidumbre nutricional que obliga a establecer un período genésico
distinto entre niveles, tiempo necesario para aumentar suficientemente
el número de individuos evitando que las especies desaparezcan
convertidas en nutrientes.
El cuento lo aplicó el célebre Linneo, y Kant tomó nota
dando un paso hacia delante. Al relacionarlos nutricionalmente, los
objetos vivos definen una naturaleza finalista existencial: cada
agrupación trófica permite la subsistencia de otros, sin embargo, tal y
como razona el filósofo,
el camino puede recorrerse en otro sentido con distinto resultado. De
arriba hacia abajo, convirtiendo a los grupos en unidades de control
poblacional, de suerte que el anterior fin se convierte en medio de
conseguir algo diferente. Cada elemento es simultáneamente sujeto y
objeto de la acción, proceso reglado mediante un principio de necesidad,
energético, conducente al equilibrio sistémico por retroalimentación.
Regido por la selección natural el modelo mantiene su esencia porque, en
definitiva, la norma darwinista no deja de ser una refinada aplicación
matemática de la antecedente cadena trófica, pasando de la descripción
linneana a la cuantificación malthusiana. La guerra natural selectiva es
una lucha por el alimento con repercusiones morfológicas, alterando una
naturaleza donde se ha perdido la constancia específica que subyugaba el
sistema por mandato divino. Pero, ¿realmente la selección natural supone
una renuncia a la figura del creador?; o como reza la proposición
kantiana: <<¿hay a la base de lo que, con razón, llamamos fin de la
naturaleza, un ser que obra intencionadamente como causa del mundo (por
tanto como creador)?>>.
Cuando el año 1831 embarca en el Beagle, Darwin
es un confeso teísta fijista partidario de la teoría del diseño
esgrimida por William Paley, prueba concluyente de la creación y el
determinismo de la naturaleza.
La evolución era un pensamiento fuera de lugar. El autor del Origen
confiesa que hasta 1839 no se persuade de la mutabilidad y la
descendencia común de los organismos,
aunque su nuevo ideario no refuta, necesariamente, la existencia de un
ser supremo. En la escenografía darwinista el plan de Dios no es generar
seres vivos, la creación se reduce a un suceso antiguo restringido a la
aparición de materia y las consiguientes leyes generales que la
gobiernen.
La vida será un hecho probabilístico a desarrollarse partiendo de esta
primaria organización. Se rescribe la historia, y ¿cuál es el papel de
Dios en la evolución? Respondiendo, Darwin utiliza el símil de la
selección artificial pues no en vano la Biblia señala el camino.
El origen de los organismos se reduce a la creación primigenia de
elementales formas vivas, materia dotada de capacidad sensorial,
crecimiento y multiplicación.
Desde entonces, el creador asemeja a los agricultores y ganaderos
combinando y seleccionando individuos mediante la reproducción.
Actúa indirectamente a través de la selección natural, convertida en la
mano alargada de Dios que mece la cuna de la naturaleza transformándola.
La selección natural es la ley general que, con su consentimiento y sin
su intervención, gobierna las relaciones individuo-medio componiendo una
biogénesis divina a distancia. Complementando dicha interpretación, el
modelo transformista darwiniano corrobora un estatus de perfección
morfológica que direcciona y restringe la variabilidad real.
Esquema donde la lucha por la supervivencia es el filtro para elegir al
más apto, posibilita la sustitución de una especie por otra y causa la
extinción. Los tres pilares del catecismo evolutivo darwinista.
Todo ocurre como un incesante juego combinatorio donde los seres vivos
proliferan y desaparecen mientras el planeta gira. Hay <<grandeza en
esta concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido
alentada por el Creador>>, suscribe Darwin al final de la sexta edición
del Origen.
Queremos imaginar que Darwin leyó a Kant aprendiendo de él que sólo un
ser inteligente puede encabezar los supuestos fines de la naturaleza.
Teleología que, sin embargo, no prueba la existencia de dicha entidad
teológica y debe interpretarse como un principio interno derivado de
causas naturales. La aceptación figurante es consecuencia de un
fundamento subjetivo inherente e indispensable para el hombre.
Si Darwin careció de la necesaria lectura la convergencia ideológica es
coincidencia. Sea como fuere, Dios existe en su modelo evolutivo primero
en calidad de proveedor, el resto como único espectador de un combate
por la vida guiado por la selección en pos del progreso y la perfección.
La conclusión nos conduce a la metáfora darwiniana de una selección
natural que, desde entonces, silente e imperceptiblemente, busca, día y
noche, por tierra mar y aire, minuto a minuto, cualquier variación
rechazando las perjudiciales e incorporando las beneficiosas,
perfeccionando cada ser en relación con sus condiciones de vida.
Una definición inequívoca de la cualidad omnímoda de una selección que
como Dios lo abarca todo. |